MONOGRAFÍAS FILOSÓFICAS CRÍTICAS V
Patricio
Valdés Marín
CONTENIDO
1. Una metafísica del universo
2. Las categorías metafísicas
3. Causalidad y estructuración
4. La energía
5. Energía cuantificada
6. Contradicciones de la teoría general de la
relatividad
7. Una cosmología
Lo
biológico - https://unihummono3.blogspot.com
8. La esencia de la vida
9. El instinto de dominio – una teoría
10.
El sistema de la afectividad
11.
El cerebro y la conciencia
Lo
epistemológico I - https://unihummono4.blogspot.com
12.
La psiquis
13.
El discurso filosófico histórico
14.
Una teoría del conocimiento I
15.
Una teoría del conocimiento II
16.
Los límites del conocimiento humano
17.
Crítica de la ciencia a la epistemología filosófica
18.
La filosofía y la ciencia
19.
El lenguaje
Lo
transcendente I - https://unihummono6.blogspot.com
20.
Una cosmovisión
21.
Cuestiones religiosas
22.
Dios
23.
La eternidad
24.
La línea divisoria
Lo
transcendente II - https://unihummono7.blogspot.com
25.
Reflexionando sobre el significado de la existencia de Jesús
26.
Jesús de Nazaret y el cristianismo
27.
Breve historia de la humanidad y su relación con lo divino
Lo
socio-político I - https://unihummono8.blogspot.com
28.
Antecedentes antropológicos de la sociedad
29.
El ser humano y la sociedad
30.
Fundamentos antropológicos de la política
Lo
socio-político II - https://unihummono9.blogspot.com
31.
La política
32.
La guerra
33.
El Leviatán y los Estados Unidos
Lo
económico - https://unihummono10.blogspot.com
34.
El derecho de propiedad privada
35.
La ética del capitalismo
36.
La tecnología
37.
En el espíritu de El Capital de Karl
Marx
38. Las
peculiaridades de la economía de los Estados Unidos
15. UNA TEORÍA DEL CONOCIMIENTO HUMANO II
La búsqueda de un orden racional que subyacería a una
realidad que se presenta caótica por su multiplicidad y mutabilidad ha sido una
inquietud humana permanente. Sin embargo, la
distancia entre la realidad y la razón es absoluta, siendo la razón o intelecto
específicamente la parte de la mente encargada de conocer y pensar. La realidad
es el mundo objetivo potencialmente inteligible, es decir, es todo aquello que
está en el espacio y en el tiempo del universo entero y que está además
referido a nuestro conocimiento de una u otra manera. Ella es objetiva porque es todo aquello que rodea al
sujeto que conoce; es concreta porque,
además de ser tangible, se opone a lo abstracto de la idea, que es aquello que
produce el intelecto; está compuesta por individuos distintos, en
contraposición a la universalidad y unidad de la idea; es inmanente, en
contraste con la transcendencia de la idea; es real en oposición con lo
intelectual; en fin, la realidad se caracteriza porque existen allí múltiples
cosas y también porque están continuamente cambiando, pues nacen, permanecen un
tiempo siempre modificándose y perecen, o se mutan unas en otras, es decir,
allí las cosas son múltiples y mutables en contraposición a la esencia,
estabilidad y permanencia de la idea.
Por su parte, la razón se caracteriza porque allí se generan imágenes e
ideas, que son contenidos de conciencia
que engloban o sintetizan multiplicidad de cosas representadas allí en
unidades abstractas. Principalmente, la razón evolucionó precisamente para dar
cuenta de la realidad, pues la calidad de la verdad existente entre la realidad
y la mente es importante para la supervivencia de un ser humano. El hecho de
que las relaciones causales, que explican el cambio de las cosas, obedezcan a
leyes universales posibles de ser conocidas por la ciencia constituye el
fundamento para una verdadera filosofía, pues nos está diciendo qué son las
cosas en sí.
Cambio e inmutabilidad
Mientras a idea es unidad y permanencia, en la realidad
todo es múltiple y mutable, aparentando ser caótica. Los antiguos filósofos
griegos fueron los primeros en enfrentarse analíticamente con el dilema entre
el ser y el devenir. Así lo destacó Joseph Marechal S.J. (1878-1944) en su
libro El punto de partida de la
Metafísica, 1959, que hizo de la antinomia de lo uno y lo múltiple el hilo
conductor de dicha obra que cuenta la historia de la filosofía y los distintos
esfuerzos por llegar a una solución. Por una parte, es fácil percibir que todas
las cosas cambian: se mueven y se transforman, se integran y se desintegran, se
construyen y se destruyen, nacen y mueren, se produce una pérdida irreparable y
una verdadera ganancia. Heráclito (576-480 a. C.) intuyó tan profundamente el
cambio que para él todo constituye devenir y, en este continuo fluir, nada
permanece fijo. Las cosas tienen racionalidad, no por el ser, sino por el
devenir. Si todo es devenir, también todo es multiplicidad. Él describió el
mundo como un fuego siempre vivo que se alimenta de las cosas que devora. Por
el contrario, Parménides (¿504-450? a. C.), su contendiente, concluyó que la
realidad es una sustancia simple, indivisible, inmóvil e inmutable, es decir,
una. Había partido suponiendo que al decir que una cosa es, significa
únicamente que esa cosa existe y, de acuerdo al principio de no contradicción,
no puede no ser. La multiplicidad, la divisibilidad, el cambio, el movimiento,
implica el no-ser. Por tanto, si una cosa es, es uno. Este absurdo dilema fue
el producto de que en griego el verbo “ser”
es equívoco, significando tanto “ser” como “existir,” y de atribuir a
una palabra un solo significado. Pero tanto Heráclito como Parménides estaban
parcialmente correctos. Por una parte, todo es cambio, pero en el cambio no
todo cambia; por la otra, lo inteligible lo encontramos en lo invariable e
inmutable. Lo múltiple se da en la realidad sensible, mientras que lo uno es
propio de las ideas. Las ideas invariantes y hasta perfectas que tanto
sedujeron a Parménides (y posteriormente a Platón), representan distintas
cosas, las que por naturaleza son mutables, hecho que había impresionado tanto
a Heráclito.
Ciertamente, las ideas no se encuentran en la realidad
sensible como las cosas que allí existen, sino que son construcciones de
nuestra mente. Nuestra mente puede relacionar distintas cosas o entes que se
dan en la naturaleza por lo que ella encuentra que tienen en común, ya sea como
funciones o propiedades: color azul, volar; ya sea como estructuras:
triángulos, organismo biológico; ya sea como cosas en sí: estructuras,
funcionales. Para que existan y tengamos ideas, es necesario que exista previa
y objetivamente una multiplicidad de entes para que puedan ser relacionados. Es
así que las relaciones que descubre nuestra mente abstracta en la realidad
objetiva son de cuatro órdenes: ontológicas, lógicas, causales y metafísicas. Sin
embargo, el devenir en sí, como lo mutable solo, no es materia del conocimiento
abstracto, que tiene que ver con lo invariante. Todo cambia, pero el énfasis
está puesto en el ente, que representa la cosa que cambia. Si el universo
múltiple y mutable nos es inteligible, es porque entendemos que las cosas
tienen aspectos en común y porque en el cambio existen elementos invariantes.
Respecto a este último postulado, sin necesidad de respaldar la tesis de las
esencias inmutables como entidades anteriores a las cosas mutables, es posible
señalar que existen cuatro categorías de elementos que permanecen relativamente
estables a través del cambio y/o que son medibles por escalas estables,
conformando unidades comprensibles para nuestro conocimiento abstracto, el que
se constituye sobre la base de unidades discretas invariantes. Éstas son la
relación causal, el mecanismo de la relación causal, el proceso y el dinamismo.
Primero, la relación causal. Hay una cierta categoría
extraordinariamente significativa, que tan sólo la ciencia la ha puesto en el
centro de su quehacer, deduciendo leyes universales cuando comprende su
comportamiento, que sí permanece estable e invariable a través del cambio y el
devenir y que nosotros podemos fijar y abstraer para conocerla y referirla a
todas las otras situaciones similares. Se trata de la relación de causa a
efecto. En ésta la causa es el origen o principio del cual el efecto procede
secuencialmente en el tiempo y con dependencia natural y necesaria, según el
primer principio de la termodinámica. La causa es una estructura que ejerce una
fuerza; el efecto es el cambio que se opera en otra estructura, el nacimiento
de una nueva estructura o el término de una estructura existente. La relación
causal se presenta como determinista y fundamento de la ley natural.
Precisamente, ella es algo que podemos relacionar ontológicamente o
universalizar en forma de ley para la totalidad de los sucesos mutables cuyas
condiciones son similares. Nos entrega la clave de la conexión causal. Por
ejemplo, la relación causal “siempre que aplico calor al agua cuando está
sometida a una presión de 1 atmósfera, ésta hierve cuando la temperatura
alcanza los 100 grados centígrados” puede transformarse en la ley universal:
“el agua hierve a los 100 grados centígrados a la presión de 1 atmósfera.” El
paso de una relación causal a una ley natural, lo que se denomina
descubrimiento científico, no se realiza a través de la inducción, pues ésta
considera sólo un número finito, aunque sea muy grande, de fenómenos similares.
La inducción pertenece a un tipo de relaciones lógicas, pero no a las
relaciones ontológicas que son las que formulan una ley. Basta que un caso no
cumpla con lo postulado para que la supuesta ley, que pretende aplicarse a
todos los casos contemplados de manera universal y necesaria, quede anulada. En
el caso de una ley universal no vale el aforismo “la excepción confirma la
regla”. Una ley natural tiene validez científica y vigencia universal cuando
son considerados todos los elementos condicionantes del fenómeno, y cuando son
relacionados espacial y temporalmente de la manera apropiada, por mucho que se
lleguen a desconocer los mecanismos últimos que expliquen tal comportamiento
determinado. La ley de la gravitación universal describe el comportamiento de
la masa y la energía en todo el universo, pero aún no se sabe por qué dos
cuerpos tienen el comportamiento para atraerse mutuamente en razón directa a la
masa y en razón inversa al cuadrado de la distancia. Si bien el presupuesto
para la validez de una ley natural es que el funcionamiento de las cosas del
universo es determinista (siempre que se den tales condiciones y en presencia
de tal fuerza, se produce un efecto determinado y no otro), la vigencia de las
leyes naturales prueban, por otra parte, que el universo es determinista. Como
consecuencia de lo anterior, podemos afirmar que el fundamento causal de
cualquier cambio es una invariante. Las leyes naturales surgieron en el
instante de su creación, ya que estaban contenidas de modo codificado en la
energía primigenia. Sin embargo, una ley comienza su existencia en el momento
que aparece la función que ella describe. Toda función es propia de una
estructura particular. En consecuencia, la ley cobra vigencia cuando la
correspondiente estructura adquiere existencia, ya que ella se expresa a través
de la funcionalidad particular que la caracteriza y la define. Así, toda
estructura masiva funciona como cuerpo con masa y está consecuentemente sujeta
a la ley de la gravitación. Únicamente los seres vivientes están determinados
por las leyes de la evolución biológica. Sólo los seres humanos, a causa de
nuestras capacidades intelectuales, obedecemos a las leyes del racionamiento.
El segundo elemento que permanece estable e invariante a
través del cambio es el mecanismo de la misma relación causal y su orden
secuencial. Éste depende, dentro de un sistema dado, de una disposición que
podemos describir y analizar, puesto que sus componentes son invariantes en el
sentido de que estructuran el sistema y confieren un determinado orden
secuencial al proceso. Así, el mecanismo aparece como el conjunto de las
unidades estructurales estables con un orden secuencial dentro de un sistema
donde se desarrolla un proceso. Por ejemplo, en el caso de la ebullición del
agua los elementos estructurales que se mantienen invariantes, como su
condición, son el calor de la llama, el recipiente, el agua líquida, el peso
del aire, la humedad relativa del aire, el vapor de agua, etc. Todos estos
elementos del mecanismo son por lo demás ontológicos y, por tanto,
inteligibles, pues son funciones de las estructuras que intervienen. El orden
secuencial también es invariante: la llama produce calor, la llama se aplica al
recipiente, el recipiente contiene el agua líquida, el calor se transmite al
agua, el agua está sometida a la presión de 1 atmósfera, el agua posee un calor
específico determinado, el agua cambia sus estructura de líquida a gaseosa al
adquirir una temperatura determinada, etc. Resulta entonces que la dinámica
existente en los procesos es idéntica a un mecanismo si la primera se considera
por sus resultados y el segundo por el orden de sus relaciones causales.
También resulta que todas estas relaciones causales son los componentes de un
sistema, en este caso, del sistema de evaporación de agua, y que funciona por
el suministro de energía. El orden secuencial nos es inteligible porque podemos
relacionarlo ontológicamente.
En tercer lugar, también el proceso mismo es invariante
respecto a sus estados y, por tanto, también es ontológico. Un proceso es todo
cambio que se opera y que va ocurriendo de modo dinámico en un sistema, y
corresponde a la sucesión de estados analizables y medibles, pues el cambio se
opera en último término de modo discreto. De ahí que un estado es aquello que
también permanece fijo, al menos hasta que no cambie. Es la cosa misma desde el
punto de vista cuántico, e. d., respecto a sus unidades discretas; así, las
unidades de agua líquida en el recipiente son invariantes en tanto no se
transformen en vapor, como en el caso del ejemplo anterior. El estado es la
cosa en cuanto ente. Heráclito no supo apreciar tampoco esta situación, sino
que percibió únicamente el esquema fenomenológico que describe los procesos en términos
de fenómenos en una escala superior y no el cambio en el caso individual, el
cual es discreto. Él hubiera observado únicamente el agua transformándose en
vapor. Pero en una situación cuánticamente estable la cosa ontológica
permanecerá invariable en tanto una fuerza no la cambie. No todas las unidades
de agua en el recipiente se transforman en vapor simultáneamente, sino una tras
otra, si bien de un modo indeterminado y aleatorio, pero estadístico. La
importancia de la estabilidad relativa de la unidad discreta, desde el punto de
vista ontológico, es que constituye la base para nuestro conocimiento
abstracto, el cual surge de relacionar cantidades de unidades, y no el cambio
mismo. Pero incluso el mismo proceso es una invariante cuando la velocidad del
cambio es instantánea, y se puede hablar, por ejemplo, de explosión como un
ente inteligible.
Por último, el mismo dinamismo de un proceso es
analizable y medible. Podemos definir qué fuerzas operan en un sistema y medir
la intensidad, la magnitud, la dirección, el alcance, la velocidad, la
duración, el recorrido y el sentido de ellas. En el ejemplo anterior, podemos
establecer y calcular las fuerzas que intervienen: la intensidad de la presión
a que está sometido el sistema, la magnitud de la fuerza de gravedad que
mantiene al agua dentro del recipiente, la temperatura y duración del calor
aplicado al agua, la tensión molecular del agua líquida, el calor latente, el
calor específico, el gasto calorífico de la transmisión de calor, los
coeficientes de transmisión de calor, la capacidad calorífica, etc. Todas estas
medidas no sólo son comprensibles en sí mismas cuando están referidas a escalas
conocidas, sino que a través de ellas podemos llegar a conocer el fenómeno que
están midiendo, en este caso, el agua que ebulle y se evapora.
El hecho de que existan invariantes en el determinismo
natural no significa que una relación causal sea fácilmente reproducible. Lo
contrario parece ser la norma, sobre todo cuando se trata de entidades más
complejas. Por ejemplo, si se piensa en la inconmensurable cantidad de sistemas
solares similares al nuestro que pueden existir en el universo, no se puede
deducir que en algunos de ellos pueda haberse desarrollado la inteligencia
humana. Aunque naturalmente repetibles, es tan grande la cantidad de
condiciones requeridas para la estructuración de un cerebro humano, que
virtualmente son únicas y pertenecen a nuestro propio planeta y a nuestra
propia era, y si se repite aquí y ahora, es a causa del mecanismo de la
herencia genética y de las condiciones particulares del ambiente. Así que tener
un encuentro cercano de tercer tipo con un humanoide extraterrestre, que además
piense como un ser humano, es una imposibilidad virtualmente absoluta.
Unidad y multiplicidad
La respuesta sobre cómo se relaciona el cerebro con la
mente y cómo el sujeto estructura contenidos de conciencia, tales como
percepciones, imágenes e ideas a partir exclusivamente de las sensaciones que
experimenta de la realidad se debería encontrar en la teoría de la
complementariedad de la estructura y la fuerza, expuesta en “La metafísica del
universo”, en estas Monografías. En
breve, esta teoría establece por una parte que toda estructura es funcional, es
decir, ejerce fuerza o es receptora de fuerza, siendo respectivamente causa o
efecto en una relación causal. Una relación causal puede terminar un una
estructuración o también en una desestructuración o destrucción estructural. También
establece que toda estructura es funcional y se compone de unidades discretas
funcionales, que son sus subestructuras, como también toda estructura es parte
o unidad discreta de otra estructura funcional, y así sucesivamente. Ahora
bien, todas las estructuras que son unidades discretas de alguna estructura
pertenecen a la misma escala, estando la estructura de la que forman parte en
una escala superior, y estando las subestructuras (o unidades discretas) que
componen cada una de dichas estructuras en una escala inferior, y así
sucesivamente a través de distintas escalas.
Basados en dicha teoría, estamos ahora en condiciones de
avanzar una teoría cognitiva-psicológica que permite superar el actual
estancamiento del conocimiento acerca de la relación entre cerebro y mente, o
de la investigación de la conciencia y el conocer. De este modo, la función más
importante de la masa encefálica que llamamos sistema nervioso central o
simplemente cerebro es la función psicológica capaz de estructurar una mente.
Otra de sus múltiples funciones es, por ejemplo, ejercer un peso de unos 1400 gramos. La función
psicológica produce tres tipos de estructuras psíquicas diferenciadas: la
cognitiva, la afectiva y la efectiva, las que se reúnen en la conciencia. Una
idea, o una emoción, es un conjunto de impulsos electroquímicos que se van
desplazando velozmente a través de y entre muchas y determinadas neuronas del
cerebro. Una estructura psíquica requiere, por tanto, un medio neuronal activo
para existir y sus unidades discretas son impulsos electroquímicos que se
desplazan por este medio. El mecanismo cognitivo del sistema nervioso consiste
básicamente en traducir las manifestaciones electromagnéticas y
gravitacionales, que provienen del medio externo, en sensaciones de impulsos
nerviosos que la red aferente envía al cerebro. Allí, esta información es sintetizada
en percepciones. A su vez, una cantidad de éstas estructuran imágenes, las que,
específicamente en los seres humanos, llegan a ser las unidades discretas de
las ideas. Incluso en ellos las ideas se estructuran en juicios y conclusiones
lógicas de las que son sus unidades discretas. Nada hay en el intelecto que no
haya pasado primero por los sentidos.
El proceso de la cognición comienza con el ingreso del
medio externo al sistema nervioso de conjuntos de señales agrupadas en
sensaciones. Las cosas de la realidad objetiva, es decir, los objetos mismos y
sus manifestaciones, son fuentes directas o indirectas de fuerzas. En forma de
radiaciones electromagnéticas (lumínicas, calóricas, sonoras y vibratorias),
emanaciones químicas (olores, sabores, que también pertenecen a las fuerzas
electromagnéticas) y simplemente gravitacionales (táctiles), las fuerzas
excitan o estimulan directamente los órganos sensoriales que están repartidos
por todo el cuerpo (tacto) o que están concentrados en determinados lugares (el
resto de los órganos), los cuales son sensibles precisamente a estas fuerzas.
En general, cuanto menor sea la intensidad de la fuerza necesaria para
estimular un órgano sensorial, tanto más sensible será dicho órgano y tanto más
precisa será la información que viene del medio externo. Los órganos
sensoriales son terminales nerviosos de ingreso de la vía ascendente o red
aferente del sistema nervioso. Las ramificaciones sensibles de este sistema
comienzan en sensores, compuestos por neuronas receptoras especializadas,
capaces de detectar presiones, temperaturas, vibraciones, intensidades de luz,
colores, fuerzas magnéticas en ciertas aves, formas y compuestos químicos de
gases y líquidos. Ciertas manifestaciones naturales, como, por ejemplo, diferenciales
eléctricos causados por condiciones meteorológicas y que de alguna manera nos
afectaría causándonos posiblemente dolores en articulaciones, no se consideran
normalmente señales sensibles que tengan por receptores propiamente órganos de
sensación reconocidos. No obstante estas relaciones causales son efectivamente
partes del sistema sensorial que está conformado por señales sensibles y
órganos sensoriales.
A continuación, los órganos sensoriales transforman,
amplificando, las fuerzas recibidas en señales nerviosas que son transmitidas
por la red aferente a las capas corticales sensoriales primarias (de visión,
oído, tacto, gusto, olfato) del sistema nervioso central. Allí se estructuran
en sensaciones. Una sensación puede ser un color, una forma, una textura, una
temperatura o un olor determinado. No nos ocuparemos de las señales que están
diseñadas para provocar respuestas y reacciones automáticas llamadas actos
reflejos, puesto que no generan propiamente conocimiento. Mediante instrumentos
y aparatos, como por ejemplo, el radiorreceptor, sensibles a otra gama o
intensidad de fuerzas y que las transforman en señales sensibles para los
órganos sensoriales –incluso el microscopio o el telescopio que amplían
nuestras capacidades visuales–, los seres humanos tenemos acceso a otras
manifestaciones de la realidad, las que de este modo se tornan cognoscibles. Puesto
que la mayoría de las señales estructuradas, como las sensaciones recibidas,
son percibidas por la vista (formas, colores, distancias, movimientos), nuestro
mundo es principalmente visual. Podríamos compararlo con el mundo de, por
ejemplo, un perro, cuya visión es un órgano de sensación muy pobre comparado
con sus sensibles oído y olfato. El flujo de señales que llega de los órganos
sensoriales al cerebro es rápido y continuo. Tan cuantioso fluir saturaría en
poco tiempo la capacidad del cerebro si tuviera que procesar y almacenar toda
esa información. Por ello, éste, en el estado de atención, discrimina y
selecciona activamente las señales según intereses muy específicos relacionados
con la conciencia del mundo que lo rodea y necesarios para la supervivencia del
organismo. Las sensaciones que han sido seleccionadas por la percepción se
transforman en el hipotálamo en percepciones y se estructuran eléctricamente en
la red neuronal, llegando a constituir datos o unidades discretas de
información perceptiva.
La diferencia entre sensación y percepción es que la
sensación “mira” –pasivamente– colores y formas, mientras que la percepción
“ve” –activamente– un color, una forma.
La percepción no es una impresión pasiva de los estímulos externos en forma de sensaciones sobre los órganos de percepción, sino que en forma activa e instintiva el sujeto forma estructuras perceptivas correspondientes a la estimulación primaria. Es un proceso de búsqueda, selección y síntesis de la información sensorial bruta para obtener percepciones cuya finalidad es que el sujeto logre distinguir, ya en la imagen, las características esenciales de un objeto real. La correspondencia entre el objeto real percibido y la imagen recordada se efectúa mediante una continua comparación y verificación con las señales que provienen del primero, seleccionando aquéllas que corresponden a sus atributos más relevantes desde el punto de vista del sujeto y de acuerdo a una determinada combinación de patrones innatos y aprendidos. En consecuencia, la facultad de la percepción consiste en una interpretación de las percepciones y su producto es la imagen. El sujeto puede cometer errores perceptivos debido a experiencias sensibles incompletas o fragmentarias. Frecuentemente, él debe hacer una evaluación previa para que estas experiencias sigan el camino para convertirse en conocimiento verdadero.
La percepción no es una impresión pasiva de los estímulos externos en forma de sensaciones sobre los órganos de percepción, sino que en forma activa e instintiva el sujeto forma estructuras perceptivas correspondientes a la estimulación primaria. Es un proceso de búsqueda, selección y síntesis de la información sensorial bruta para obtener percepciones cuya finalidad es que el sujeto logre distinguir, ya en la imagen, las características esenciales de un objeto real. La correspondencia entre el objeto real percibido y la imagen recordada se efectúa mediante una continua comparación y verificación con las señales que provienen del primero, seleccionando aquéllas que corresponden a sus atributos más relevantes desde el punto de vista del sujeto y de acuerdo a una determinada combinación de patrones innatos y aprendidos. En consecuencia, la facultad de la percepción consiste en una interpretación de las percepciones y su producto es la imagen. El sujeto puede cometer errores perceptivos debido a experiencias sensibles incompletas o fragmentarias. Frecuentemente, él debe hacer una evaluación previa para que estas experiencias sigan el camino para convertirse en conocimiento verdadero.
La estructura de la conciencia, que afecta las estructuras
coordinadoras del cerebro, relaciona las percepciones actuales para estructurar
imágenes, pues las unidades discretas de una imagen son las percepciones.
Compara las características percibidas del objeto con imágenes evocadas y crea
hipótesis apropiadas que compara con los datos originales. En las imágenes de
objetos conocidos, que están firmemente establecidos por experiencias
anteriores, este proceso naturalmente se abrevia. Las imágenes pueden ser
almacenadas en diversos conjuntos de neuronas asociativas, estableciendo sus
conexiones. El interés de la conciencia puede mantener una imagen por un tiempo
en estado de impulsos eléctricos en un conjunto de neuronas hasta que se
asientan como memoria permanente, susceptibles de ser evocada cuando sea necesario.
La imagen memorizada es una estructura ubicada en un conjunto estructurado de
conjuntos de neuronas interconectadas, cuyas sinapsis han sido permanentemente
modificadas por proteínas sintetizadas. También el cerebro, en el proceso del
imaginar, elabora o modifica sin cesar multitudes de imágenes, las cuales
pueden existir brevemente en un estado eléctrico en conjuntos de neuronas. La
estructura imaginaria no sólo representa un objeto, una cosa real o
supuestamente real, sino que también persigue reproducirlo. La correspondencia
del objeto imaginado con el objeto real es de importancia decisiva para la
efectividad del organismo en su interacción con el medio externo. La
representación que posee el cerebro debe corresponder con las cosas de la
realidad. Una imagen es el único contenido de conciencia que representa más o
menos un objeto concreto. La fidelidad de la imagen respecto al objeto no
depende tanto de la calidad y cantidad de sensaciones percibidas como de la
aptitud funcional del cerebro para estructurar una imagen, esencialmente
subjetiva, que corresponda lo más precisamente posible con el objeto real,
material y externo. La imagen en tanto unidad psíquica es la primera instancia
significativa del objeto. Dice algo al sujeto de un objeto en tanto unidad
cognitiva estructural.
Lo que conocemos de un objeto y sus manifestaciones es
aquello que perciben nuestros sentidos. El objeto representado por la imagen que
estructuramos está compuesto por una cantidad de “accidentes” o propiedades,
como colores, olores, sonidos, movimiento, textura, dureza, volumen, peso, y
que llegamos a percibir. La imagen no es una representación uno a uno de un
objeto percibido. En realidad, la imagen pertenece a la escala de
representaciones que va de lo genérico a lo específico hasta llegar a
representar al individuo. La imagen genérica de perro puede representar para
una persona un animal de cuatro patas, de tamaño mediano (por decir, entre
elefante y ratón), con piel, ojos atentos, hocico húmedo, entre muy amistoso y
muy bravo, que ladra, etc. Mediante una mayor atención que provea más
percepciones, esta imagen genérica puede especificarse para representar un
inteligente y elegante pastor alemán. Si la imagen llega a reproducir con mayor
detalle al objeto, puede individualizarse para representar mi perro Max.
Asimismo puedo recordar la imagen de mi perro cuando era un cachorro travieso,
inquieto y cariñoso, o imaginarlo cuando sea un viejo gruñón y dormilón. Una
imagen puede referirse a un solo individuo. En tal caso, en la mente, puede
llegar a constituir una unidad discreta de una estructura conceptual que
conforma una relación ontológica. Un concepto o idea es una estructura psíquica
cuyas unidades discretas son imágenes. También una imagen puede relacionarse
con otras imágenes, como una tetera echando vapor posada sobre una hornilla. En
dicho caso, el conjunto se está refiriendo a alguna manifestación del objeto.
Las capacidades para aprender y memorizar, comunes a por
lo menos todos los animales superiores, especialmente los mamíferos y aves, no
son lo mismo que las capacidades para comprender y pensar. Así, funciones
cognoscitivas como razonar, planificar, fantasear, clasificar, acordar, honrar,
burlarse o explicar tienen en los seres humanos su única expresión. La inteligencia
animal, basada en el instinto, es superada por la inteligencia humana, basada
en el pensar racional y abstracto. El concepto “instinto” lo usamos extensa y
corrientemente para referirnos a la inteligencia animal. Pero también los seres
humanos nos basamos en el instinto como parte de nuestro comportamiento
inteligente, pues nuestra inteligencia es, al igual que la animal, también de
imágenes y emociones que se generan y se procesan. Generalmente, instinto se
refiere en primer lugar al comportamiento animal tanto individual como social.
En segunda instancia, se refiere a un comportamiento controlado por factores
externos a su objetivo. En tercer lugar, los individuos de cada especie tienen
formas fijas de comportamiento. En cuarta instancia, estas formas fijas de la
especie, como tejer una telaraña, el individuo lo adapta a las condiciones
particulares. Por último, intrínsecamente, el instinto no es otra cosa que la
relación de una imagen, tanto percibida actualmente como recordada, a una
emoción. Por ejemplo, la novedad es peligrosa, y una rata no se acerca al
veneno dejado en el entretecho por el dueño de casa.
Todas las funciones psicológicas del cerebro, como el
aprendizaje y la memoria, el entendimiento y el pensamiento, las
representaciones más abstractas de las cosas, el juicio que efectúa para
estructurarlas lógicamente, los sentimientos correlativos que se estructuran
acerca de éstas y la intervención intencional sobre las mismas, que estamos
ahora considerando, generan la mente. La mente es la estructura psíquica que
produce el cerebro fisiológico, estando sustentada en éste. Por lo tanto, la
mente no es algo etéreo ni espiritual. Podemos imaginar la relación entre
cerebro y mente como la que existe entre un motor embragado y el mismo en pleno
funcionamiento. Las actividades que allí se desarrollan corresponden a
operaciones rutinarias y exactas que tienen por causa la interacción de la
naturaleza de la fuerza del impulso nervioso de la transmisión sináptica y de
la transducción sensorial dentro de la multifuncional estructura cerebral. El
cerebro combina lo eléctrico con lo químico para producir aquellas estructuras
tan psíquicas pero tan concretas que existen en el estado eléctrico que se
desenvuelve en las neuronas. En su actividad, el gelatinoso y grisáceo seso
produce la poesía, la idea, el amor, la bondad, y estos productos son
estructuras que existen en un estado electroquímico, en conexiones neuronales
y en proteínas construidas, y, por lo
tanto, en una realidad espacio-temporal. La imagen de una vela encendida puede
servir de analogía para comprender al cerebro, sus funciones psicológicas y sus
productos psíquicos. La vela, que representa al cerebro, es un objeto tangible,
palpable. La llama, que representa la mente y sus manifestaciones psíquicas, es
producto de la cera, el pabilo y el oxígeno, que representan las neuronas, sus
conexiones y el flujo electroquímico del cerebro. Aunque aparentemente no es
tan tangible ni palpable como de la vela, la llama no es por ello menos
material y medible. De modo similar, nuestra conciencia y sus contendidos son
tan materiales y funcionales como una llama que ilumina y quema. Para
comprender la llama no es para nada suficiente con analizar la vela. Tampoco
basta con saber cómo se enciende ni a quien ilumina o quema. Es necesario saber
qué es precisamente la llama.
La conciencia es el producto psíquico unificador que
resulta de la estructuración de la cognición, la afectividad y la efectividad.
La cognición aporta sensaciones, percepciones, imágenes y, en el ser humano,
ideas. La afectividad produce pulsiones, emociones y, en el ser humano,
sentimientos; y la efectividad genera conducta reactiva, instintiva y, en el
ser humano, volitiva. Mientras la conciencia animal es de lo otro, en el ser humano
también es de sí. La persona, a través de su conciencia, unifica los diversos
productos psíquicos que generan las funciones psicológicas del cerebro en
combinación a la memoria, y se transforma en un todo unificado, armónico y
equilibrado, con propósito y sentido. Cada escala estructural del sistema
cognitivo es funcionalmente completa por sí misma. El intelecto de una vaca no
es ni racional ni abstracto, pero, en tanto llega a la escala de la imagen y la
emoción, le permite conocer su ambiente de pastizales y a sus congéneres, y las
oportunidades y peligros de su entorno. Recíprocamente, la vaca funciona con
relación a su capacidad cerebral, lo que indica que en dicha escala y sólo en
dicha escala, la vaca es un animal plenamente apto. Si la capacidad intelectual
de una vaca estuviera limitada, sus posibilidades de supervivencia y
reproducción se verían reducidas o anuladas.
Formalmente, la conciencia es la capacidad cognitiva que
posee un sujeto para adquirir la presencia de un objeto y es una representación
psíquica del objeto. Puesto que parte de las sensaciones es afectiva, la
adquisición es también un acto afectivo, en que la presencia del objeto genera
emociones. El objeto es todo lo que se pone al alcance del sujeto. La
conciencia, especialmente en sus escalas superiores de estructuración, es lo
que confiere unidad y armonía al ser humano de modo análogo a como la cultura
unifica el sentir, el pensar y el actuar de un pueblo. Un individuo puede
perder su integridad física al sufrir, por ejemplo, una amputación, pero no por
ello pierde su unidad y equilibrio de persona. Tampoco el tiempo y los
continuos cambios afectan la unidad de la persona. Por el contrario, la
incrementan al adquirir experiencia y sabiduría. Con relación a su existencia
en un entorno un ser viviente tiene unidad cuando tiene conciencia de lo otro y
se sabe sujeto y objeto de relaciones causales. Una cebra puede saber que la
hierba del prado cercano es un buen alimento, que el árbol frondoso vecino
protege del sol y que el león asechando en los matorrales de la izquierda
presenta una amenaza fatal. La escala particular de esta conciencia depende de
la capacidad del individuo para saberse hasta qué punto es sujeto y objeto de
relaciones causales con respecto a otros. La escala de la conciencia de lo otro
es de la totalidad de un sistema nervioso que reconoce en su entorno
oportunidades y peligros. En contraste, una persona tiene unidad cuando tiene
un propósito existencial que surge de la reflexión. La función psicológica de
escala mayor que puede tener un cerebro es la conciencia de sí. El síntoma de
la falta de cordura, que se denomina psicosis en sus diversas manifestaciones
clínicas, es una disociación de la unidad de la conciencia, y consiste en una
pérdida de contacto con la realidad por una incapacidad para efectuar la
comparación entre lo imaginario y lo real y determinar cuál es cual. Su causa
puede encontrarse tanto en fallas específicas de la estructura cerebral que
impiden el funcionamiento normal de alguna estructura en alguna escala
inferior como en deficiencias en los neurotransmisores por la incapacidad del
organismo de sintetizarlos en las proporciones adecuadas. Las neurosis, por su
parte, son heridas de la estructura emocional de la personalidad que quedan
tras las duras batallas por la supervivencia y la reproducción y que si, por un
lado, limitan las capacidades funcionales del individuo, por el otro lo
endurecen para afrontar luchas similares.
Relacionar es otra palabra para estructurar. La acción
estructuradora que efectúa el cerebro no es otra cosa que relacionar contenidos
de conciencia dentro de una misma escala, como combinar imágenes distintas de
una cosa y obtener una imagen más completa de ésta. También se refiere a la
acción de estructurar contenidos de conciencia en una escala superior a partir
de distintos contenidos de conciencia de escala inferior, como a partir de
imágenes de triángulo se llega a estructurar la idea de triángulo. En este
sentido, las imágenes pasan a ser las unidades discretas de la idea, y las percepciones
lo son de la imagen. Este mecanismo responde a la interrogante de cómo el
cerebro adquiere ideas a partir de la experiencia que nos viene a través de
sensaciones de objetos de la realidad, es decir, de cómo produce algo que es
abstracto y universal de algo que es concreto y particular, universal de algo
particular, trascendente de algo inmanente, racional de algo real, estable y
permanente de algo múltiple y mutable. El cerebro relaciona los contenidos de
una misma escala y los estructura en una escala superior, cuyos contenidos los
vuelve a estructurar en una escala aún superior, y así sucesivamente hasta
llegar a la idea más abstracta y universal posible. Los contenidos de
conciencia de escalas superiores siempre están referidos a sus componentes de
escalas inferiores. Toda información cognitiva proviene del medio externo e
ingresa al cerebro a través de los órganos sensoriales. Toda ella es
primitivamente sensación. El cerebro es capaz de sintetizar la información y
ordenarla. La veracidad de un contenido de conciencia, es decir, la calidad de
su correspondencia con el objeto representado, en cualquier escala, está en
relación directa con la fidelidad que llegue a representar la cosa objetivada.
El gran poder de la mente produce contendidos de
conciencia que no están originariamente en los objetos como relaciones
verdaderas de representaciones individuales y concretas objetivas. Por ejemplo,
Sócrates es hombre, todos los hombres son mortales, etc. Además, la mente es
capaz de relacionar lógicamente dichas proposiciones y llegar a la conclusión:
“Sócrates es mortal”. Esta conclusión no está en los objetos de la realidad
objetiva que la mente conoce, pero es perfectamente verdadera, pues corresponde
efectivamente a la realidad objetiva. La capacidad de la mente humana para
relacionar rápida e incesantemente contenidos de conciencia está detrás de una
actividad de continua elaboración y reelaboración. La mente no genera fantasmas
ni elabora fantasías a partir de la nada, existiendo fuera de ella un mundo
real y sensible de donde primero extrae sus representaciones, las almacena en
su memoria y las recuerda cuando es necesario. A continuación estos contenidos
ella los ordena y reordena, los cambia y trastoca, los relaciona y combina
permanente, sintética y críticamente para estructurar unidades en escalas
sucesivamente incluyentes, hasta la obtención de ideas abstractas y
proposiciones, las que, mediante su procesamiento lógico, llega a nuevas
proposiciones, en un proceso que puede ser cada vez más complejo, sutil y
profundo pero inversamente fiel, certero y verdadero. El procesamiento de
relaciones de percepciones, imágenes e ideas que efectuamos en el tiempo, uno
tras otro en infinita y desordenada sucesión, nos permite la concepción de un antes
y de un después, pues la imagen de algo no sólo incluye sus dimensiones
espaciales, también se refiere a la dimensión temporal de la relación causal
que representa. Algo puede ser imaginado en el tiempo sin recurrir al proceso
lógico de que un antes antecede necesariamente a un después. Gracias a esta
capacidad, no sólo podemos planificar, proyectar y programar acciones, sino
también tener un sentido, más que del tiempo, de la historia. También, mediante
las relaciones que hacemos de las imágenes de las cosas, tenemos conciencia de
lo otro, como ocurre con los animales superiores. Pero la capacidad para
ubicarnos aparte y frente a las cosas, que produce la conciencia de sí, la
poseemos sólo los seres humanos. Por ella podemos avergonzarnos, envidiar, envanecernos
y reír, entre una multiplicidad de otras manifestaciones conductuales.
Podemos distinguir tres tipos de pensamiento según sea su
grado de funcionalidad. En primer término, cuando el cerebro llega a tener la
capacidad para recombinar y sintetizar imágenes en ideas tan concretas que
están estrechamente ligadas a las imágenes, hablamos de pensamiento instintivo
o concreto. El pensamiento se hace lógico y ontológico cuando las ideas son más
abstractas, pueden independizarse de sus imágenes y pueden relacionarse entre
sí. En una escala superior, que corresponde a un pensamiento plenamente
abstracto, las relaciones lógicas y ontológicas se efectúan con prescindencia
de imágenes, y utiliza únicamente símbolos, como si representaran cosas. Esta
estructuración lógica de sistemas de relaciones simbólicas, que no necesitan
referencia a ningún tipo de representación de objetos concretos, constituye el
pensamiento abstracto. La estructuración lógica y ontológica de las ideas
posibilita el pensamiento y el lenguaje. La conciencia de sí es la emergencia
del pensamiento reflexivo del sujeto sobre sí mismo, sus operaciones, sus
intenciones y sus acciones. Los dos últimos productos psíquicos de la actividad
cognitiva requieren –el pensamiento lógico y ontológico y el pensamiento
abstracto–, a modo de procesador, de una estructura cerebral y psíquica que
sólo los seres humanos poseemos. No obstante, aún podemos considerar que los
productos del pensamiento abstracto forman parte, como unidades sub-estructurales,
de un producto de escala todavía superior y que es la conciencia de sí. Su
función es establecer la coordinación unificadora de todos los contenidos de
conciencia en sus diversas escalas, como también de los contendidos en los
sistemas afectivos y volitivos. Fundamentalmente consiste en la permanente
comparación de los contenidos de conciencia, ya estructurados y hechos
presente, con los objetos de conocimiento proporcionados en nuestro contacto
con la realidad, con el objeto de lograr la verdad.
En la escala de las ideas parte de la función
cognoscitiva consiste en relacionar las representaciones con símbolos. Estos
pueden reemplazar las representaciones de imágenes, pudiéndose emplear tanto
para pensar lógicamente como para comunicarse con los demás a través del
lenguaje. El lenguaje es específicamente de ideas asociadas a imágenes
significantes, mientras que el pensamiento puede estar continuamente referido a
imágenes reales a causa de la enorme funcionalidad del cerebro, como cuando uno
piensa en la idea de triángulo y lo refiere a la imagen de un triángulo
concreto. El cerebro, específicamente el centro de Broca, puede también, en
cualquier instante, volver a la representación que había simbolizado por una
palabra. El reflejo condicionado de Pavlov nos señala que una imagen
olfativa-gustativa (un apetitoso bife) puede relacionarse con una imagen
auditiva (el timbre). Si un perro obedece a una voz del amo, no es porque
entienda el lenguaje conceptual que usa el amo, sino porque relaciona una
imagen auditiva con una imagen de una acción que debe ser ejecutada. Las
actividades lógica y ontológica requieren una conciencia en plena vigilia.
Cuando una persona duerme, estas actividades no pueden desarrollarse. El sueño
no contiene conceptos, sino que únicamente imágenes. Sin embargo, como Freud
descubrió, el contenido del subconsciente puede manifestarse en los sueños y
expresarse a través de imágenes oníricas que de alguna u otra manera simbolizan
las relaciones lógicas u ontológicas reprimidas. C. G. Jung, en especial,
descodificó los símbolos que se vinculan arquetípicamente a imágenes
particulares, de modo que se facilita mucho la interpretación de los sueños.
El cerebro humano puede no sólo producir estructuraciones
psíquicas a partir de escalas inferiores, sino que también puede hacer el
camino inverso. Por ejemplo, el arte poético es la habilidad para estructurar
una imagen a partir de conceptos. El natural orden de estructuración del
conocimiento es revertido por el artista con el propósito de obtener una imagen
que contenga una síntesis conceptual. Corrientemente, esta operación es
metafórica, esto es, se vale de la analogía. El poeta, el artista o el
publicista asocia dos relaciones de escalas distintas pero cuyas conexiones
ontológicas, causales o lógicas son equivalentes. Desde el punto de vista
afectivo, la imagen tangible, por ejemplo, una obra de arte, al portar por
analogía una representación de la realidad de una escala superior, es decir,
una idea, también contiene el sentimiento que se relaciona con ésta, pero no
necesariamente la emoción que se asocia usualmente con la imagen, ambas de una
escala inferior. Más precisamente, el poeta apela no tanto a nuestro
pensamiento conceptual-lógico, que sería el objetivo de un pensador, sino que a
nuestros sentimientos. También una mentalidad idealista hace el mismo camino
reverso que el poeta. La imagen que estructura no proviene inmediatamente de
sus percepciones, sino de sus ideas abstractas. Si imagina un triángulo, lo
hará en forma ideal, sin las particularidades absolutamente concretas de la
imagen.
Las numerosas dificultades que enfrenta el análisis del
dominio epistemológico-psicológico pueden dividirse en general en dos grupos:
aquéllas que se suscitan cuando se trata de definir las funciones psicológicas
del cerebro identificándolas erróneamente con una mente de naturaleza
espiritual, y aquéllas que derivan de considerar el cerebro dividido únicamente
en niveles dentro de una misma escala supuestamente homogénea. Esta teoría
supone un sujeto cognitivo real, material, interno y activo que es afectado, y
que existe en oposición a un objeto real, material, externo y pasivo que
afecta. Supone también, en contra del dualismo cartesiano, un sujeto unitario,
no dualista, ni compuesto por espíritu (mente) y materia (cerebro). Se opone
igualmente al pensamiento kantiano que afirma que la mente (razón) inmaterial
del sujeto material conoce un objeto inmaterial e interno del entendimiento, y
no al objeto material externo. También se opone a la concepción conductista que
niega la posibilidad de conocer al sujeto, al que califica como “caja negra”,
si no es a través de reacciones del sujeto ante estímulos externos.
Para explicar esta teoría hay que señalar, en primer
lugar, que el funcionamiento de las cosas del universo se caracteriza porque
todas las cosas son estructuras funcionales, esto es, ejercen o son receptores
de fuerzas específicas, y porque cada estructura es subestructura de una
estructura de escala superior y contiene subestructuras que son estructuras de
escala inferior. Una estructura es funcional no sólo respecto a sí misma,
también lo es respecto a sus subestructuras y sus funciones. En segundo
término, el cerebro es el órgano regulador y coordinador de un organismo
viviente que se auto-estructura en un hábitat determinado. Este consiste en un
ambiente ambivalente capaz de proveer, pero que tiene a la vez la potencialidad
para limitar y destruir. El sistema nervioso central ha evolucionado para
adquirir información del medio y para generar en el organismo una respuesta
apropiada de búsqueda de alimento y cobijo, de huida ante el peligro o de
defensa ante un ataque. Así, el cerebro es un órgano que ha evolucionado desde
que en el sistema nervioso aparece la cefalización a causa de que los ganglios
situados en la parte anterior del individuo adoptan funciones más
especializadas y complejas. El estado evolutivo superior corresponde al cerebro
humano. Entre el más primitivo cerebro y el cerebro humano la evolución ha
consistido en una estructuración a través de una serie de escalas muy
determinadas, de modo que el cerebro más evolucionado contiene la totalidad de
las estructuras, y el menos evolucionado, sólo la estructura primera. Existen
organismos en todas las escalas de conciencia de estructuración. Estas son una
escala básica de la conciencia sensible (sensación cognitiva, sensación
afectiva y pulsión), una escala media de la conciencia de un medio externo
(percepción, impresión e instinto rígido), una escala mayor de la conciencia de
lo otro (imagen, emoción e instinto plástico) y una escala superior de la
conciencia de sí (idea, sentimiento y volición).
En tercer lugar, el cerebro es una estructura fisiológica
que tiene funciones psicológicas destinadas a producir estructuras psíquicas.
El tipo de estructuras psíquicas depende de dos parámetros: la función
psicológica específica del cerebro y la escala de estructuración. Referente a
este primer parámetro, existen tres tipos de funciones psicológicas
específicas: la afectiva, la cognitiva, que en el ser humano es cognoscitiva y
la efectiva, que en ser el humano es específicamente volitiva. Para interactuar
con el medio externo (incluido su cuerpo) todo organismo con sistema nervioso
central necesita tener información sobre el ambiente; segundo, necesita evaluar
dicha información en términos de si le es beneficiosa o dañina, y tercero,
necesita responder a dicha información para aceptar lo que le beneficia y
rechazar lo que le puede dañar. En otras palabras, el conocimiento sirve para
actuar adecuada y oportunamente. En cuarto término, para ser efectiva la
funcionalidad es unitaria, esto es, tanto la estructuración fisiológica como la
producida psicológicamente están jerarquizadas, teniendo un centro psíquico
unitario, armonizador, equilibrado de escala máxima relativa que denominamos
conciencia. De este modo, tenemos toda una jerarquía estructural
afectiva-cognitiva-efectiva de escalas sucesivamente incluyentes que se
unifican en sus respectivos tipos de conciencias. En quinto lugar, los
contenidos de conciencia se estructuran en escalas distintas, y en éstas se
relacionan de modo jerárquico e incluyente. El grado más alto de la estructura
psíquica, o escala superior, corresponde a la conciencia de sí. Ésta relaciona
las unidades más globales producidas por el pensamiento abstracto y lógico, y
les otorga una unidad última. Le sigue en jerarquía la estructura del
pensamiento denominado abstracto. Ésta, que consiste en relaciones lógicas de
juicios o proposiciones constituidas por conceptos (que son las ideas abstractas),
corresponden a la estructura del pensamiento lógico. A su vez, el producto del
pensamiento lógico está compuesto por unidades discretas de ideas o conceptos
estructurados de acuerdo a las operaciones de conjuntos y que emanan del
pensamiento instintivo, el cual relaciona únicamente ideas concretas.
Descriptivamente, la mente puede describirse
analógicamente como una fábrica que contiene divisiones, las cuales están divididas
en talleres, y éstos poseen máquinas. Digamos que las máquinas son las neuronas
que procesan, en la escala de talleres, las sensaciones y producen
percepciones. Los talleres procesan las percepciones y producen imágenes. Las
divisiones obtienen ideas a partir de los insumos generados por los talleres.
Si éstas pasan a través de la unidad de procesamiento lógico de la fábrica, el
producto final son los juicios y proposiciones, para concluir en la
profundización de la conciencia. Todas estas etapas recurren a bodegas, que
representan memorias, para almacenar tanto los insumos como los productos
terminados.
La abstracción
Aquello que ha admirado a
los filósofos es, por una parte, la capacidad del intelecto para tener ideas
abstractas. Éstas se refieren a conjuntos de cosas relacionadas no causalmente,
cuando la realidad se presenta como una multiplicidad de cosas sin
aparentemente sin relación que no sea la causal. La idea de triángulo se aplica
a todas las figuras de tres lados sean del tamaño y del material que fueren. Por
la otra, a ellos les admira la capacidad del intelecto para avanzar desde la
multiplicidad de lo individual hacia la unidad de lo universal. ¿Será que
dichas capacidades de la mente son un reflejo de la realidad? Si atendemos a
ésta, advertiremos que las cosas se relacionan con otras cosas que pertenecen a
la misma escala, que son de escalas inferiores incluidas o que son de escalas
superiores incluyentes. En consecuencia, si nuestro intelecto puede abstraer
elementos significativos y comunes de las cosas y puede universalizarlos, no es
porque tales elementos son anteriores a las cosas, perteneciendo a las ideas,
sino porque las cosas están constituidas primero por dichos elementos que el
intelecto luego relaciona, comprendiéndolos. Ciertamente, la inteligencia que
poseen los individuos de nuestra especie evolucionó exigida por la existencia
de la lucha por sobrevivir justamente en la realidad, y no surgió ya habilitada
para dirigir la lucha.
Gracias a nuestro
pensamiento abstracto, nosotros tenemos la capacidad para relacionar las
representaciones concretas de las cosas individuales y estructurar ideas
abstractas y más universales por lo que les son en común. La idea de lápiz que
una persona puede tener contiene, como sus unidades discretas, las múltiples
imágenes de los lápices de los que ella en particular ha tenido experiencia,
esto es, formas, colores, materiales; y todos estos elementos, que pueden
variar infinitamente, conforman específicamente lo que es común a todos estos
artefacto concretos. Aquello que es común a todos ellos es la esencia y produce
una idea o un concepto. La esencia no es algo que una cosa tenga en sí misma,
como sería en Aristóteles, sino que es aquello que toda cosa tiene pero sólo en
cuanto objeto de conocimiento, siendo el intelecto que se la imprime cuando se
conoce la cosa. Se compone de la esencia correspondiente a la estructura de la
cual es una unidad discreta, que es su parte genérica, y de la esencia
correspondiente a su propia función, que es su parte específica, por ejemplo,
planeta con biosfera, tablero apoyado-en-patas, rumiante lechero,
artefacto-volador autopropulsado. Cualquier ser de cualquier escala puede ser
definido por la estructura superior de la que forma parte y por su función
específica más relevante. La idea de lápiz que una persona llega a tener es similar
a la idea de lápiz de otra persona que también ha tenido experiencias con
lápices; la diferencia es que las experiencias son personales. Esta idea
personal puede ser perfeccionada por la comunicación de las experiencias de la
otra persona, como cuando esta otra persona le informa a la primera que, por
ejemplo, un lápiz contiene una mina de grafito a lo largo de su eje. Incluso le
puede definir la esencia de un lápiz a la primera si ésta nunca ha visto o
tenido un lápiz en sus manos. Siendo entonces la idea una representación
abstracta en la mente humana de una cosa concreta e individual, que es
universal y necesaria en cuanto se aplica a todas las cosas del mismo tipo, y
que es además comunicable y, por lo tanto, compartida, codificable,
memorizable, los idealistas han llegado a suponer que la idea trasciende la
cosa hasta el límite de existir en forma independiente de las cosas concretas.
Mientras más universal es
una esencia, mayor cantidad de entes individuales participan de ella; de igual
manera, aunque ella sea considerada más fundamental, menor es la parte de la
esencia individual que es participada, pues los caracteres, o elementos
comunes, son menores. En la medida que los rasgos fenoménicos comunes son más
básicos, éstos se pueden predicar de una mayor cantidad de individuos. El
extremo absoluto de esta escala es la noción única de ser, la esencia más
universal de todas, ya que ésta puede predicarse de todos los individuos que
participan de ella y se extiende a la totalidad de los individuos del universo.
El extremo absoluto opuesto corresponde a la pluralidad de los individuos
singulares. Las unidades inteligibles, o esencias, entre ambos extremos están
referidas, en el primer caso, a conjuntos más particulares y, en el segundo
caso, a conjuntos más generales mutuamente especificados (o intersectados). En
consecuencia, toda esencia se relaciona a las otras esencias en cuanto a la
cantidad de entes y, en último término, a la unidad y universalidad del ser.
La abstracción en la
construcción del concepto a partir de imágenes e ideas más concretas y
particulares es una función cognoscitiva de nuestra estructura cerebral por la
cual se realizan una serie de operaciones. Primero, considera dos o más
conjuntos de imágenes o ideas más particulares. Segundo, los analiza separando
sus elementos constitutivos. Tercero, compara estos elementos. Cuarto, agrupa
aquellos elementos similares en un nuevo conjunto de escala superior. En
consecuencia, por la abstracción se agrupan los caracteres comunes de diversos
conjuntos en un nuevo conjunto que los contenga y que denominamos “idea”, sin
importar la cantidad de conjuntos individuales, o representaciones, que lo
compongan, pues lo que importa es que el resultado sea una entidad que conforma
una unidad discreta de una estructura de escala superior que incluye las cosas, uniéndolas en un conjunto
por lo que las define, y que excluye las cosas que caen fuera de la definición
o esencia. Nuestra mente es tan ágil que cuando piensa está también imaginando,
de modo que una idea no se piensa en “vacío”, sino que va acompañada
corrientemente por coloridas imágenes más concretas. El sistema del pensamiento
es un proceso cognoscitivo cuya función es correlacionar críticamente nuestro
mundo subjetivo y personal de representaciones e ideas con el mundo objetivo de
cosas reales, adecuando y modificando permanentemente el primero al segundo
hasta hallar la correspondencia o adecuación más completa que nos es posible.
Mediante el análisis, sometemos las relaciones causales al rigor de la lógica.
Mediante la síntesis, sometemos las conclusiones de la lógica a las relaciones
ontológicas. El objetivo de este proceso es el juicio correcto que se
identifique con una proposición verdadera y llegar a verdades universales que
engloben conceptos y juicios de menor escala.
La abstracción es la
capacidad de nuestro intelecto para construir o estructurar relaciones
ontológicas. No es, como lo entiende la epistemología aristotélica, la
asimilación o la captura de la forma inmaterial de la cosa concreta por el
intelecto. La forma contendría la esencia, y tras tener la experiencia de uno
de estos entes, se conocería al resto de los entes de la misma forma. Se
supondría que la esencia tiene una naturaleza anterior al ente, pudiendo ser
compartida por un número de ellos. Por el contrario, la idea es una producción
de nuestro pensamiento a partir de la experiencia de cosas cuyas imágenes, y no
sus formas, llegamos a conocer. Cuando relacionamos una cantidad de entes por
sus imágenes, no sólo distinguimos aquello que tienen en común y que los
diferencia del resto, sino que también los ubicamos como perteneciendo o
formando parte de otros entes. Aquello que los agrupa por lo que tienen en
común constituye una idea. Por ejemplo, si son artefactos para desplazarse y que
tienen en común manubrio, sillín, dos ruedas y pedales, son ‘bicicletas’, y si
tienen además motor, son entonces ‘bicimotos’. Únicamente los seres humanos
tenemos el poder de abstracción y de razonamiento que nuestra enorme capacidad
cerebral nos otorga para, en una primera instancia, generar ideas abstractas y
producir una relación ontológica. Ésta puede ser tan abstracta que no llegue a
tener una referencia directa con algo concreto.
Si una imagen es la
representación en la mente de una cosa individual concreta, una idea es la
representación del común denominador de un conjunto de cosas individuales y/o
conceptos abstractos, que es la estructura de escala superior que las engloba,
pues ésta relaciona en sí misma una cantidad de entes más o menos concretos por
lo que tienen en común. La referencia de los diversos entes a una sola esencia
es lo que se puede denominar ‘relación ontológica.’ La relación ontológica
corresponde a las partes de las esencias de las cosas que son comunes entre ellas.
Entre la diversidad de cosas que experimentamos algunas de ellas tienen un
tronco enraizado en el suelo que se proyecta hacia arriba en follaje. A tales
cosas las podemos reunir bajo un concepto que podemos denominar “árbol”, siendo
su esencia el ser un vegetal leñoso. Una relación ontológica termina por
adquirir formalmente la estructura de una proposición o un juicio que contiene
un sujeto y un predicado. Cuando advertimos que el follaje es verde, podemos
decir “el árbol es verde”.
El producto del proceso
del conocimiento abstracto es el concepto o idea. Pero, primero, conviene
hacerse la pregunta: ¿hasta qué punto el conocimiento obtenido en este proceso
corresponde a la realidad objetiva? El proceso comienza con la estructuración
de sensaciones a partir de las señales provenientes del objeto. Nótese que
nuestra noción de objeto no es lo que el entendimiento provee, según la
tradición kantiana, sino que denominamos objeto a aquello que es directamente
externo a nuestro intelecto y que emite señales que nuestros sentidos pueden
recibir; es decir, el objeto es una cosa referida a nuestro conocimiento. A
partir de estas señales, los sentidos de sensación integran sensaciones para
terminar produciendo percepciones que el intelecto organiza en imágenes. En una
escala superior las imágenes conforman ideas, las que por la abstracción se
consolidan en conceptos o ideas de carácter más universales. Las ideas, o
conceptos, son las esencias de los entes, u objetos referidos a nuestro
conocimiento conceptual. Nótese además que en este proceso no existe ninguna
dualidad entre lo material y lo espiritual. Todo en él son fuerzas y
estructuraciones cerebrales de representaciones psíquicas de estructuras y
fuerzas existentes en nuestro universo de materia y energía.
La relación ontológica
necesita tan sólo una coordenada en el proceso del conocimiento: la cantidad.
Con el objeto de poder visualizar este mecanismo podemos imaginar lo siguiente:
a lo largo de su único eje se pueden ubicar los diversos momentos de conocimiento
según pertenezcan a ideas más o menos abstractas. Uno de los extremos de esta
abscisa queda ocupado por la multiplicidad de lo individual. Esta es una
pluralidad de seres individuales sensibles, cada uno de los cuales es percibido
y representado en tanto imagen como una singularidad, pero sin relevancia
ontológica en tanto no se relacione con otros entes, pues el conocimiento
objetivo es de lo plural, no de lo singular, la razón es que lo singular no
está referido a algo. El otro extremo corresponde a la unidad de lo universal,
es decir, al mismo ser, que comprende la totalidad de las cosas inteligibles,
donde el ser no es una cosa, sino un concepto o una idea que se predica de
todas las cosas en cuanto objeto de conocimiento. Entre medio se encuentran las
ideas según su grado de universalidad y abstracción.
Explicamos que el cerebro
humano evolucionó presionado por las exigencias de una mejor adaptación al
medio. Para sobrevivir un ser humano necesita conocer la realidad lo más
fielmente posible. La definición tomista de verdad es la correspondencia del
intelecto con la cosa (adequatio
intellectus rei), que es la correspondencia entre la representación abstracta y lo concreto representado. Sin
embargo, podemos fácilmente constatar que las personas difieren mucho
respecto la realidad y, siguiendo el
principio de no contradicción, sólo habría una posición verdadera y las
restantes serían falsas. Ciertamente, la ciencia no tolera discrepancias ni
falsedades; ella se relaciona con relaciones causales que dependen de leyes
naturales. En cambio, en política, religión o filosofía existen innumerables
posiciones o puntos de vista para cada idea, proposición o tema y es
virtualmente imposible ponerse de acuerdo. La razón es que en la misma medida
que aumenta la abstracción, aumenta la complejidad y la distancia a la verdad.
La verdad es posible obtener cuando se logra considerar todas las variables en
sus justos parámetros e incidencias, lo cual es humanamente muy difícil de
alcanzar.
16. LOS LÍMITES DEL CONOCIMIENTO HUMANO
La realidad nos es
mucho más misteriosa que el conocimiento que podamos obtener de la experiencia
de ella si consideramos las limitaciones humanas. La realidad debe entenderse
como todo aquello que nos rodea, puesto que somos sujetos de conocimiento,
mientras que el objeto de nuestro conocimiento es la misma realidad. En el
proceso de conocer los contenidos de conciencia pueden teñirse con nuestro
subjetivismo y la verdad se oscurece en la misma medida. La distancia entre la
realidad objeto y nosotros como sujeto es muy grande y más vale la pena tener
conciencia de ello para procurar evitar los errores normales en el
entendimiento de la realidad. La verdad es la correspondencia entre la realidad
y nuestros contenidos de conciencia, en la cual esta relación no es uno a uno,
puesto que un contenido de conciencia es sólo un reflejo de la realidad. Por un
lado un contenido de conciencia se encuentra en nuestra mente, que es la
actividad de las neuronas y sus procesos electroquímicos, mientras que los
objetos que aprehendemos y llegamos a conocer existen en la realidad. Por el
otro lado un contenido de conciencia, como una idea, es abstracto y universal,
mientras un objeto de la realidad es concreto y particular.
Si el conocimiento
de la realidad es posible, es porque una mayor aptitud para sobrevivir ha sido
el motor de la evolución biológica que nos ha otorgado esta capacidad. El
conocimiento se ha hecho necesario para
la adquisición de alimentos y cobijo y la protección de los peligros a nuestra
vida. Tras una larga evolución biológica nuestra aptitud cognitiva de humanos
se ha visto realzada por nuestra capacidad de pensamiento racional y abstracto,
siendo nosotros de entre todos los organismos biológicos los únicos que
poseemos dicha capacidad. Por ésta, en la realidad que conocemos hemos
conquistado mayores y mejores nichos biológicos
̶ que en nuestra época industrial se refiere a recursos económicos
̶ y hemos podido desplazarnos por la faz
de la Tierra, tanto en tierra como en el mar y en los últimos tiempos, por el
aire, el mundo submarino y hasta el espacio exterior.
En el proceso de
conocer, empezamos a aprehender los diversos objetos de la realidad para
transformarlos en diversos contenidos de conciencia a través de los cinco
sentidos de percepción. El producto primario son las sensaciones. Un conjunto
de éstas relacionadas con un objeto se organizan en una percepción. Un conjunto
de percepciones se establecen en una imagen. Como se indicó más arriba, sólo
los seres humanos tenemos la capacidad para adquirir una idea que está fundada
por imágenes. Lo que es distintivamente humano es nuestra capacidad para
abstraer ideas e ir de ideas más particulares a ideas más universales, hasta
haber llegado hace unos 2.500 años atrás a la idea más universal de todas que
es la idea de “ser”. El ser se predica de todos los objetos de la realidad
cognoscible y hasta de la imaginación. También podemos ordenar lógicamente las
ideas, de modo que si las premisas son verdaderas, la conclusión, que no está contenida
en las premisas, también resulta ser verdadera, lo que resulta además en un
conocimiento nuevo. Por último, los seres humanos podemos distinguir la causa y
su efecto de un proceso que observamos en la realidad material. Entendiendo el
comportamiento del proceso particular, podemos deducir la ley natural, que se
verifica en todo el universo siempre que las condiciones sean las mismas.
El método de la
ciencia moderna debe mucho a los experimentos de Galileo Galilei (1564-1642).
Para demostrar una hipótesis es necesaria la acción empírica. Para llegar a la
certeza de la demostración, que es la cualidad innegable e inequívoca de una
conclusión, se hace necesario también superar la inducción y comprender la
relación causal de los elementos en juego. Un ejemplo puede lustrar esta
distinción. Si ponemos una olla con agua pura al fuego y medimos con un
termómetro la temperatura a la cual ebulle, observaremos que el termómetro
llega a los 100º C al nivel del mar y a un poco menos sobre una elevada montaña.
Podemos realizar el experimento muchas veces, lo que se llama el método
inductivo, pero nunca alcanzaremos el grado de certeza necesario que nos dé una
completa seguridad, ya que alguna vez el experimento nos podría dar otro valor.
Pero si llegamos a comprender, ya sea teórica o experimentalmente, que la
energía que adicionamos al agua después de alcanzar la temperatura de
ebullición se la lleva el vapor de agua que se va mezclando en el aire,
entonces podemos concluir la ley universal de que con certeza el agua hierve a
los 100º C a la presión de una atmósfera.
La ciencia ha
podido avanzar a gran velocidad y desarrollarse a paso seguro por la
comprensión de la forma de cómo las cosas del universo se comportan y
funcionan. Ella ha llegado a entender que en cualquier proceso las cosas se
relacionan entre sí mediante el intercambio de energía por el cual, en una
relación particular unas cosas son causas y otras son efectos. En este universo
de causalidades los permanentes cambios y transformaciones, entre el nacimiento
y la muerte de algo, lo que existe detrás son múltiples procesos. En un proceso
su duración determina el tiempo y su extensión establece el espacio, de modo
que se puede razonar que tanto el tiempo como el espacio son posteriores a la
concentración de la energía en materia.
La materia tiene un modo tan específico para interactuar y transformarse que se
habla de leyes universales. Las cuatro fuerzas empleadas que son conocidas
actúan de manera muy precisa y prefijada. Igualmente las partículas fundamentales
y las estructuras más complejas que se originan son determinadas y
circunscritas a lo posible.
El cuerpo de
conocimiento de la ciencia ha sido construido con el aporte de una multitud de
hombres de ciencia. Allí puede haber grandes lagunas de conocimiento, pero no
pueden existir notas discordantes ni contradictorias. Cualquier nuevo aporte
válido que es contradictorio a lo aceptado obliga a la comunidad científica a
revisar dicho cuerpo en ese respecto hasta conseguir el ajuste requerido, algunas
veces provocando un cambio de paradigma. El campo de acción de la ciencia se
restringe al universo material. Muchos suponen que la realidad que captan los
sentidos y que conforman la experiencia humana es la única realidad existente,
sobre todo después del avance del empirismo inglés y el gigantesco desarrollo
que ha tenido el saber científico en los dos últimos siglos, y no pueden
imaginar que la realidad pueda ser infinitamente mayor y que abarque esferas
más allá de lo material. En lo que se puede concordar es que lo que la ciencia
puede decir es algo verdaderamente objetivo y es además probablemente cierto,
pero existe una gran distancia a la afirmación de los empiristas de que lo que
la ciencia dice es lo único que un ser humano puede saber.
Incluso hay quienes
piensan que si se pudiera recoger y acumular toda la información del mundo en
grandes bancos de memoria electrónica para luego procesarla computacionalmente,
se podría llegar a conocerlo todo para luego controlarlo todo. Aquellos no
comprenden que la experiencia aprehende sólo la realidad concreta y particular,
que es aquella realidad que podemos observar directamente ̶ inclusive con instrumentos ̶ y que puede constituir datos o bits de
información. Sin embargo, sólo nuestra mente puede llegar a conocer, más allá
hasta ahora de las capacidades de la computación electrónica, las relaciones
que podemos encontrar en la realidad mediante la abstracción. Ésta consiste en
elevarse en universalidad desde el dato conceptual de información sensorial,
que está en la base más particular y concreta posible de las escalas. Nuestra mente, que posee la
capacidad de pensamiento abstracto, capacidad que los empiristas niegan y que
una computadora no posee, relaciona diversos entes de una escala inferior y los
sintetiza como relación ontológica en una escala superior de universalidad y
así sucesivamente, de manera que ella puede relacionar entes de la realidad
concreta y obtener conocimiento ulterior que puede ser también verdadero. En
otras palabras, el mundo computacional falla tanto como la ciencia en lograr
responder a las inquietudes más acuciantes de los seres humano como, ¿qué es la
vida?, ¿cuál es su significado?, ¿por qué tendremos que morir?, ¿qué es la
libertad?, etc.
La filosofía se ha
erigido desde muy antiguo en la disciplina que pretende responder a estas
preguntas. A diferencia de la ciencia ella no llega a formar un cuerpo de
conocimiento filosófico. Históricamente,
la discusión filosófica se ha centrado, no en la esfera de la lógica ni
siquiera en el de la metafísica, sino se origina en la epistemología, es decir,
en si la verdad de lo que se puede conocer proviene de propiedades innatas y
metafísicas y/o de la experiencia sensible, y la postura adoptada en esta
discusión determina la totalidad del discurso filosófico particular. Las
posturas filosóficas personales y de escuelas filosóficas han ocupado todo el
espectro de posibilidades. De ahí que cada filósofo haya especulado sobre las
interrogantes más vitales de manera personal y desvinculado de un todo
coherente, como demandando que cada uno debería hacerse cargo por sí mismo de
inquirir sobre esta realidad. Sin embargo, sería posible concordar en una sola
verdad filosófica si el punto de partida de
estas relaciones ontológicas cada vez más abstractas y universales que nuestra
mente tiene la capacidad para realizar partiera de la experiencia sensible sujeta
a la objetividad del conocimiento científico y fuera independiente de
prejuicios empiristas o de cualquier otra escuela.
Es claro que los empiristas más extremos no
reconocen la posibilidad de un pensamiento abstracto, probablemente porque
estarían aceptando un tipo de pensamiento que niegan. Epistemológicamente
hablando, lo que es más significativo de la especulación filosófica es que en
las escalas más abstractas y universales la mente humana puede relacionar
abstractamente diversos y múltiples aspectos de la realidad sensible y
concreta, como si ésta se prestara a este esfuerzo. Brillantes teorías
científicas, como la evolución, las ecuaciones de Maxwell, la relatividad, la
mecánica cuántica, etc., se han valido de este empeño. Lo mismo cabe decir
ciertamente de las teorías filosóficas. Incluso para comprender estas teorías
un ser humano debe efectuar un esfuerzo del mismo orden en una escala
abstracta. La realidad es más que la multiplicidad infinita de objetos
concretos que nos son sensibles a los sentidos. Estos objetos no sólo están
naturalmente relacionados causalmente entre sí, sino que también nosotros los
relacionamos de modo significativo, pudiendo reconocerles jerarquías, valores,
finalidades, funciones, proximidad, orden, modo, etc.
Ambos tipos de
conocimientos, el filosófico y el científico, se diferencian básicamente por el
modo de preguntar a la realidad; la filosofía pregunta, ¿qué son?; la ciencia,
¿cómo son? La filosofía explica el universo como una totalidad y la ciencia lo
ve compuesto de partes que deben explicarse. Lo que la filosofía resalta del
universo pretende ser lo fundamental y permanente; para la ciencia es lo que
cambia y se transforma. La filosofía persigue entender el sentido y la esencia
de las cosas; la ciencia se centra en las relaciones causales. Ambas no logran
sin embargo abarcar la totalidad de la realidad posible de conocer por los
seres humanos, quedando mucho aparentemente sin develar. Hay cosas que se
omiten, se olvidan, se desechan, no se atestiguan, no se comprenden o no se
quieren comprender.
Adicionalmente, la
realidad que nos es posible conocer en esta vida pertenece al universo
material. Éste es aquél de materia y energía cuántica, de tiempo y espacio, de
nacimiento, transformación y muerte. Podemos tal vez inferir que la realidad
que no podemos conocer en nuestra vida es infinitamente superior y maravillosa.
Pertenece a lo eterno y a la energía primigenia, que se identificarían con
Dios. Según nos indican algunas experiencias cercanas a la muerte (ECM), que se
pueden leer en www.nderf.org (leer en castellano, por ejemplo, las experiencias16076, 16074, 7663,
7602, 7578, 7510 y un sin número de experiencias extraordinarias más), Dios es
amor incondicional e intenso, también es seguridad, calor, protección, paz,
tranquilidad, armonía, aceptación. Además, en Él nos sentiremos plenos en
conciencia, conocimiento, comprensión, libertad, felicidad, confianza, amor,
satisfacción, pertenencia, etc. Si encontramos nuestro mundo terrenal maravilloso
y nos sentimos dichosos de vivir allí, podríamos preguntarnos cómo será el
conocimiento y la existencia junto al creador de aquél.
En nuestra cultura
contemporánea agnóstica y sin fe el problema es que nos resulta imposible
aceptar culturalmente una realidad cuya existencia no se puede demostrar. Por
el contrario, todo en ellas apunta a independizarnos de fuerzas no humanas y
contar con la razón para solucionar todos los problemas de nuestra existencia.
Atribuimos a la razón humana la comprensión de las leyes naturales y el dominio
que ejercemos sobre éstas. En el mundo que hemos construido Dios no tiene
cabida y creer en Él es signo de superstición o demuestra la estupidez de
algunos. Pero, como una maldición, el mundo que hemos construido nos ahoga en
sus ofrecimientos y nos esclaviza a sus objetivos, no dejándonos reflexionar ni
actuar por nosotros mismos. Si tuviéramos un poco más de libertad de este mundo
cultural que tanto nos constriñe, podríamos reconocer la realidad que se nos
está escapando y encontrar el sentido más profundo de nuestras existencias y su
verdadero destino en la transcendencia.
17. CRÍTICA DE LA CIENCIA A LA EPISTEMOLOGÍA
FILOSÓFICA
Introducción al tema
La contradicción fundamental en el discurso filosófico
del ser, surgida tras los postulados antagónicos de Parmédides y Heráclito, fue
superada sólo cayendo en la dualidad espíritu materia, en contra del ideal de
la unidad natural del universo, el que contiene sólo lo múltiple y lo mutable
de la materia. Siguiendo a Platón, la filosofía ha supuesto que la unidad y la
inmutabilidad están vinculadas con la inmaterialidad de la idea, en tanto que
la multiplicidad y la mutabilidad pertenecen a lo caótico del mundo sensible.
De ahí se supuso que la idea debe ser concebida por una mente de naturaleza
inmaterial y, por tanto, espiritual. Se ha supuesto también que es imposible
adquirir proposiciones de carácter trascendental a partir de la experiencia del
mundo sensible, siendo ello posible únicamente por una acción de una razón de
naturaleza espiritual. La ciencia, por su parte, ha encontrado que esta
dualidad es un concepto artificioso y erróneo, pues contradice la realidad que
ha ido descubriendo, siendo la unidad del universo lo central y siendo además
lo múltiple y mutable su forma de ser.
La historia para explicar qué conocemos constituye una gigantesca
empresa que emprendió la filosofía desde sus mismos albores en la antigua
Hélade, cuando en la comprensión del universo, en las cosas que contiene y en
el acontecer, buscaba encontrar la racionalidad y el sentido de todo. En la
filosofía podemos destacar algunos aspectos fundamentales que ahora, desde la
perspectiva científica, siguen tan vigentes, mientras que otros aspectos
resultan ser suposiciones, creencias, pretensiones y teorías ingenuas. El punto
de vista científico, que persigue explicar el ‘cómo’ de las cosas del universo
mediante la observación, la experimentación y verificación, y la formulación de
hipótesis y teorías, ha puesto en jaque la labor y el fruto de los más
eminentes y dedicados pensadores que la humanidad ha tenido al ir desentrañando
la realidad en la medida que ha ido develando la causalidad en el acontecer.
Como resultado de este quehacer, la ciencia ha transformado radicalmente la visión
que los seres humanos habían forjado por siglos de Dios, del universo y de sí
mismos. Este proceso se está verificando ante nuestras propias narices, en una
revolución cultural sin precedente.
Para solucionar el problema filosófico ‘qué son las
cosas’, fue necesario pasarse al problema epistemológico ‘qué conocemos acerca
de ellas’. En gran medida la polémica histórica fundamental de la epistemología
ha radicado en si las ideas tienen o no existencia propia, en si son o no
independientes de la razón, en si son o no anteriores a la experiencia
sensible, en si son o no de naturaleza distinta al mundo sensible, en si se
refieren a muchas cosas o a cosas estrictamente individuales, en si son o no
verdaderas representaciones de las cosas, en si de ellas se puede derivar
conocimiento ulterior. Idealistas, realistas, nominalistas, racionalistas,
positivistas, empiristas, fenomenológicos, existencialistas, empiristas
lógicos, analíticos, han defendido denodadamente una u otra postura. El
problema discutido no es menor, pues se refiere tanto a la naturaleza del
sujeto que conoce como del objeto que se conoce, y apunta por consiguiente a
cómo concebimos la naturaleza y la existencia de Dios, de los seres humanos y
del universo y sus cosas. Las implicancias han sido profundas en la metafísica,
la epistemología, la ética, la psicología, la antropología, la política, la
estética, el derecho.
Para ubicarnos en el problema epistemológico, que desde
el comienzo del pensar filosófico precede al pensamiento metafísico o abstracto,
se reconoce ampliamente que existe una radical diferencia entre el sujeto que
conoce y el objeto del conocimiento, y entre el mundo de las ideas y el mundo
real. Por una parte, está la cuestión de las respectivas naturalezas de la
representación y de lo representado. Así, para los idealistas, la
representación es más real que lo representado. Y para todo el pensamiento
anterior a la era computacional y exceptuando en cierta medida el materialismo,
la representación es de naturaleza espiritual, en tanto que lo representado
pertenece al mundo material. Por la otra, está el alcance del objeto de
conocimiento, siendo generalmente considerado como algo pasivo y comprendido
como una entidad englobada en sí misma y cuyas vinculaciones son secundarias.
Pocos filósofos, y además en forma tímida, han considerado que los objetos son
funcionales y que lo que es más significativo en la realidad son las relaciones
causales entre las cosas más que las cosas mismas.
Tres temas en los que la ciencia contradice a la
filosofía tradicional parecen ser decisivos, y serán analizados aquí. El
primero se refiere a la razón frente al caos, e.d., a la unidad que confiere
racionalidad e inteligibilidad. Así, para la filosofía, que concibe el mundo
sensible como caótico en tanto múltiple y mutable, la unidad está
principalmente en la idea y secundariamente en las cosas; éstas poseen unidad
en tanto son participativas del ser, entendido más bien como un ente de la
razón. En cambio, la ciencia ha descubierto que el mundo sensible, al que
identifica con el universo, no sólo contiene la unidad exigida por una
racionalidad, sino que cualquier otro tipo de unidad inteligible y racional
procede necesariamente de este mismo universo y las cosas que contiene. La
unidad y el orden del universo y sus cosas se encuentran en las leyes naturales
que la ciencia va descubriendo, pues son universales, se aplican en todo el
universo. No es extraño que en ausencia de la ciencia empírica el universo
hubiera aparecido como un caos en la edad precientífica.
El segundo tema se refiere al espíritu y la materia.,
e.d., a la naturaleza de la idea. Para la filosofía la idea no puede ser material,
pues es tan intangible que resulta no creíble que pueda ser tan material como
un trozo de roca; y si ella es inmaterial, la razón debe ser de naturaleza
espiritual para poder contenerla. Este argumento apoya la creencia en un
compuesto espiritual constituyente del ser humano y de la separación del
universo en dos naturalezas distintas. Para la ciencia, en cambio, tanto la
idea como la mente y la razón son tan materiales como todo el universo
sensible. En definitiva, si el universo que descubre la ciencia posee una
unidad, es precisamente por su materialidad. Cualquier dualidad
materia-espíritu contradice dicha unidad. En cambio, para la filosofía
tradicional dicha dualidad es irrelevante en relación a la unidad del universo,
puesto que la unidad es una propiedad, no de las cosas, sino de la ontología.
Por último está el tema de la trascendentalidad de una
proposición sintética, propia de una metafísica. Así, la filosofía tradicional
hace depender las proposiciones trascendentales del apriorismo, que para Kant
resultó ser el verdadero problema de su crítica, pues buscó la posibilidad de
obtener proposiciones trascendentales a priori. El punto que se analizará es
que para la filosofía tradicional lo necesario y universal de una proposición
proviene del hecho de que está constituida por ideas de carácter inmaterial y
con unidad intrínseca. Así, si las ideas son más reales que lo que representan
y siendo la verdad un atributo intrínseco de la proposición (antes que de su
concordancia con la relación objetiva que representa), la proposición tiene el
carácter de necesario. Para la ciencia, en cambio, el valor de necesidad de las
proposiciones sobre el universo y sus cosas proviene directamente de la
adecuada comprensión de las relaciones causales, y éstas dependen de leyes
universales, es decir, del modo determinista de funcionar del universo y sus
cosas, que es justamente lo que aquella descubre. Este hecho hace que las
proposiciones que conoce la ciencia respecto a la causalidad tengan
efectivamente el carácter de necesidad y se refieran al universo entero, como
la ley de la gravitación universal, a pesar de que la misma ciencia constituya
un proceso de conocimiento inacabado. Puesto que las causas pertenecen al modo
de funcionar de las cosas a escala universal, las proposiciones referidas a
ellas tienen también el carácter de universal, lo que junto con su necesidad las
hace trascendentales.
Lo que estos tres temas tienen en común es que surgieron
de la dualidad introducida tras la contradicción fundamental de los discursos
de Parmédides y Heráclito. Si el ser es uno, ¿cómo puede ser también múltiple y
mutable?, preguntaba el primero, mientras que el segundo no podía pensar en
otra cosa que no fuera el permanente devenir de la multiplicidad de cosas.
Hasta ahora, en la solución de este problema, siempre que se ha obtenido la
unidad en algún aspecto, ha resurgido la dualidad en otro. Así, Platón obtuvo
la unidad en la Idea, pero resurgió la dualidad entre ésta y la realidad
sensible. Aristóteles hizo proceder la idea de la realidad sensible, unificando
ambos mundos, pero la dualidad reapareció en sus conceptos de forma-materia,
acto-potencia, esencia-existencia, sustancia-accidente. Siglos después, Descartes
aceptó decididamente la existencia de dos mundos apartes, sus res cogitans y res extensa. Pero no era fácil prescindir del anhelo de unidad que
podía explicar el sentido del universo y darle racionalidad. Kant intentó
buscarla en la razón, pero la dualidad renace en la distinción que él hizo
entre el entendimiento y la razón, entre el objeto inteligible y el mundo
sensible y entre la cosa en sí y la cosa como aparece, forzado a ello por
considerar caótico el mundo sensible y a priori la idea.
Pareciera que si uno acepta la noción de ser necesario en
un universo contingente, de alguna u otra manera se pierde la unidad del ser,
quedando el universo polarizado, como ha sido el caso de la historia de la
filosofía hasta el presente, al registrar la dualidad principalmente entre lo
real y lo ideal, centrándose el problema principalmente en la epistemología.
Pero si así ha ocurrido históricamente, ha sido por desconocimiento de cómo el
universo funciona y por creer demasiado en el poder de la razón. Tras lo
descubierto por la ciencia nosotros podemos afirmar que el caos que aparece al
observar el mundo sensible es sólo aparente. Detrás de él, se encuentra una
maravillosa racionalidad que confiere unidad a las cosas sin necesidad de ser
impuesta por la razón. La ciencia puede aportar los antecedentes requeridos
para superar definitivamente el problema de la dualidad que tanto ha incidido
en la cultura occidental, y sin caer, por otra parte, en el reduccionismo del
monismo que niega uno de los términos de la dualidad. Podríamos decir que el
pecado de la filosofía tradicional ha sido la dualidad, y la ciencia la ha
castigado con la amenaza de su desaparición. Es simplemente la dualidad la que
debe ser negada y rechazada por ser tan artificiosa y contraria al conocimiento
que la ciencia ha venido develando. Analicemos con mayor detalle entonces a
continuación estos tres temas que la ciencia critica a la filosofía tradicional.
La razón frente al caos
Desde siempre la humanidad ha concebido la realidad como
un mundo desordenado y caótico que arbitrariamente afecta la totalidad de la
existencia. Esta arbitrariedad ha demandado antropológicamente la creencia de
un desordenado plano animista que explicaría el funcionamiento de las fuerzas
naturales, las que se pueden desencadenar positivamente tras rogativas y
expiaciones colectivas o individuales. En la práctica la necesidad de
supervivencia en un medio conflictivo, confuso e inesperado ha exigido de los
seres cerebrados mucha cautela y también mucho aprendizaje. Más bien, tanto la
cautela como la capacidad para aprender son una ventaja evolutiva al conferir
mayores oportunidades para la supervivencia. De hecho, este ambiente que mezcla
los peligros con las oportunidades ha sido el acicate para que la inteligencia
haya evolucionado, permitiendo a estos organismos mejores posibilidades de
supervivencia y reproducción. La inteligencia ha ido evolucionando para
discriminar el desorden y encontrar lo constante y lo repetitivo.
La experiencia, el aprendizaje y el conocimiento de la
iteración posibilitan una economía de esfuerzos para evitar los peligros y
encontrar los medios para sobrevivir. Según lo descubierto por el conductismo,
el aprendizaje se logra a través del mecanismo de ensayo y error, siendo su
objetivo no repetir el mismo error, que puede provocar incluso un daño
irreversible. El fruto de este mecanismo es el aprendizaje de relaciones de
causa y efecto, que sirve para prever los efectos de una acción propia o de un
acontecimiento externo al individuo y que lo puede afectar. La iteración de la
causalidad nos señala también que la naturaleza se comporta de acuerdo a
ciertos parámetros preestablecidos, aquello que denominamos leyes naturales y
que la ciencia descubre.
En los seres humanos, y más precisamente en la genética
de la cognición de nuestra especie, el mecanismo de selección natural que busca
una mejor adaptación al ambiente, que es la evolución biológica, implantó
además el anhelo por el orden y la unidad como medio para discriminar el caos.
Esta capacidad es el fruto del pensamiento abstracto y racional, por el que se
obtienen las relaciones ontológicas y lógicas. Mediante el conocimiento de las
relaciones causales y el pensamiento de las relaciones ontológicas y lógicas,
un ser humano adquiere un notable dominio sobre el hostil, pero también
generoso medio. Estas relaciones apuntan hacia una realidad que puede ser
comprendida, porque ésta posee intrínsecamente un orden y una unidad. De este
modo, a la realidad aparentemente caótica nuestro intelecto le debe imponer
orden, en el sentido de inmutabilidad y unidad, si ha de ser conocida, sometida
y dominada. El problema epistemológico que naturalmente aparece es si la
caótica y desordenada realidad posee un orden y una unidad que pueden ser
conocidos, o dicho orden y unidad pertenecen a nuestra razón.
Históricamente, la concepción de una realidad
identificada con el caos fue asumida sin crítica alguna por la epistemología
tradicional y razonada en términos de multiplicidad y mutabilidad. Englobar lo
caótico dentro de lo múltiple en el espacio y lo mutable en el tiempo fue el
legado de Heráclito. Esta epistemología efectuó una radical cirugía sobre la
concepción de una realidad identificada con el caos y opuesta a una razón
ordenadora y unificadora. Ella seccionó el universo en dos realidades
distintas: la realidad sensible del objeto inteligible y la realidad racional
del sujeto cognoscente. De acuerdo a la epistemología racionalista lo sensible
está sometido al caos y al desorden y posee únicamente multiplicidad y
mutabilidad, en cambio, lo racional es el lugar de las ideas eternas e
inmutables. Según ésta, el primero es propio de lo material y corrupto y conduce
al error; el segundo corresponde a lo inmaterial y espiritual y es la fuente de
la verdad. Para explicar la unidad e inmutabilidad de la idea la epistemología
emprendió la tarea de tender un puente entre ambas realidades. A causa de la
desconfianza que merece la realidad sensible como fuente de certeza, se creyó
que la idea es posible sólo a través de la actividad de la razón.
La historia de la filosofía nos muestra que nunca ha
habido acuerdo acerca de la forma del puente, y las posiciones se ubicaron en
un campo ideológico cuyos extremos han sido dominados, uno por el idealismo y
el otro por el realismo. La respuesta particular al problema de la posibilidad
de la existencia de las ideas en la razón, propio de la teoría del
conocimiento, estableció su ubicación en dicho campo. Así, para los idealistas
las ideas preexisten en la razón y, por tanto, son innatas. En cambio, para
los realistas las ideas provienen primeramente de la realidad sensible, siendo
conocidas por la razón. En lo que hubo justificado acuerdo fue en negar validez
a los intentos de los empiristas para alcanzar juicios absolutos mediante el
puro método inductivo.
Existe consenso en que conocer es conceder racionalidad a
una realidad que se presenta caótica. La acción para otorgar orden lógico y
racional puede realizarse de cuatro maneras. En primer lugar, se puede suponer
que la razón misma es la poseedora de la racionalidad, siendo capaz de imponer
orden a una realidad supuestamente caótica. En esta actitud vimos que existieron
inicialmente dos posturas: primero, la de Platón, que separó una razón,
considerada preexistente, de una realidad, considerada aparente; y segundo, la
de Aristóteles, que supuso que la experiencia de la realidad gatilla la
capacidad ordenadora de la razón. Del segundo, los tomistas supusieron
posteriormente que la razón genera ideas universales; y los nominalistas
supusieron, por el contrario, que ésta logra generar únicamente ideas particulares.
Tiempo después, Kant, siguiendo el camino de Platón, recurrió a sus formas a
priori y sus categorías para obtener un objeto inteligible emanado del
entendimiento, pero no de la experiencia sensible. Los neokantianos quisieron
ir más lejos: deducir verdades lógicas por su carácter trascendental, a priori,
ideal, objetivo y atemporal, sin considerar que la mente es subjetiva, relativa
y contingente.
En segunda instancia, en la vereda opuesta la
fenomenología fue un intento para conocer la realidad de una manera objetiva,
buscando analizar la relación que hay entre los hechos o fenómenos y la
conciencia, pero sin lograr explicar cómo la mente puede conocer los objetos.
En el extremo el empirismo lógico, al igual que la filosofía analítica, rechazó
todo conocimiento que no pudiera relacionarse con lo inmediatamente sensible y
empírico, tildándolo de sinsentido.
Tercero, se puede suponer que la percepción de la
realidad es falible y, por tanto, no confiable. Esta es la postura del
escepticismo, el que nunca ha tenido algo que aportar. Nuestra época, tildada
de posmoderna porque reniega de una verdad filosófica, al tiempo que encuentra
efectivamente que toda verdad científica nunca está completa, pudiendo incluso
ser eventualmente rebatida por nuevos descubrimientos científicos que la
contradigan, se encuentra inmersa en el escepticismo y el relativismo y se
expresa en un mundo de imágenes y emociones.
Por último, se puede suponer que la realidad misma es
caótica tan sólo en apariencia, pero que detrás de aquello que aparece existe
no sólo un orden, sino que también una gran unidad. Ambas características
pueden y deben ser descubiertas, ya que todas las cosas en la realidad no sólo
se relacionan ontológicamente, sino que, principalmente, de maneras causales y
en formas muy determinadas, fruto de leyes naturales de carácter universal, y
pertenecen a distintas escalas incluyentes. Esta tercera manera de superar el
aparente caos en la naturaleza, que surgió con el método científico, debiera
ser asumida por una verdadera epistemología.
Desde el punto de vista de la relación causal, objeto del
estudio de la ciencia, podemos observar precisamente que en los fenómenos que
se dan en el universo la multiplicidad no es efecto de la mutabilidad, ni ambas
son causas del desorden y el caos. En primer término, la materia posee una
capacidad intrínseca para ordenarse y organizarse en una multiplicidad
ilimitada de estructuras, que poseen a su vez la capacidad para desempeñar
funciones de acuerdo a posibilidades muy determinadas y concretas. En segundo
lugar, la mutabilidad es explicada por la acción de fuerzas que no son
impredecibles ni arbitrarias, sino que están sujetas a leyes deterministas y
universales. Estas obligan a las cosas a funcionar y a comportarse de maneras
muy determinadas. Por último, las cosas del universo existen porque tienen
coherencia, y son coherentes porque son precisamente funcionales; y nuestra
mente, por su parte, es coherente porque trata con cosas que son coherentes y
no caóticas.
Desde el punto de vista de la constitución y
funcionalidad de las cosas éstas, que pertenecen a escalas distintas, están
compuestas por cosas de escalas menores y, a su vez, forman parte de cosas de
escalas mayores. La pertenencia implica funcionalidad. Así la funcionalidad
propia de cada cosa le viene por la funcionalidad particular de las cosas que
la componen e interviene en la funcionalidad de la cosa de la que forman parte.
La función particular de una cosa permite que la cosa de la que forma parte
posea una función específica.
Por lo tanto, para la ciencia el caos que observamos en
la realidad sensible es sólo aparente. Por el contrario, la realidad de nuestro
universo contiene solamente orden y unidad si logramos realmente comprenderlo.
Nuestro intelecto necesita conocer únicamente las causas que relacionan las
múltiples cosas de nuestro universo para comenzar a entender su ordenamiento y
unidad. Afortunadamente, la infinidad de relaciones causales puede ser asimilada
a un número determinado de fuerzas que han llegado a ser conocidas y definidas
y para la cual poseen teóricamente una unidad primordial. La relación causal
produce en el universo la simetría, la elegancia y el equilibrio que cautivan y
deleitan al científico cuando observa la realidad desde la dimensión
microscópica hasta la dimensión microscópica.
La contradicción clásica entre lo uno y lo múltiple que
dio origen a los diversos sistemas filosóficos que conocemos, puesto que éstos
emergieron precisamente como modos de superarla, no tiene sentido alguno para
una filosofía que se fundamente en la ciencia. Para ésta, la unidad no le viene
al ser ni por su esencia ni por la imposición de ésta por el sujeto que conoce.
Por el contrario, las cosas poseen unidad por sí mismas: todas las cosas del
universo tienen un origen común, están constituidas por el mismo tipo de
partículas fundamentales, pueden transformarse unas en otras, se afectan
causalmente entre sí, están sometidas al mismo tipo de fuerzas, transfieren
energía entre sí, existen en campos de fuerza comunes, se comportan de acuerdo
a leyes universales que les son comunes y basadas en el modo específico de
funcionamiento de las fuerzas y estructuras. Esto es, las cosas del universo
tienen unidad en sí mismas por origen, funcionamiento y composición. La unidad
no les viene a las cosas primariamente por el ser, que es un concepto más bien
intelectual y a posteriori, sino que ella proviene fundamentalmente porque las
cosas son esencialmente fuerzas y estructuras que funcionan en las distintas
escalas del universo, afectando cada una de ellas en la medida de su
funcionalidad al mismo universo.
De lo anterior se deduce que las cosas, aunque múltiples,
no son caóticas. La multiplicidad no es informe, sino que proviene de la
capacidad de la materia (no de la materia prima desde luego, sino de la estructura
y la fuerza, ver “Una metafísica del universo”)
para organizarse y reorganizarse indefinidamente en estructuras y
desempeñar funciones ilimitadamente variadas, pero cada función según las
posibilidades concretas de subsistencia y de la acción concreta de las
estructuras particulares. Las fuerzas por las cuales todas las estructuras se
relacionan causalmente entre sí están sujetas a las leyes deterministas que
surgen de los especiales modos de cómo las estructuras funcionan e interactúan.
En resumen, el hecho sustancial es que la razón humana produce en la mente
ideas que no existen en la realidad objetiva, y las ideas, que son universales
y abstractas, son efectivamente representaciones conceptuales de cosas
absolutamente individuales y concretas de esta realidad. Y la razón también
produce ideas en tanto relaciones verdaderas de cosas objetivas, pues estas
cosas se relacionan causalmente en el universo real.
El espíritu y la materia
La filosofía tradicional nunca ha podido liberarse de la dualidad
espíritu-materia y muchos filósofos contemporáneos persisten en observar la
realidad desde esa perspectiva. Sin embargo, la concepción de la metafísica
del ser, que asume esta dualidad, no sólo representa un obstáculo para aceptar
las conclusiones de la ciencia, sino que no encuentra sentido alguno en lo
referente a la forma de cómo funcionan las cosas del universo. Los problemas
con la noción de ser son que puede predicarse tanto del espíritu como de la
materia, al tiempo que no le es relevante la distinción entre estructura y
fuerza.
Es necesario aclarar aquí que en el pensamiento expuesto
a lo largo de esta obra, particularmente en “La energía” y “Una cosmovisión”,
el espíritu no pertenece a nuestro universo de energía cuantificada, sino que
cada persona, mientras vive, a modo de reflejo de su vida, va transformando la
energía cuantificada usada en sus acciones intencionales en la energía psíquica
que estructura su propio espíritu transcendente. Igualmente, las monografías
epistemológicas manifiestan que las ideas son tan materiales como la mente y el
cerebro. El dualismo en el universo no existe, lo que no niega la existencia
del espíritu o alma en el ser humano. El espíritu no tiene participación en
ninguna de las tres instancias en las que el ser humano se relaciona con el
universo: cognoscitiva, afectiva y efectiva.
La teoría de la dualidad espíritu-materia supone que la
materia tiene un carácter puramente pasivo, atemporal e indeterminado, lo que
obliga a postular (Aristóteles) un principio complementario de naturaleza activa
e inmaterial, la forma, para explicar la multiplicidad y el cambio en los
entes. Para explicar la vida biológica, algunos han debido recurrir a un cierto
principio vital e inmaterial, que denominan alma, que sería la parte del ser
que anima al cuerpo material. Todos suponen que este principio inmaterial, en
el caso del ser humano, es espiritual y es identificable con la razón, o la
mente, sin llegar a definir psicológicamente la diferencia entre ambos
conceptos. De cualquier manera, para la dualidad la razón sería en primer lugar
inmaterial porque se arguye que sólo una mente no-material es capaz de
contener ideas o conceptos, dado que éstas son concebidas como inmateriales a
causa de su carácter abstracto y universal. En segundo término, ella sería
inmaterial, y más propiamente espiritual, porque es capaz de conocer y ordenar
lógicamente los contenidos de conciencia de modo activo.
La causa de esta creencia, subyacente en la epistemología
tradicional y que condicionó su metafísica, fue el asignar un carácter
inmaterial a nuestro intelecto. Las culturas del Mediterráneo oriental habían
sido dualistas desde el tiempo de Egipto de los faraones, por lo que a los
antiguos griegos no les costó nada suponer que el ser humano está compuesto por
materia y espíritu. Creían, en consecuencia, que las ideas deben pertenecer al
mundo espiritual. Milenios después, en la Edad Media, para demostrar que la
razón es espiritual santo Tomás de Aquino pensó que basta con enunciar el principio
“quidquid recipitur, ad modum recipientis
recipitur”, esto es, que tanto el contenido como el contenedor son de la
misma naturaleza, y afirmar a continuación que la idea es inmaterial.
Siglos después, siguiendo la tradición platónica, Kant
también concibió al sujeto del conocimiento como espiritual. En tal caso es
forzoso que el objeto que conoce debe comprenderse como inmaterial y suponer
que precisa de un entendimiento para que genere representaciones inmateriales
del material sensible y llegue a producir el objeto inteligible. De este modo,
el objeto cognoscible, como también el sujeto cognoscente, pertenece al ámbito
de la conciencia. Esta tradición constituyó el fundamento de las corrientes
filosóficas posteriores: espiritualismo, positivismo, neocriticismo, idealismo,
historicismo, filosofía de los valores, pragmatismo, realismo, fenomenología,
existencialismo, incluso de las corrientes que suponían ser contrarias y críticas,
como el marxismo, pero que caían igualmente en las garras de la dualidad.
Por el contrario, la ciencia (como también el empirismo
lógico y la filosofía analítica) no
encuentra nada inmaterial ni en las ideas ni en la mente. La razón que
imaginaba Aristóteles para describir analógicamente la inmaterialidad de
nuestro intelecto, sobre la cual las impresiones inmateriales de la experiencia
sensible van inscribiendo el conocimiento quam
tabulam rasam, es por el contrario un intrincado, poco explorado, pero
prodigiosamente funcional y denso entramado de neuronas que actúan concertadamente,
cada una de ellas a modo de transistor, y todo este conjunto es además
material. Incluso el argumento tomista para demostrar la inmaterialidad de la
razón a partir de la inmaterialidad del concepto mediante el principio que se
refiere a que tanto el contenido como el contenedor deben ser de la misma
naturaleza es tautológico y puede ser empleado de la misma manera para demostrar
que nuestra mente, en cuanto contenedor, es material si demostramos que las
ideas, en cuanto contenidos, son también materiales. Para la teoría del
conocimiento científico, éste es precisamente el caso, puesto que las ideas
pertenecen a los conjuntos estructurados a partir de constituyentes biológicos,
donde las fuerzas electroquímicas son decisivas, siendo la estructura neuronal
del sistema nervioso central empleada a modo de hardware.
El proceso del conocimiento es el producto de la
combinación tanto de la información material (sensorial) suministrada por el
aprendizaje y la experiencia contenida en la memoria y su posterior
elaboración conceptual y lógica, como de las características estructurales de
nuestro cerebro. Así, también podemos suponer que aquel “Mundo de las Ideas”
imaginado por Platón tiene en cierta medida existencia real, pero las funciones
psíquicas de nuestra estructura cerebral, la cual es construida en cada ser
humano por codificadas y precisas órdenes de determinados genes que componen
nuestra dotación genética hereditaria. Del mismo modo como la combinación de
dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno produce siempre una molécula de agua,
las neuronas en los seres humanos, codificadas por los genes, se estructuran y
se relacionan para hacer posibles las ideas.
Nuestras ideas no son innatas, como sí lo son ciertas
imágenes y emociones instintivas que se constituyen en zonas más primitivas del
cerebro, más debajo de su corteza, durante su formación en el periodo de
gestación en el útero materno, siguiendo patrones de nuestro genoma, y que
compartimos con los animales superiores. La configuración establecida
genéticamente de nuestro cerebro de estructuras con programas prefigurados convoca
y guía el aprendizaje y permite la elaboración y comunicación de ideas de
maneras muy determinadas, activadas por instancias estructurales biológicas y
sus correspondientes funciones psicológicas. Éstas son comunes a todos los
individuos de nuestra especie, de modo que nuestra inserción social nos pone en
contacto con determinados conjuntos estructurados de ideas colectivamente
aceptadas.
Lo mismo que para Platón, cabe decir de las “categorías”
y “formas a priori” de Kant, o del “subconsciente colectivo”, depósito de los
“arquetipos”, que son los conocimientos significativos que se originaron desde
los remotos tiempos de nuestros primitivos ancestros, según el psicoanalista C.
G. Jung, y que –nosotros podríamos explicar– por constituir ventajas
adaptativas, terminaron por integrar el código genético que conforma el
cerebro, como por ejemplo el temor a los ofidios o el reconocimiento de los
atractivos sexuales en el otro sexo. Todos ellos procuraban explicar el modo
de funcionamiento del cerebro humano y sus capacidades intelectivas como
supuestamente experimentamos, pero sumidos en el prejuicio de la dualidad, por
el que se asume que la facultad intelectiva es espiritual y separada
radicalmente del mundo sensible y material.
En cambio, si la misma razón es concebida como material
–en esto podemos remitirnos a la neurofisiología o a la cibernética
electrónica–, no se requiere de un entendimiento que inmaterialice el compuesto
sensible de la experiencia, como supuso Kant, sino de un mecanismo de nuestro
universo material que permita la comparación, la verificación, la separación,
la estructuración, la relación del material informativo. Este material informativo
es tanto entregado directamente por lo sensible a través de los sentidos de
sensación como suministrado indirectamente por otro mecanismo de naturaleza del
mismo universo material y que posee la capacidad para guardar la información
que proviene de lo sensible, que es la memoria. Ambos mecanismos materiales
existen en nuestro cerebro perfectamente material.
Con esta organización estructural, el intelecto material
(“el recipiente” de santo Tomás) puede estructurar ideas y proposiciones
también perfectamente materiales (“lo recibido”). En tal caso, el objeto del
conocimiento kantiano podría salir fuera del entendimiento y pasar a pertenecer
a la cosa en sí, pues ya no necesita vincularse con una razón inmaterial,
siendo ésta, por el contrario, completamente material. El único inconveniente
para conocer al objeto identificado con la cosa en sí sería el principio de
incertidumbre de Werner Heisenberg, que señala que es imposible hablar de la
cosa tal como es, al constatar que medir es perturbar, es decir, que es
imposible, en principio, medir una magnitud física sin perturbar el sistema
observado. Pero dicho principio opera en el mundo infinitesimal de la física
cuántica. En una escala superior la perturbación llega a ser irrelevante. En
cualquier escala mayor se conocen funciones de las cosas y es además posible
conocer la cosa en sí.
La trascendentalidad de una
proposición sintética
Si la filosofía tradicional idealista afirma que la
unidad y la inmaterialidad pertenecen a las ideas y el racionalismo asegura
además que algunas ideas se relacionan necesariamente entre sí, como, por
ejemplo, el color y la extensión, se debería concluir que existen proposiciones
necesarias que son a priori. Esto es, si los componentes de la proposición, las
ideas, son más reales que lo que representan y siendo la verdad un atributo de
proposiciones a priori antes que de la concordancia de las relaciones que
representan, habría proposiciones necesarias. Así, el racionalismo puede
sostener que una proposición a priori es necesaria desde el instante que es
afirmada, puesto que supone que tal propiedad es inherente a la forma de
conocer. Por otra parte, que la verdad de una proposición necesaria pueda
provenir a priori por el sólo hecho de obtenerse de principios racionales, y no
por originarse de la realidad sensible, es un asunto que también conviene sólo
a la metafísica racionalista del ser.
Kant va más lejos aún. Para él la propiedad para que una
proposición sea necesaria se la confiere el sujeto. De ahí él deduce dos
características. Primero, la verdad se fundamenta en el sujeto y no en un
objeto de la realidad sensible, con lo que llega a un completo subjetivismo.
Segundo, su creencia que las proposiciones metafísicas, necesarias por
excelencia, deben ser proposiciones sintéticas a priori, es decir, afirmaciones
o negaciones cuyos predicados no se pueden derivar de la experiencia, pero
aportan nuevo conocimiento. En consecuencia, para establecer la validez de la
metafísica él se ve obligado a exigir del sujeto una actividad subjetiva y una
“trascendentalidad” con el propósito de obtener el carácter necesario que
exige una proposición sintética a priori. Incluso el objeto de conocimiento,
que para él ha sido producido por el entendimiento a través de las “formas a
priori” para asumirlo como representación de elementos materiales fenoménicos,
no puede estar presente en una proposición a priori, pues estos elementos
sensibles serían caóticos e informes.
Pero si nosotros demostramos, primero, que la razón no
nos provee proposiciones de carácter necesario y, segundo, que aquellos
elementos materiales no son caóticos ni informes, sino que provienen de las
relaciones causales deterministas y necesarias, propias del mundo sensible,
todo aquel andamiaje subjetivista, construido forzadamente por Kant, carece
entonces de justificación, y debería caer estrepitosamente. Ya la aseveración
de que no podemos conocer las cosas en sí, los noumena, pero como aparecen, en
cuanto fenómenos, pierde fuerza.
Sin necesidad de preguntarle a Kant sobre cómo puede él
afirmar que hay un mundo real si acaso no se le puede conocer, podemos afirmar
por el contrario que lo que conocemos efectivamente son las cosas como se nos
aparecen, es decir, que los objetos del conocimiento son de hecho apariencias
de las cosas. Pero también podemos sostener con el mismo énfasis en la
perspectiva realista lo siguiente: Primero, que existe un mundo real cuya
existencia es independiente de nuestro conocimiento. Segundo, que mediante
nuestros sentidos podemos conocer las cosas del mundo real en tanto objetos
externos a nosotros y como son. Tercero, que únicamente conocemos las cosas de
modo a posteriori, pues deberíamos entender que la cosa se constituye en objeto
cognoscible hacia un sujeto cognoscente cuando sujeto y objeto se relacionan
cognoscitivamente en forma espontánea. Cuarto, que a causa de nuestro
pensamiento abstracto este conocimiento a posteriori es también “sintético”,
ya que tenemos la capacidad para relacionar ontológicamente las representaciones
cognoscitivas de las cosas en unidades ontológicas cada vez más universales.
Quinto, que el tiempo y el espacio pertenecen a la causalidad natural entre las
cosas y no, como supuso Kant, a las formas a priori de nuestra sensibilidad que
hacen pensable, bajo la unidad del concepto, un dato empírico asumido por
aquéllas, puesto que lo necesario de una relación ontológica o de una
proposición proviene del determinismo de la causalidad del universo y no de su
supuesto inmovilismo.
Lo que estamos afirmando es que tanto el sujeto está en
condiciones de conocer como el objeto está en condiciones de ser conocido, y
no, como pretendió Kant, a través de la acción única y unilateral del sujeto.
También podemos conocer la cosa en sí, tal como es. Así, resulta muy difícil
aceptar la distinción que Kant hizo entre fenómeno y cosa en sí, ya que se
trata de una diferencia entre conceptos o esencias y no de la realidad. Las
cosas se componen de cosas de escalas inferiores y a su vez son componentes de
cosas de escalas superiores; en sus propias escalas todas las cosas son
funcionales en cuanto son causas y efectos, por lo cual, más que sus atributos,
lo que percibimos de las cosas son sus funciones, siendo además la percepción
una relación causal entre el objeto y el sujeto. Si una cosa tiene peso, es por
la masa que contiene, la que es atraída por la fuerza de gravedad que ejerce la
Tierra; si es azul, es porque absorbe la radiación de todos los demás colores
del espectro lumínico, reflejando el azul que recibe. Además, si sentimos el
peso de una cosa es porque su masa interactúa con la masa de nuestro cuerpo, y
si sentimos que una cosa es azul es porque nuestro ojo es capaz de captar la
radiación en tal frecuencia y longitud de onda. En consecuencia, es preciso
subrayar que las cosas son eminentemente seres individuales que se relacionan
causalmente entre sí y con nosotros, porque ellas y nosotros somos funcionales.
El fenómeno kantiano corresponde a las funciones propias
de cada cosa en cuanto origen de causas y receptora de efectos. Se podría
concordar con Kant que las cosas pueden conocerse por sus funciones si
identificamos el fenómeno, en el sentido de esencia, con función, en el sentido
de causa y efecto. También podemos llegar a conocer las causas que relacionan
las cosas. Sin embargo, al contrario de lo que Kant concluyó, también podemos
conocer la cosa en sí, el noúmeno, pues si podemos conocer la función, también
es posible conocer la cosa de donde proviene. Para ello, es necesario efectuar
una relación ontológica tan abstracta y universal como la que se necesita para
llegar a predicar el ser de todas las cosas. Definir las cosas por el ser no
nos dice qué es la cosa en sí. Para conocerla debemos primero entender que toda
cosa es esencialmente funcional, es decir, toda cosa es fenómeno, precisamente
porque es estructura y fuerza como las dos caras de una moneda. Ambas, fuerza y
estructura, son los elementos que comparten todas las cosas del universo. Estas
dos esencias de las cosas, que explican por qué son fenómenos, definen al mismo
tiempo a todo ser por lo que es, explicando en consecuencia la cosa en sí.
Esta comprensión proviene de entender al modo de la
ciencia empírica que todas las cosas surgen, se destruyen y se van alterando
porque son estructura y fuerza. Ambos elementos están tras la explicación del
cambio como producto de la relación entre una causa y un efecto. Una estructura
es funcional porque siempre ejerce fuerza, ya sea como causa, ya sea como
efecto. En el ejercicio de la fuerza una estructura puede afectar otra
estructura o verse ella misma afectada por otra estructura de un modo
determinado según la fuerza ejercida y el modo de ejercerla. Todo ejercicio de
fuerza produce cambio, que es aquello que hace que la realidad aparezca tan
caótica para alguien que no tenga una mentalidad científica. En consecuencia,
en contra de Kant, podemos sostener que una proposición necesaria no proviene
de categorías subjetivas, sino del determinismo del universo y de cómo
funcionan las cosas. Por mucho que el sujeto que conoce se aproxime a la
realidad en forma parcial, según su propio modo particular de conocer y desde
una situación concreta del tiempo y del espacio y que viva además inmerso en
una realidad en permanente transformación y evolución, desde la cual es
imposible mantener referencias absolutas, las proposiciones necesarias pueden
ser efectuadas por nuestro intelecto únicamente por razón del modo
determinista y causal de funcionamiento del universo. Tras entender el modo
causal que rigen las cosas para relacionarse, entendimiento hecho posible por
la ciencia, podemos relacionar ontológicamente el origen del actuar causal y
predicar estas características de todos los seres.
La sospecha de que la subjetiva razón humana es limitada
para conocer objetivamente aquellas proposiciones sintéticas a priori con valor
necesario, que postulaba Kant, indujo a Fichte, Schelling, Hegel y a los
idealistas alemanes a conceder una realidad supra-humana a la razón, pero sin
renunciar a su carácter necesario e inmaterial. Esta escuela de pensamiento,
que se apoya sobre elementos puramente mágicos y míticos, y cuyos máximos
exponentes, como el mismo Hegel y también el joven hegeliano Marx, fue tan
dogmática como omnisciente, estando absolutamente lejana de lo que estamos
sosteniendo. El sistema kantiano ha sido lamentablemente decisivo en el
desarrollo de la filosofía contemporánea. Por la supuesta imposibilidad del
entendimiento de conocer la cosa en sí, se destruyó el fundamento para la
certeza del conocimiento objetivo. El nihilismo de Nietzsche anunció el
escepticismo general y Heidegger puso en duda el fundamento de los fundamentos,
el ser. El terrible legado de Kant fue el renunciar a la posesión de un
universo no sólo unificado, sino que racionalmente comprensible.
Conclusión
Trascendentalidad
En esta monografía se persigue encontrar un concepto
trascendental, y por tanto filosófico, que unifique el universo, dándole
racionalidad, y que surja fundamentado en la actividad de la ciencia. Nuestros
juicios pueden adquirir el carácter de necesario, incluso frente a la certeza
de un universo cuyo tiempo y espacio sabemos ahora que son relativos.
Precisamente, este tipo de universo es el que la ciencia ha encontrado en su
investigar y no aquel cosmos estático, perfecto y eterno concebido por los grandes
filósofos de la antigüedad para justificar justamente lo necesario del juicio.
Así, por ejemplo, Aristóteles supuso que el mundo es eterno y es el centro de
esferas eternas que lo rodean, las que eran estéticamente para su época
sinónimo de perfección.
Además de la necesidad, una segunda característica que
hace que una proposición sea trascendental es su universalidad, es decir, que
sea válida para todo el universo. En efecto, las cosas las conocemos filosóficamente
por referencia a ideas más universales, esto es, por sus relaciones
ontológicas, de las cuales la más universal es la idea de ser, y
científicamente por sus manifestaciones, es decir, por sus relaciones causales,
las que obedecen a leyes universales. Es precisamente la combinación de las
relaciones ontológicas de nuestro pensamiento abstracto con las relaciones
causales empíricamente verificables que genera la ciencia en combinación con
las relaciones lógicas que produce nuestro correcto pensamiento racional, lo
que permite un conocimiento trascendental.
Por otra parte, lo que justifica la verdad de una proposición
es que refleje fielmente en nuestro intelecto la causalidad natural del
universo. Puesto que, probablemente, el desarrollo científico no tiene
previsiblemente término en consideración a la infinidad de su campo de estudio,
a su parcial inaccesibilidad y a su infinitamente potencial sutileza, la
realidad nunca podría llegar a ser conocida de manera total y constituirá
siempre un misterio para nosotros, lo que no significa que no podamos tener
conocimiento trascendental de ella, como lo son las leyes naturales que
logramos descifrar. Si lo que conocemos no son únicamente cosas o entes
relacionados entre sí en forma ontológica, sino también relacionados
causalmente, estas relaciones causales, que son precisamente la materia del
estudio de la ciencia, deben incorporarse al campo de interés de la filosofía,
pues son universales, además de necesarias, al constituir por derecho propio
leyes que se cumplen para todo el universo. Además, son naturalmente anteriores
a las relaciones ontológicas, por lo que permiten responder con mayor certeza y
objetividad a la pregunta acerca de qué son las cosas.
Aunque la misma realidad objetiva es externa y relativa y
aunque el sujeto que conoce está limitado en sus posibilidades de conocer,
podemos afirmar empero que a causa del determinismo del funcionamiento del
universo las proposiciones trascendentales no sólo no son imposibles, sino que
resultan del modo científico de conocer el universo. Por otra parte, si la
realidad es objetiva, es decir, es externa a los sujetos que conocen, que
somos ciertamente nosotros, podemos necesariamente tener juicios verdaderos
acerca de ella. Y si los modos de funcionamiento determinados de las cosas de
la realidad valen para el universo, nuestros juicios podrán tener el valor de
necesarios y universales. Nuestros juicios serán necesarios, porque son
deterministas; y serán universales, porque valen para todo el universo. Estas
dos características hacen que una proposición sea trascendental. Por lo tanto,
si podemos obtener proposiciones con valor trascendental, podemos ciertamente
llegar a formular proposiciones objetivas y establecer verdades ciertas de
carácter absoluto.
A priorismo
El escaso desarrollo de la ciencia en el pasado explica
que la epistemología y la metafísica tradicionales se edificaran sobre lo que
ahora nos parecen suposiciones y nociones a priori y carentes, por tanto, de
una base empírica. Más arriba se describieron las tres nociones o prejuicios
que dominaron la historia de la filosofía tradicional: la dualidad
espíritu-materia, la oposición entre el caos de lo real y la razón de lo ideal,
y la ilusión de las proposiciones a priori necesarias. Estas nociones
filosóficas son precientíficas, pues han sido desbaratadas por el surgimiento
de la ciencia.
Cuando la ciencia está experimentando un desarrollo tan
extraordinario, lo que en la actualidad no se justifica es que algunos
filósofos persistan en este tipo de esquemas filosóficos tradicionales. Aún
más, es posible constatar que parte de la filosofía no sólo se ha vuelto
incapaz para responder al hombre contemporáneo en sus anhelos del conocimiento
de las últimas cuestiones, sino que se ha tornado críptica o simplemente
irrelevante a la perspectiva científica por haberse encerrado en sus propias
categorías precientíficas. Posiblemente, parte de la culpa corresponda a la
formación académica impartida en los estudios de filosofía que no sólo no valora
las matemáticas, que es el lenguaje de la ciencia y con la cual muchos
filósofos se sienten bastante incómodos, sino lo que la ciencia tiene que
decir. De otro lado, probablemente, quienes estén haciendo actualmente
filosofía que sea relevante a nuestros contemporáneos sean precisamente los
mismos científicos, quienes integran teorías distintas en unidades totalizadoras
de escalas mayores, pues filosofar no es precisamente un atributo que otorga un
título de licenciado en filosofía, sino que se refiere al cuestionar la
realidad con mayor propiedad para buscar una racionalidad aceptable.
18. LA FILOSOFIA Y LA CIENCIA
LOS DOS PIES DEL CONOCIMIENTO OBJETIVO
En rechazo al mito y la superstición
la filosofía surgió hace 2.500 años para conocer la realidad en forma objetiva.
Desde el Renacimiento la ciencia ha venido criticando la filosofía por su
dualismo y la ha suplantado como método de conocer. Ahora se ha visto que
aquella no logra dar cuenta de las preguntas cruciales levantadas por ésta,
sumiendo a la cultura contemporánea en el relativismo. Ambas ramas del saber
objetivo tienen no sólo su legítimo lugar en el conocimiento objetivo de la
realidad, sino que se necesitan mutuamente. La filosofía debe ser validada por
la ciencia para ser relevante y la ciencia solo puede encontrar su unidad y
sentido en la filosofía.
La era de la filosofía
Exceptuando épocas de decadencia cultural, el discurso
filosófico tiene ya dos mil quinientos años de historia. Su propósito ha sido
siempre la comprensión de la realidad a través de la búsqueda del conocimiento
objetivo y el rechazo tajante de su explicación a través de mitos, leyendas y
magia. Este discurso ha llegado a formular las preguntas más profundas acerca
de la existencia y la realidad, del conocimiento y la moral, del significado y
la lógica como jamás antes lo fueron, y aquéllas expresadas posteriormente han
sido repeticiones de éstas, ocasionalmente más elaboradas y sofisticadas,
algunas veces con novedosos enfoques, otras, con pocas luces.
Los aspectos más sencillos y simples de las cosas no
suelen llamarnos la atención. Por el contrario, lo corriente es que pasen
desapercibidos frente a sucesos más extraordinarios; y sin embargo, en ellos
podemos justamente encontrar la racionalidad que nuestra mente demanda de la
mutabilidad y la multiplicidad que vemos en las cosas. Ya los primeros
filósofos de la Antigüedad habían procurado descubrir el sentido y la
significación más profunda de las cosas en estos aspectos. Tales de Mileto (¿640-547?
a. de C.), considerado el primer filósofo de la historia, supuso que la clave,
aquello que podría conferirles unidad y verdad, es el agua, la que él consideró
ser su elemento constitutivo. Había observado que el agua se evapora,
haciéndose gas, y también se solidifica al congelarse. Prontamente esta idea
fue desechada y sucesores suyos creyeron encontrar tal clave en los cuatro
elementos reputados de transmutables: el aire, el agua, la tierra y el fuego.
Estas materias supuestamente elementales podrían explicar la diversidad y el
cambio en la unidad. Más tarde, otros confiaron tenerla en las hipotéticas
partículas indivisibles o “átomos”, unidades últimas y más pequeñas que,
agregadas y combinadas, constituyen la pluralidad y la mutabilidad de las cosas
del universo. Otros más supusieron que la explicación de todo reside en la
calidad mítica de los números.
Más tarde, en el quehacer filosófico de conocer el
fundamento último de las cosas Parménides
de Elea (¿504-450? a. de C.) descubrió la idea del “ser”, noción que
resultó ser verdaderamente embriagadora para todos los filósofos que le
siguieron. El ser se identificó con el atributo de todas las cosas, ahora
consideradas como entes, es decir, cosas referidas al ser. De ahí, el ser
adquirió una doble dimensión. En tanto existe, el ser es múltiple y mutable,
pero en cuanto es, el ser es uno e permanente. Así, el ser comprende la
necesidad y la universalidad, la unidad y la pluralidad, la inmutabilidad y la
mutabilidad, siendo, en consecuencia, el atributo absoluto y último de todo:
las cosas son en cuanto son, y ninguna cosa que es puede no ser. Por el ser, la
pluralidad y la diversidad de cosas se relacionan en la unidad. Esto tiene dos
implicancias: primero, el ser puede predicarse de todas las cosas y, segundo,
por el hecho de que las cosas puedan relacionarse en el ser, ellas se nos hacen
inteligibles. Para tener una idea de la importancia del concepto del ser,
podemos imaginar que su descubrimiento para la filosofía fue análogo al del
cero para las matemáticas. El descubrimiento griego de que todas las cosas son,
lo cual implica que la aparentemente caótica multiplicidad y mutabilidad del
universo es revestida con la perfección de la unidad e inmutabilidad del ser,
fue un logro formidable. Desde su mismo descubrimiento el ser pasó a constituir
el fundamento del discurso filosófico.
Sin embargo, un primer problema insalvable apareció en
este discurso, y es que buscando superar la antinomia de lo uno y lo múltiple y
de lo invariable y lo mutable, las soluciones filosóficas propuestas han sido
dualistas, entre una razón espiritual y una realidad material, negando la
unidad natural del universo. La distancia entre los términos de la polaridad
fue creciendo, debido justamente a un desconocimiento básico del funcionamiento
de las cosas en el universo. En el transcurso del tiempo ella se ahondó hasta
convertirse en la tajante dualidad que incluye los términos irreconciliables de
espíritu y materia, llegando a establecer la imposibilidad de conocer las cosas
en sí mismas. Tradicionalmente, la filosofía ha supuesto que la unidad y la
inmutabilidad están vinculadas con la inmaterialidad de la idea, en tanto que
la multiplicidad y la mutabilidad pertenecen a lo caótico del mundo sensible.
De ahí se supuso que la idea debe ser concebida por una mente de naturaleza
inmaterial y, por tanto, espiritual.
Además, tanto con el racionalismo como con el idealismo, la distancia entre lo caótico e informe del mundo sensible y el orden y eternidad de la idea fue acentuada intencionalmente tras la búsqueda de lo absoluto y lo perfecto.
Además, tanto con el racionalismo como con el idealismo, la distancia entre lo caótico e informe del mundo sensible y el orden y eternidad de la idea fue acentuada intencionalmente tras la búsqueda de lo absoluto y lo perfecto.
Un segundo problema insalvable ha sido que la noción del
ser presenta una radical limitación a nuestro conocimiento de las relaciones
causales. Aunque el ser puede ser predicado de todas las cosas del universo y
todas ellas se relacionan por ello en el ser, su afirmación, negación o
inclusión no ha logrado generar conocimiento objetivo y confiable ulterior. Por
explicar todo, en realidad no explica mucho. La metafísica del ser parte desde
la certeza absoluta del ser, pero no tiene certeza alguna de que el camino no
conduzca hacia la irrealidad absoluta. Desde este punto de partida no se ha
logrado jamás trazar un camino sólido para el conocimiento sin sobrevalorar la
capacidad de la razón, que es una facultad eminentemente subjetiva de cada
individuo humano.
Ya Roger Bacon (¿1214?-1294) quiso liberar el
conocimiento objetivo del vasallaje que imponía una filosofía puramente
racionalista. En su Opus maius (1266)
escribía: “Hay dos caminos para conocer: la razón y la experiencia. La razón
nos permite sacar conclusiones, pero no nos proporciona sensación de
certidumbre ni nos quita las dudas de que la mente está en posesión de la
verdad, a no ser que la verdad sea descubierta por el camino de la experiencia”.
No podemos negar la extraordinaria importancia que ha llegado a tener el método
empírico en el conocimiento de la realidad y la obtención de la verdad. La
ciencia moderna ha encontrado que la dualidad de la filosofía tradicional es un
concepto artificioso y erróneo, pues contradice la realidad que ha ido develando,
siendo la unidad del universo lo central de lo que ella ha ido descubriendo y
siendo además lo múltiple y mutable su forma de ser que ella aúna en leyes
naturales.
La irrupción de la ciencia
Sin duda alguna, el acontecimiento más importante de
nuestra época, y que la caracteriza, ha sido, y es, el extraordinario
desarrollo experimentado por la ciencia en el conocimiento de la realidad. Esta
revolución del conocimiento ha ido sustrayendo importancia en forma creciente a
la filosofía, que hasta entonces había ocupado el sitial de la sabiduría,
monopolizando la verdad y arbitrando su certeza, por mucho que en el Medioevo
la teología hubiera pretendido usurpar tal posición. La naciente y
revolucionaria percepción del universo que impulsó la nueva mentalidad surgida
con el espíritu del Renacimiento estaba destinada a crecer y fructificar hasta
llegar a alcanzar la conflictiva coexistencia entre la ciencia y la filosofía
que se puede observar. Mientras la ciencia asciende triunfante, la filosofía
decae persistente e irremediablemente. Además, la primera ha llegado a
considerarse a sí misma como el único modo relevante del saber y a suponer que
el discurso filosófico no tiene sentido. La segunda, batida en retirada, ha
buscado refugio en algunas ramas secundarias de su otrora frondoso árbol de la
sabiduría, tales como la lógica y la filología.
El discurso científico es de factura relativamente
reciente. Pero tal como lo fue el discurso filosófico en su inicio, aquél
también tuvo un origen más bien modesto y cauteloso. Como competidor en la
explicación de la realidad, debió enfrentar el discurso filosófico que dominaba
sin contrapeso en la vida intelectual, de la misma manera como éste debió
enfrentar el discurso mitológico que anteriormente dominaba la cultura. El
juicio que el poder y la tradición le hicieron a Galileo había tenido su
paralelo en el de Sócrates. Tal vez, lo establecido nunca ha sido tolerante con
lo nuevo.
Mientras la filosofía ha estado cediendo terreno,
estancada dentro de su amurallada y abstracta fortaleza conceptual, la ciencia,
mediante una nueva pero simple metodología, ha ido edificando paso a paso de
laborioso trabajo experimental, analítico y especulativo, de cooperación sin
precedentes, un espléndido y luminoso palacio de conocimiento. Además, la
segunda se ha ido cimentando sobre numerosas y brillantes intuiciones y
descubrimientos aportados a un ritmo creciente desde la revolución de Nicolás
Copérnico (1473-1543) y las experimentaciones de Galileo Galilei (1564-1642).
Ha ido acumulando un gigantesco volumen de conocimientos, fruto de
innumerables observaciones, investigaciones, hipótesis, experimentaciones,
modelos y teorías. Ha caracterizado y modelado nuestra era. En fin, ha ido
develando, en su evolución, una realidad tan compleja y maravillosa que no
solamente ha opacado la tradicional sabiduría filosófica, sino que ha desnudado
sus fundamentos teóricos y los ha encontrado irreales.
La búsqueda del orden racional en una realidad que se
presenta caótica por su multiplicidad y mutabilidad ha sido una inquietud
humana permanente. Así como las moléculas de un cristal líquido se alinean
ordenadamente al ser polarizadas, la cuestión ha sido encontrar la polaridad.
La representación del objeto de la metafísica tradicional llegó a convertirse
en algo atemporal, sin pasado ni futuro, y puramente nominal, sin referencia a
las cosas de la realidad. Ni siquiera Aristóteles, quien estaba profundamente
preocupado por explicar el cambio, pudo advertir la íntima relación del ser con
su causa, sino sólo de modo tangencial, cuando postuló una causa final, una
teleología, como causa del acontecer. Por el contrario, para la edad
científica, el ‘ser’ inmutable, atemporal y nominal es perfectamente irreal. La
ciencia reconoce las cosas justamente por sus relaciones causales,
preocupándose tanto por el origen de ellas como por lo que transforman. Más que
andar tras los trascendentales del ser (unidad, verdad, bondad), en su mira
están la energía, el cambio, la causa, el efecto, el tiempo y el espacio.
La ciencia ha centrado su interés en la relación entre la
causa y su efecto precisamente de lo mutable, llegando a descubrir
experimentalmente en las cosas el orden racional con el carácter universal de
leyes naturales. No debe extrañar, en consecuencia, que ella haya encontrado
irrelevante el ser metafísico y carente de sustento real las categorías
puramente de carácter racional y lógico que los diversos sistemas metafísicos tradicionales
han construido, deducidos únicamente del contenido conceptual del ser y atados
al prejuicio de una realidad sensible caótica y un universo dualista. En
consecuencia, desde el auge de la ciencia moderna, mientras los filósofos se
empecinaban en mantener vigente el concepto de ser, nuestra cultura iba
quedando huérfana de sistemas conceptuales unificadores que dieran racionalidad
a una realidad que, para el gusto tradicional, se iba tornando excesivamente
compleja, dinámica, macroscópica y microscópica.
En el terreno práctico del hacer, tan propio del homo faber, la ciencia ha brindado el
apoyo teórico para la explosión tecnológica desencadenada por la Revolución
Industrial, la que ha catapultado nuestra civilización a todos los confines de
la Tierra, incluso hasta fuera de ella, y a estadios nunca antes imaginados, al
menos por la enorme cantidad de fuerza movilizada, poder adquirido, control
ejercido y sistemas creados. La ciencia, junto con el mismo proceso de
conocimiento teórico de la realidad, genera el conocimiento tecnológico. La
ciencia teórica, que demuestra la causalidad existente entre las cosas por el
método empírico y formula una idea de ello, es la misma de la tecnología que,
por medio de la invención, demuestra cómo las innovaciones cambian nuestra
existencia. Antes de que una idea pueda ser aplicada en forma práctica, debe
ser formulada en forma teórica. Las ideas sobre masa, carga eléctrica, energía,
fuerza, movimiento, cambio, proceso están en la base del conocimiento tanto de
los investigadores como de los inventores. El conocimiento del calor, la
fuerza, la energía, la presión, la resistencia, el caudal, el peso, la
velocidad, la aceleración, etc. y sus relaciones, expresado además en lenguaje
matemático, ha permitido transformar y controlar el medio.
El ser humano es el único ser que actúa según los planes
de futuro que continuamente formula; el solo hecho de adquirir la capacidad a
través de la ciencia para predecir los acontecimientos ha producido en la
civilización una completa revolución en el dominio sobre la naturaleza. La
ciencia, en su afán por explicar los acontecimientos que tienen lugar en el
universo y por descifrar la causalidad existente en las relaciones entre las
cosas, no deja ningún fenómeno a su alcance sin explorar, observar, investigar,
probar, examinar, estudiar, experimentar y analizar. Solo hasta recientemente
en la historia de la humanidad, se ha conseguido de manera completa la
estrecha relación mutua entre las hipótesis y las teorías, y la experimentación
y la observación. Observando y experimentando las fuerzas existentes dentro y
entre objetos tales como partículas nucleares, ADN, sociedades humanas o
cúmulos galácticos, y penetrando en sus intrincadas y complejas estructuras y
organizaciones, la ciencia no solamente ha hecho surgir el conocimiento de
mecanismos y procesos causales que hasta entonces eran desconocidos o no tenían
explicación objetiva, resaltando la importancia de estas mismas estructuras y
fuerzas, sino que también ha podido predecir los acontecimientos que
primeramente intentó explicar.
El ímpetu de la ciencia
Desde siempre el ser humano ha comprendido que las cosas
tienen un comienzo, sufren transformación, se manifiestan, subsisten por un
mayor o menor tiempo y se acaban. A partir de los antiguos griegos, sabemos que
el cambio en una cosa ocurre por la interacción de sus partes o por la acción
con otras cosas, y no por el efecto del poder de dioses o del destino. La
naturaleza causal del universo y sus cosas ya resultaba evidente en tiempos de
Isaac Newton. En los siglos posteriores se percibió con mayor claridad que la
realidad consiste fundamentalmente en el cambio producido por las fuerzas
existentes en la naturaleza. A comienzos del siglo XX, las dos teorías más revolucionarias
de ese siglo, la de la relatividad y la mecánica cuántica, que se basaron en el
comportamiento del fotón, la partícula de que se compone la luz, asentaron
definitivamente aquella idea. En la actualidad, podemos concluir que todas las
cosas, como también sus componentes y los sistemas de los cuales forman parte,
están organizadas estructuralmente y relacionadas causalmente mediante la
fuerza. Cambian y se transforman siguiendo, de acuerdo a sus funciones
específicas, pautas precisas y establecidas, en una secuencia temporal y
abarcando un espacio determinado, de modo que el determinismo de la causalidad
puede ser conocido, derivando de aquél leyes naturales.
Mediante su propio método la ciencia logra relacionar un
efecto con su verdadera causa, destruyendo contundentemente en este proceso la
superstición y la magia. El método científico, forjador de la mentalidad
contemporánea tan ajena a la mitología, se basa en la secuencia
observación-hipótesis-experimentación-verificación-inducción. Somete los
resultados al rigor del número y la medida y a construir modelos y teorías,
hasta llegar a conocer las leyes que gobiernan los acontecimientos. Aunque se
trata del conocimiento de la relación de la causa con su efecto, el experimento
científico difiere de la experiencia cotidiana en que el primero es guiado por
una hipótesis o una teoría matemática, que plantea una pregunta y es capaz de
interpretar la respuesta. Posibilita comprender los fenómenos de la realidad
que de otro modo permanecen inasibles. Enfrentada a la realidad objetiva, la
ciencia observa y analiza las estructuras de las cosas, y experimenta con las
fuerzas que intervienen en organizarlas; formula hipótesis acerca de la
funcionalidad de las cosas que son causas o son efectos; verifica experimentalmente
las hipótesis tantas veces como la necesidad de la certeza lo exija; prosigue
por describir los mecanismos, y mide los procesos por los cuales las cosas
cambian y se transforman e influyen sobre otras cosas; luego continúa por
relacionar suceso tras suceso, llegando a descubrir su ley de conexión; termina
por construir modelos y teorías para explicar ciertas relaciones invariantes
que no se pueden observar directamente en la naturaleza. Así, pues, tanto
hipótesis como leyes, tanto modelos como teorías, juegan su parte en la
principal función de la ciencia, cual es explicar cómo funciona la naturaleza.
La denominación “experimental” o “empírica” que recibe la
ciencia significa que proviene del hecho de que las verdades que enuncia pueden
ser sometidas a la verificación experimental. Sin embargo, la ciencia no parte
necesariamente a posteriori, por
inducción, de pruebas empíricas; también sus hipótesis, modelos y teorías nacen
de intuiciones a priori, como a
menudo ha sido el caso. Ejemplos de leyes descubiertas y teorías enunciadas hay
muchos en los que el científico tuvo la intuición, deduciendo osadas
conclusiones de algunos hechos cotidianos, o representando con gran imaginación
la realidad posible, y sólo después se realizaron los experimentos que vinieron
a confirmar lo primeramente afirmado.
Lo que hace que una verdad tenga validez científica es
que pueda ser sometida a la experimentación para verificarla,
independientemente de si su origen estuvo antes o después de la experiencia. Una
explicación científica no sólo debe ser relevante, también debe poder ser
verificable empíricamente. Sin embargo, el marco teórico que unifica los
distintos fenómenos no surge de la acumulación de hipótesis verificadas. Nada
hay en el conocimiento analítico de hipótesis que posibiliten la elaboración de
la teoría. Una teoría científica es una síntesis abstracta que la mente humana
efectúa tras considerar una cantidad de fenómenos científicos para llegar a una
unidad, que es válida mientras no sea contradicha por otra evidencia
científica, que es indemostrable, que es resumida en unos pocos postulados
científicos, y que puede ser codificada y descrita matemáticamente. Sus
predicciones deben concordar con las observaciones y experimentaciones.
Una hipótesis es una interrogante que surge en el proceso
del conocimiento de alguna relación causal, y demanda respuestas que son
provistas por el método científico de la experimentación y la observación,
entregando mediciones lo más precisas posibles. Un modelo es una descripción a
escala antropométrica de fenómenos imposibles de ser observados directamente,
como el átomo, el ADN, el interior de la Tierra, pero del que se pueden
observar, medir, explicar, analizar y predecir los procesos implicados. Una
teoría es una explicación conceptual y lógica de sistemas basada en la conexión
causal de sus componentes relevantes.
A pesar de que se ha empeñado en enfrentarse directamente
con toda la infinitamente compleja dimensión de la realidad, la ciencia se ha
constituido en un instrumento extraordinariamente eficaz para conocerla en
forma objetiva. A través del método empírico la ciencia continúa, cada vez con
mayor interés y recursos, cubriendo mayores espacios de la realidad,
penetrando en lo más recóndito de las cosas e investigando sus múltiples e
intrincadas relaciones de causalidad. Cada nuevo descubrimiento científico es
una conquista de lo misterioso. Si la filosofía logró expresar el principio de
no-contradicción, por el cual se afirma que una cosa no puede ser y no ser al
mismo tiempo, con cada descubrimiento la ciencia establece leyes que van
carcomiendo el indeterminismo aparente de la realidad, del que en tiempos
pasados resultaba la imagen de caos con la que muchos filósofos la habían
identificado. Como van apareciendo a la ciencia, las cosas del universo, no
sólo no pueden ser y no ser al mismo tiempo, tampoco pueden ser de alguna u
otra manera, pues dependen de relaciones de causa y efecto muy determinadas.
Ellas son además posibles de conocer, de modo que la realidad ha ido emergiendo
como un todo muy organizado y comprensivo, muy lejana de la concepción
idealista que la desechaba como caótica.
La ciencia penetra hasta lo más recóndito en cada escala
de fenómenos que estudia, descubriendo la individualidad de las cosas de entre
la multiplicidad. Así, llega a determinar que todo es discreto y que nada es
continuo en la escala que analiza. Lo que analiza son relaciones puramente
causales entre entidades discretas. El dinamismo que percibimos corresponde a la
multiplicidad de cambios mecánicos que son apreciados desde una escala
superior, donde aparecen como procesos continuos. Puesto que en la realidad
todo es discreto si se llega al fondo de la escala de interés, todo es
cuantificable, y si es cuantificable, todo está sujeto a las operaciones
matemáticas. Es por ello que el lenguaje que emplea la ciencia sea justamente
las matemáticas. Lo que los conceptos científicos tienen de específicamente
científicos es que se relacionan y se definen entre sí de modo matemático.
Conocida es por ejemplo la expresión E = m·c².
La ciencia incursiona en la realidad desde el mundo
microscópico hasta el mundo macroscópico, y en procesos en los cuales no
tenemos un acceso directo sin utilizar instrumentos especialmente
confeccionados. Incluso aquello que es observable sale tan lejos de nuestra
experiencia cotidiana que resulta difícil imaginar y menos describir. Otros
fenómenos, en cambio, no pueden ser observados ni medidos directamente, pero la
ciencia los supone teóricamente. Por ejemplo, las unidades subatómicas podemos
describir como partículas cuando se comportan como tales, y también como ondas
cuando tal es el caso, siendo ambas características contradictorias en nuestra
dimensión antropométrica, por lo que nos es inimaginable el aspecto
undicorpuscular que aquéllas puedan tener en realidad. Aún así, la ciencia
hace un modelo para la estructura y la función, y lo somete a ecuaciones matemáticas,
logrando con este modelo interpretar la realidad de un modo adecuadamente
objetivo y obtener información certera y precisa.
Cada nueva hipótesis, modelo y teoría que se incorpora al
cuerpo del conocimiento científico, pasando a integrarse a éste, supone su
aceptación por parte de la comunidad científica, donde el cuerpo del conocimiento
científico es el conjunto de hipótesis y teorías aceptadas hasta el momento
presente. Por otra parte, esta sensible y atenta comunidad persigue eliminar
cualquier error y contradicción que pueda emerger con los nuevos y continuos
aportes de conocimiento, pues, siendo su aspiración la construcción de un
cuerpo de conocimiento comprehensivo y unitario, y que al mismo tiempo no
contenga error, está dispuesta a abandonar o modificar cualquier hipótesis o
teoría previamente aceptada si se comprueba contradicción con un nuevo aporte
que se demuestre cierto.
Sin embargo, no todo nuevo aporte significa
recíprocamente algún abandono de algo que había sido aceptado previamente, sino
que corresponde al necesario esfuerzo por ser lo más preciso y objetivo posible
frente a una realidad en apariencia infinitamente compleja. Frecuentemente,
los nuevos descubrimientos científicos significan perfeccionamiento de
anteriores teorías. Consideremos, por ejemplo, las teorías acerca de las
órbitas descritas por los planetas. Copérnico, influenciado probablemente por
Aristóteles, supuso que éstas son círculos. Más tarde, Juan Kepler
(1571-1630), sin rechazar la conclusión de Copérnico, pero precisándolo, dedujo
que son elipses. Posteriormente, Isaac Newton (1642-1727) determinó, con aún
mayor precisión, que las órbitas planetarias son curvas más complejas que
derivan de la combinación variable de las fuerzas gravitacionales de los
distintos cuerpos celestes que actúan. Mucho después, Albert Einstein (1879-1955)
infirió que las trayectorias descritas por los planetas son líneas geodésicas
trazadas en el continuo espacio-temporal que se curva a causa de la presencia
de masa. La verdad científica no se encuentra en el consenso subjetivo e
interesado de algún grupo mayoritario de destacados científicos, sino que en
los aportes cada vez más precisos de científicos que describen la realidad, la
cual se va haciendo cada vez más compleja en la medida que va siendo develada.
Las insuficiencias de la ciencia
A pesar de su devastadora crítica sobre la filosofía la
ciencia no ha logrado sustituir el objetivo de este antiguo saber dedicado a
dar respuesta a las preguntas más fundamentales de la existencia. Aunque día a
día ella devela más trozos de verdad de aquella realidad que nos parece a
primera vista tan caótica, en la escala de su quehacer la realidad como
totalidad y unidad siempre le permanecerá inasible. Además, su accionar ha
corroído en tal grado a la filosofía que nuestra época se encuentra sin un rumbo
definido. Comprender la realidad a través del conocimiento racional había sido
precisamente el objetivo perenne y principal de la filosofía, y este vacío la
ciencia ha pretendido ocuparlo en vano.
El mito de nuestra época es la creencia que la ciencia
terminará por darnos las respuestas a las preguntas más fundamentales, como decirnos
cuál es el sentido de una vida que termina en la muerte, cuál es la relación
entre el ser humano y la naturaleza, qué conocemos, qué hace que la persona sea
la finalidad del Estado, qué es el ser y la existencia, la esencia y la
realidad. Para ello nuestra época ha puesto todo el empeño en el descubrimiento
científico en la suposición que cuando el universo termine por ser develado, se
habrá encontrado la luz. Sin embargo, la ciencia es incluso incapaz de entender
conceptos que le son afines, como qué es la energía, la materia, el tiempo y el
espacio. Es justamente la óptica y la metodología de la vilipendiada filosofía
las que nos pueden proporcionar tales respuestas.
El referente filosófico del mito científico es que
recopilando y analizando datos y más datos ad
infinitum a través de la observación y la experimentación, se podría
progresivamente llegar a tener aquel conocimiento universal que buscaba
Aristóteles y que Platón daba el carácter de absoluto. Sin embargo, aunque se
llenen trillones de trillones de megabytes de información científica en la
memoria de supercomputadores y se los haga funcionar interminablemente en
análisis de datos, en esta escala, seguiremos sin poder responder a las
preguntas fundamentales. La sabiduría se puede alcanzar solo a través de
nuestra capacidad de abstracción en el silencio de la reflexión. No es la
cantidad de datos, sino su relevancia y significación y lo que nuestra mente
consigue entrever lo que resulta importante. El mundo conceptual más universal
es necesariamente más abstracto. Es de relaciones ontológicas cada vez más
trascendentales. La inteligencia artificial podrá ser extraordinariamente veloz
y procesar una infinidad de datos, pero difícilmente podrá suplantar la
inteligencia humana en relacionar ontológicamente representaciones para llegar
a conceptos más abstractos y universales que den significados penetrantes a la
realidad.
Tras la intensa incursión de la ciencia en nuestra
cultura, el saber objetivo se enfrenta con un problema. Éste se refiere a la
más completa ausencia de un sistema conceptual que unifique la pluralidad de la
realidad con el objeto de hallar su racionalidad última. La razón de que este
sistema no exista en la actualidad se debe a que el sistema conceptual
tradicional basado en el dualismo (léase idealismo, racionalismo,
existencialismo, fenomenología, etc.), que ya alcanzaba alturas grandes de
conocimiento, terminó por caer desde aquellos mundos ideales y nominales,
destruido estrepitosamente por la lógica de la ciencia y la certeza del
conocimiento empírico.
Nuestra época, bautizada ya de postmoderna, ha tomado
conciencia de dos hechos correlacionados: el derrumbe del saber filosófico a
causa de la revolución científica, y el reconocimiento de que el puro saber
científico no puede reemplazar el entendimiento filosófico. Los escritores que
describen este fenómeno, llamado posmodernista, destacan que la realidad para
nuestros contemporáneos ya no se concibe bajo un solo patrón racional, sino que
se encuentra desintegrada en múltiples significantes sin explicación unificada
posible. La realidad aparece como una multiplicidad de fragmentos de imágenes y
emociones carentes de un sentido trascendental. La razón que estos escritores
aducen para que el sujeto que conoce haya perdido su relación con la realidad
es que el discurso relativista actual no se está refiriendo a objetos reales,
sino que a objetos construidos por los medios de comunicación. Sin desmerecer
esta explicación de orden comunicacional, pienso que en el fondo se encuentra
la histórica destrucción de la tradición filosófica que ha buscado desde su
origen la unidad cognoscitiva de una realidad que naturalmente nos aparece
desintegrada.
Las teorías científicas construidas no alcanzan a dar
racionalidad al conjunto del universo, que no es por lo demás el propósito de
la ciencia, sino solamente a aspectos parciales del mismo, aunque aún ronda el
mito que en un futuro la ciencia terminará por encontrar la fórmula unificadora
del universo, intento que produjo muchas noches de desvelo al mismo Einstein.
Además, por mucho que se concilien todas las teorías científicas en una gran
teoría general que las englobe, ésta nunca podrá reemplazar a algún principio
universal y necesario, propio de la filosofía, que pueda producir un orden
racional para todas las cosas.
La complementación
Aunque se podría desprender que la ciencia ha obtenido
una merecida victoria sobre la filosofía gracias a su método empírico, el que
ha resultado ser más certero que el filosófico en la búsqueda de la verdad
objetiva. Ciertamente, el grado de certeza de una proposición científica llega
a ser total a causa de la demostración experimental que permite la emisión de
juicios a posteriori válidos. Sin
embargo, este mayor grado de certeza en el ámbito de las relaciones de
causa-efecto no justifica que la ciencia deba desplazar a la filosofía de su
propio campo de acción, ni menos todavía, reemplazarla. No es posible aceptar
el enunciado extremo de Bertrand Russell (1872-1970): “lo que la ciencia no
puede decirnos, el ser humano no puede saber”. Por el contrario, tanto la
ciencia como la filosofía son necesarias para comprender la realidad; cada cual
con su propia óptica, su propio método, su propio alcance, sus propias
conclusiones.
La ciencia y la filosofía no son muy diferentes entre sí
en cuanto al propósito de conocer objetivamente la realidad. Ambas tienen el
mismo objeto material o campo de estudio, que es todo el universo, y tienden su
mirada inquisitiva a todo lo que las rodea. Ambas persiguen conocer las cosas
como son a través de ellas mismas o de sus causas. Ambas buscan la verdad y
tienen una postura permanente de crítica para impedir que se deslice el más
mínimo error. Ambas aborrecen de los prejuicios y los mitos. Ambas tienen como
única perspectiva la realidad. Ambas no temen a lo dramática que pueda llegar a
ser la verdad que surge. Ambas tienen un lugar propio en nuestra actividad de
conocer objetivamente la realidad. No obstante, podemos observar que desde la
aparición de la ciencia ambas se han situado en posiciones tan distintas
respecto a la concepción del universo y la metodología empleada para conocer,
que el entendimiento mutuo ha llegado a ser aparentemente imposible. Y desde
hace algún tiempo atrás, la filosofía ha entrado en decadencia, prácticamente
aplastada por el peso de tan poderoso adversario, que ha generado un enorme
desequilibrio de la relación entre ambas fuentes del saber objetivo.
Mientras la ciencia se construye paso a paso por la labor
progresiva de un científico tras otro, involucrando a cientos de miles de
ellos, la filosofía es muchas veces la labor solitaria e independiente de
alguien que se pregunta por los problemas fundamentales e imperecederos acerca
de la naturaleza, del hombre y de Dios, y sobre la existencia y el sentido de
las cosas. Mientras el conocimiento científico es el resultado de la labor de
muchos, el conocimiento filosófico es la recurrente lectura de aquellos que han
formulado las preguntas fundamentales y han intentado responderlas. Mientras
la ciencia penetra en lo complejo, la filosofía busca lo fundamental. Mientras
el conocimiento científico es tanto acumulativo como perfeccionado, el
conocimiento filosófico es la reflexión efectuada en forma renovada, generación
tras generación, a partir de lo que en ese momento se conoce de la realidad
para replantearlo todo. Mientras el objeto material tanto de la ciencia como de
la filosofía es la totalidad del universo, el objeto formal de la filosofía es
todo el universo como un todo que puede explicar sus partes, mientras que el de
la ciencia son las partes que pretenden explicar el todo. Mientras la filosofía
tiende a estudiar lo permanente, la ciencia estudia lo que cambia. Mientras la
filosofía busca entender el sentido y la razón de ser de las cosas, la ciencia
trata de descubrir las relaciones de causa y efecto que explican los mecanismos
del cambio y la transformación de las cosas. Mientras la ciencia busca la certeza,
la filosofía persigue la verdad.
Específicamente, como lo expresara Alfred North Whitehead
(1861-1847), coautor con el mismo Russell, mientras la filosofía busca
justificar la verdad y explicar lo primero y más fundamental de las cosas, la
ciencia permanece enteramente ajena a dichos propósitos. De ahí que, en
general, el filosofar es algo que en los distintos momentos de la historia todo
ser humano puede y llega a efectuar en mayor o menor grado, normalmente en
forma parcial, inconsistente y contradictoria, según su propia visión de la
realidad. Corrientemente, el filosofar es una actividad que se encuentra
relacionada con el esfuerzo personal de algún pensador en particular que no
está necesariamente vinculado al mundo académico y que llega a publicar su
propia reflexión. Si en nuestra época la labor filosófica ha declinado, se debe
al moderno mito que supone que la ciencia tiene la capacidad para dar respuesta
a lo primero y más fundamental de las cosas. En menor grado, se debe al
vertiginoso desarrollo que ésta está experimentando.
La ciencia centra su atención en conceptos
trascendentales como materia, energía, movimiento, velocidad, cambio, causa,
efecto, masa, carga, espacio, tiempo, etc., para alcanzar nuevas y más amplias comprensiones
de la realidad. Sin embargo, los principales conceptos científicos son en
efecto filosóficos y muchos científicos se han conducido más bien como
filósofos en la necesidad de comprender críticamente el significado profundo de
la realidad que emerge de la observación y la experimentación. Si los mitos y
leyendas de la tradición y las explicaciones acientíficas de los fenómenos de
la naturaleza terminan por ser arrollados y destruidos por la ciencia, las preguntas
sobre las últimas cuestiones surgen una y otra vez, buscando siempre una
renovada y fresca respuesta que la ciencia es incapaz de proveer.
La interdependencia
Mientras el conocimiento filosófico es el resultado del
pensamiento humano en un esfuerzo crítico de abstracción, el conocimiento científico
resulta de la aplicación de la lógica matemática a la relación causal de los
parámetros de la naturaleza que se conocen a través del método empírico de
verificación de hipótesis por medio de la experimentación. Es en el sentido que
la teoría es una síntesis conceptual que obliga a la ciencia depender del
esfuerzo filosófico. En último término, la filosofía da sustento a la ciencia.
A pesar de que la ciencia moderna se considera tan autónoma y autosuficiente
que reniega de la filosofía, todos sus postulados son filosóficos. Esta
complacencia la hace cometer serios errores. Por ejemplo, la cosmología moderna
se erige sobre conceptos sobre qué son la materia, la energía, el espacio y el
tiempo que merecen una profunda revisión crítica. Una filosofía fundamentada en
la ciencia, más que las tentativas interdisciplinarias, debiera constituirse
en el punto de encuentro de la multiplicidad de ramas científicas. Hacia esta
filosofía debieran concurrir las diversas ramas para reencontrar su quehacer
final y su significación, establecer su identidad y subordinar su parcela de
conocimiento a la tarea de la comprensión del todo y de las últimas
cuestiones, es decir, de los “por qué de los porqués”. La ciencia debiera
encontrar en la filosofía su propia unidad, pues ésta engloba en una escala
superior el amplio y variado conocimiento que la ciencia no consigue sintetizar.
También la interdependencia fundamental entre la ciencia
y la filosofía no reside en el campo de estudio, u objeto material, puesto que
es el mismo para ambas, esto es, el universo entero. Se relacionan entre sí por
el respectivo punto de vista, u objeto formal, adoptado sobre ese infinitamente
vasto campo de estudio. Cuando la ciencia responde al “cómo son”, se interesa
por la morfología, la composición su funcionamiento y su génesis de las cosas.
Sus dos primeros objetivos (morfología y composición) consisten en la
descripción de las estructuras y sus partes constitutivas, satisfaciendo el
humano anhelo por clasificar, relacionar, catalogar y ordenar la pluralidad de
cosas. Sus dos últimos (funcionamiento y génesis) analizan las funciones de las
estructuras, su origen y su desarrollo, según los mecanismos de su interacción
de acuerdo a relaciones causales, para llegar a conocer su comportamiento y los
procesos y mecanismos detrás de los cambios operados y efectos generados.
Puesto que las cosas pueden agruparse de acuerdo a los parámetros
morfología-composición-funcionamiento-génesis, surgen de la ciencia ramas
específicas para ocuparse de esos conjuntos de fenómenos y relaciones. Alguien
afirmó que la ciencia es un cuerpo diversificado de conocimientos
especializados. A medida que las cosas se analizan con mayor profundidad,
detenimiento y precisión, sus ramas se multiplican sin que se alcance a
percibir aún límites prácticos, pues la información científica sigue fluyendo a
raudales. Como ya alguien calculó, en la actualidad se publica anualmente más
material científico y técnico como el que se publicó desde los albores de la
civilización hasta la Segunda Guerra Mundial. Estamos siendo sumergidos por
torrentes de información, lo que no significa que estemos ganando en mayor
sabiduría. Ocurre que la información puede analizarse y re-analizarse, pero no
se convierte en sabiduría en esa escala. La razón es que la ciencia, en su
cometido de responder a los infinitos “comos” de las cosas, se aproxima a la
realidad de modo fragmentario y virtualmente dentro de muy pocas escalas, que
son la de las relaciones causales, incluidas las hipótesis, los modelos y las teorías.
La finalidad es inferir leyes naturales que son universales, pues podemos
comprobar que las cosas se relacionan y cambian de modos muy determinados y
uniformes, que son válidos para todo el universo. Formalmente, estas
conclusiones universales entran en el terreno de la filosofía.
Adicionalmente, el conocimiento científico posee una
completa continuidad en su desarrollo; cada nuevo aporte que algún científico
entrega a la comunidad depende del conocimiento obtenido anteriormente. Además,
cada nuevo conocimiento alcanzado condiciona la totalidad del conocimiento
científico del momento, pues las distintas ramas son interdependientes; cada
nuevo aporte afecta el conjunto. En consecuencia, el conocimiento científico
posee unidad en su desarrollo y en su variedad. La unidad del conocimiento
científico proviene de la unidad del universo, el que es también materia del
conocimiento filosófico. El universo que es conocido por la ciencia en cuanto a
sus relaciones causales, a sus fuerzas, estructuras y funciones, es conocido
por la filosofía en sus relaciones ontológicas, determinando su significación
y su sentido. Mediante la relación causal, repetible, simétrica entre una causa
y su efecto, la ciencia encuentra el orden en el caos aparente del mundo
sensible. La filosofía, si no quiere quedarse en un mundo ideal de sólo
relaciones ontológicas y sernos, por tanto, irrelevante, debe depender del
orden que encuentra la ciencia.
Suplementariamente, como hemos visto, tanto la filosofía
como la ciencia tratan de la realidad y sus cosas. Frente a ésta la filosofía
se hace la pregunta: “¿qué es?”, intentando averiguar su significado. La
ciencia se pregunta: “¿cómo es?”, intentando entender su funcionamiento. En
este ejercicio cada una posee un criterio particular. La filosofía busca la
verdad. En cambio, la ciencia necesita que exista certeza. En cuanto a la
filosofía, ocurre que la distancia entre la realidad del objeto y la
universalidad de la idea es tan grande en virtud de la abstracción que el pensamiento
puede perder su sustento en la realidad. Ella necesita que siempre exista
verdad entre la cosa concreta y su representación aunque sea muy abstracta. La
verdad, que es la correspondencia entre la realidad concreta y la idea
abstracta, se obtiene tras la crítica. La crítica es recorrer el camino inverso
a la abstracción. Este camino implica definir la idea en términos de la
realidad concreta. Primero, allí surge la relación ontológica. La idea de algo
siempre está referida a otra idea o cosa; si es idea, se puede relacionar a
través de múltiples escalas hasta llegar a la cosa concreta. Segundo, en la
realidad concreta todas las cosas se relacionan naturalmente a través de la
estructura y la fuerza y nuestra mente, surgida adaptativamente para entender
esta realidad, se encarga de comprenderlas ontológicamente. A su vez, la
certeza en la ciencia se obtiene, no inductivamente, sino entendiendo el
mecanismo causal. No basta inducir que cada vez que se gatilla un revólver se
dispara un tiro, pues a la octava vez, puede que no dispare. Necesita entender
también que el sistema del revólver posee una nuez que tiene capacidad para
siete balas. Por parte de la filosofía, como su objeto formal es preguntarse
por el qué son las cosas, la respuesta no tiende a la disgregación de
especializaciones tan característico de la ciencia como resultado del
análisis. La filosofía debe intentar descubrir la unidad sintética a partir de
la diversidad, para llegar al sentido, la significación y la esencia última de
las cosas y dar también racionalidad tanto a la multiplicidad y la mutabilidad
inherente de la realidad como al progresivamente gigantesco tejido de teorías
científicas que persiguen dicha racionalidad. Su legitimidad es evidente si
asciende para observar, desde una escala de mayor amplitud, nuestro universo
múltiple y mutable regido por las leyes universales que la ciencia ha venido
descubriendo.
En fin, aunque el cada vez más complejo entramado de
teorías científicas responde con mayor precisión y certeza al “cómo son” las
cosas, es decir, cómo están compuestas y formadas, cómo se comportan y
funcionan, y al “por qué del cómo”, esto es, por qué las cosas subsisten e
interactúan, apuntando hacia las relaciones causales, no nos puede explicar
el “por qué de los porqués”, qué finalidades, sentidos, significaciones y
valores tienen, y, en último término, por qué existen. Y si respondiera a estas
preguntas, evidentemente ya no sería una conclusión científica. Para conocer
esas “cuestiones últimas”, que confieren racionalidad a la realidad, a las
cosas del universo, al mismo universo y especialmente al ser humano, ser que
busca en forma perenne el sentido de su vida, no sirve la pura experimentación.
Se hace necesario, en primer lugar, un esfuerzo analítico para entender la
multiplicidad y la mutabilidad de las cosas, para pasar, en segundo término, a
una comprensión sintética e integradora, en una escala superior de abstracción,
a partir de la diversidad de la misma realidad que, tradicionalmente, la
experiencia y, últimamente, la ciencia van relacionando causalmente en el curso
de su quehacer. La comprensión sintética se efectúa a través de las relaciones
ontológicas, comenzando desde lo más individual hasta lo más universal.
Por último, en esta nueva reformulación de su quehacer la
filosofía podría generar una nueva metafísica estructurada a partir del
entramado de teorías y desde una perspectiva ubicada en una escala más amplia,
hasta llegar a formulaciones acerca de la totalidad del universo que respondan
al “por qué de los porqués”. La relación metafísica es la máxima expresión de
las relaciones ontológicas que son generadas precisamente por el pensamiento
filosófico y de las relaciones causales que proveen la ciencia. Pero mientras
la ciencia, empleando las relaciones causal y lógica, trata de generalizaciones
de casos particulares experimentables y/u observables, la metafísica trata de
la universalización de las conclusiones generales de la ciencia que ella toma
naturalmente como casos individuales o más o menos universales. Estas diferentes
funciones es lo que distingue en el fondo a una nueva filosofía o más
propiamente una nueva metafísica.
19. EL LENGUAJE
El lenguaje humano es un código
estructurado de signos cuya función es el pensar y la comunicación. Como
referente de las ideas sirve para pensar mejor. Como vehículo comunicacional
colectivo sirve para compartir el conocimiento y las experiencias,
estructurando culturas. Como vehículo comunicacional social sirve para
significar ideas, enseñar, dirigir acciones, expresar intenciones y llegar a
acuerdos. El lenguaje sirve también para otorgar una modulación metafórica a
la expresión poética.
Lo humano del lenguaje
El interés especulativo y el esfuerzo experimental por
responder al “qué es”, al “por qué es”, y al “cómo es” ha conducido a la
filosofía y la ciencia a averiguar qué, por qué y cómo conocemos, pensamos y
nos comunicamos. En esta empresa el análisis del sistema de la lengua surge
como una clave esencial para comprender el mecanismo del conocimiento cuando
relaciona el pensamiento con la comunicación e interviene en la experiencia y
la acumulación y estructuración del conocimiento colectivamente compartido. El
lenguaje humano es también una estructura comunicacional que relaciona a los
seres humanos en una estructura cultural, a diferencia del lenguaje de otras
especies animales que no consigue estructurar culturas, al menos en forma muy
incipiente.
El lenguaje es un sistema o estructura que describe,
traduce o explica la realidad de cosas individuales en ideas, que son entidades
universales. Es natural para el ser humano dar nombres a las cosas mediante la
creación de signos verbales para designar ideas. Estos signos pueden ser
pensados y compartidos con otros individuos para poder comunicarse,
constituyendo un pilar fundamental de la cultura. Las ideas se originan en la
mente de los seres humanos individuales, que son a su vez los individuos de una
comunidad. Las ideas verbalizadas tienen una doble función: sirve a los individuos
para pensar lógica y abstractamente a partir de la experiencia, y hacerlo de
este modo con mayor claridad, orden y propósito; también sirve a los individuos
de una comunidad para comunicarse entre sí y construir conocimiento compartido.
En contra de algunas escuelas filosóficas platónicas de
análisis de la lengua, se puede afirmar que el lenguaje es esencialmente una
expresión del pensamiento abstracto y racional, y no que el pensamiento sea
una expresión del lenguaje. El pensamiento es naturalmente anterior al
lenguaje. El pensamiento no viene a la mente porque la persona sea capaz de
hablar, sino que el lenguaje existe porque la persona piensa. Además, muchas
veces el pensamiento es inexpresable por el lenguaje. Aunque ambos manejan
ideas, se diferencian en que el pensamiento es un productor de relaciones
ontológicas y lógicas, en tanto el lenguaje es un traductor de las ideas
producidas por la mente, remitiéndose a unir estas relaciones o conceptos a
signos convencionales.
Una mínima parte de lo que un ser
humano piensa lo comunica, y lo que comunica es mayormente intencionado,
buscando complacer, manipular, dominar y también describir, explicar, educar,
acordar. Por otra parte, puesto que desde que nace el individuo es sujeto al
lenguaje de su madre y de la comunidad donde nace, él adquiere el lenguaje de
su comunidad y, en especial, el de sus pares cuando se hace mayor. A través del
lenguaje que adquiere, él recibe los valores, mitos, prejuicios,
comportamientos, conocimientos y valores de su comunidad, de manera que su
pensamiento es en gran medida afectado por el leguaje. Durante su vida la
persona deberá hacer un gran esfuerzo crítico para despojarse de tantas
valoraciones impuestas por el lenguaje si desea encontrar la verdad objetiva.
Mientras el pensamiento como actividad intelectual e
intencional es dinámico, el lenguaje es una estructura significativa tan
estática que hasta puede ser grabada en mármol. Sin embargo, su significado
puede ser comprendido por nuestro intelecto para explicarnos, instruirnos,
informarnos o educarnos; también puede tocar nuestros sentimientos y hacernos
reír o llorar, alegrarnos o entristecernos, motivarnos o inmovilizarnos; en
fin, puede intervenir en nuestra deliberación intencional y afectar nuestro
libre accionar.
El lenguaje facilita a un individuo reflexionar en forma
conceptual y lógica sobre sí mismo, su medio y su relación con el medio, ya que
exterioriza el pensamiento a través de signos, los que pueden adquirir formas
más concretas y permanentes que la fugaz idea en el pensamiento. Con la ayuda
del lenguaje las ideas pueden relacionarse más fácilmente en proposiciones, y
éstas pueden ser ordenadas lógicamente con igual facilidad.
Las lenguas de todas las culturas humanas, por muy
primitivas que nos parezcan, son igualmente funcionales. La capacidad para
compartir el significado de signos es básica para la existencia de un lenguaje.
Pero la capacidad de pensamiento abstracto y lógico, que caracteriza a los
seres humanos, se destaca como el fundamento principal de un lenguaje
conformador de cultura. El hecho de que el lenguaje tenga una dimensión
cultural se debe a tres factores: 1º la sociabilidad tan característica de los
primates que buscan compartir experiencias, cooperar, sentirse incluidos y ser
considerados por los demás, 2º la capacidad para estructurar ideas y
relacionarlas con signos lingüísticos convencionales, y 3º la necesidad de
coordinar acciones.
Además, el lenguaje tiene una dimensión particularmente
única. Jean Piaget (1896-1980) ha señalado que, como contacto con el exterior,
aquél abre la compuerta al caudaloso torrente de la cultura dentro del
conocimiento del individuo que queda capacitado así para entrar a formar parte
de la comunidad cultural, que es la misma estructura social a la que pertenece
y que comparte una determinada estructura cultural. Por parte del individuo,
éste queda con una capacidad para extender y hacer real a otros individuos su
propio y personal mundo y comunicar sus experiencias e intenciones.
El origen del lenguaje
Parece correcto sostener que el lenguaje fue surgiendo en
la especie homo sapiens en la misma
medida que sus individuos adquirían mayor capacidad cerebral para el
pensamiento abstracto y lógico. Es imposible saber cuándo precisamente el homo sapiens se diferenció de su
discutido predecesor, el homo erectus.
Probablemente, los artefactos hechos por nuestros antepasados son un reflejo
de nuestra capacidad para pensar y comunicarnos y nos pueden dar una medida de
nuestra locuacidad. Existen registros arqueológicos de toscos utensilios desde
entre dos y medio y dos millones de años, pertenecientes a la cultura
olduvayense, propios del homo habilis.
En el paleolítico inferior, hace 1,65 millones de años, aparecen utensilios más
simétricos y funcionales, que se comprenden en la cultura acheulense que dura
hasta hace entre 200.000 y 100.000 años. En el paleolítico medio, desde hace
125.000 años hasta hace 40.000 años, surge una nueva cultura, conocida como
musteriense, que es la del hombre de neandertal. Sus registros pétreos nos
presenta instrumentos mejorados, pero la gama no se amplía significativamente.
Es ilustrativo observar que el progreso registrado haya sido tan
extraordinariamente parsimonioso, observado desde nuestra vertiginosa cultura
tecnológica.
Sin embargo, con la aparición plena del homo sapiens, hace unos 80.000 años, el
registro de utensilios no sólo muestra un acelerado progreso, sino que es
posible advertir que las formas manufacturadas fueron concebidas previa e
intencionalmente mediante reflexión, imaginación y planificación, como es
nuestra forma característica de hacer las cosas. En el cerebro humano los
centros del pensamiento y del lenguaje son mayores que los destinados al
control de movimientos. El crecimiento de estas zonas fue proporcional al
desarrollo del lenguaje y de la capacidad para concebir ideas y forjar
proyectos.
El lenguaje articulado, que es el utilizado por los seres
humanos, fue posible cuando en nuestros antepasados, en algún momento de la
evolución, a partir de hace unos 200.000 años, a causa de alguna ventajosa
mutación genética, probablemente más beneficiosa para una vida desarrollada en
un medio acuático que obligaba a permanecer por largos minutos bajo el agua
pescando y mariscando, la laringe adquirió una posición más baja en el cuello,
lo que permitía nadar y sumergirse más fácilmente. Esto produjo un aumento del
tamaño de la faringe, que es el espacio situado entre el fondo de la cavidad
nasal y la laringe y que constituye una cámara inexistente en los otros
primates conocidos. Esta ampliación estructural de la faringe nos permite
emitir justamente los sonidos vocales que requiere el lenguaje articulado.
No obstante, podríamos observar que si no se hubiera
producido esta transformación estructural en nuestro tracto respiratorio, no
estaríamos evidentemente hablando en forma articulada, pero habríamos, sin
duda, encontrado otro medio de comunicar nuestros pensamientos, pues la
capacidad de comunicación simbólica no depende de la estructura de la faringe,
sino de la estructura del cerebro. Desde la aparición de la escritura podemos
comunicar nuestros pensamientos sin necesidad de la voz articulada. Ahora, a
través del internet podemos presionar nuestros dedos sobre el teclado y
comunicarnos en tiempo real a través del ciberespacio.
El lenguaje, hablado o no, no surgió por la necesidad de
planificar una cacería ni tampoco para transmitir instrucciones para
confeccionar artefactos y recolectar frutos, como algunos han sostenido. El
antropólogo Richard Leakey (1944-) ha observado que en la caza rara vez se
habla para no espantar la presa, y que las especies que cazan en grupos muy
coordinados, como los perros salvajes, no necesitan naturalmente hablar, y
tampoco ladran. El propósito del lenguaje fue para comunicar mejor los
pensamientos y los sentimientos, las experiencias y los proyectos, las proposiciones
y los acuerdos.
A la inversa, sólo cuando fue posible estructurar ideas y
producir el pensamiento apareció plenamente el lenguaje. Tanto el contenido del
pensamiento como el del lenguaje son las ideas. El pensamiento se exterioriza a
través del lenguaje. El lenguaje transmite ideas pero no es capaz de transmitir
directamente percepciones ni imágenes, sino a través de descripciones que
emplean ideas. Recíprocamente, las imágenes de la cultura persiguen comunicar
ideas. Así se dice que una imagen vale 100 palabras, resaltando la distancia
que existe entre imagen e idea.
La naturaleza del lenguaje
El lenguaje no tiene existencia propia. Se origina en los
seres humanos. Por tanto existe porque existen seres que piensan y se
comunican. Sin embargo, se diferencia del pensamiento. El pensamiento y el
lenguaje tienen como sus unidades discretas las ideas, pero mientras el
pensamiento genera, a partir de las imágenes, relaciones ontológicas
significativas, universales y abstractas, que son las ideas y los conceptos, y
produce relaciones lógicas con éstos, el lenguaje une estos conceptos generados
a signos convencionales compartidos. El pensamiento salta de un punto a otro
del espacio tridimensional representado en su universo abstracto, mientras que
el lenguaje avanza siguiendo una secuencia estrictamente lineal. El
pensamiento es un proceso rápido y hasta simultáneo, en tanto que el lenguaje
es un proceso penosamente lento e intrincado. No obstante, el lingüista
estadounidense, Noam Chomsky (1928-), fue justo en señalar que para una buena
parte del pensamiento necesitamos de la mediación del lenguaje.
La estructura del conocimiento aparece compuesta por una
infinidad muy fluida y variada de unidades discretas de imágenes y estructuras
más complejas de ideas y conceptos. Estas unidades son representaciones
mentales de la realidad sensible. El conjunto de asociaciones duales de
unidades significativas con unidades significantes conforman la estructura del
lenguaje. Esto es, la asociación dual interdependiente de la estructura del
lenguaje consiste en la unión de dos unidades de distinta índole: un concepto
(el significado) con una imagen acústica, visual o táctil (el significante). En
cuanto a la imagen acústica, el sonido le posibilita ser emitida y escuchada,
permitiendo que el lenguaje sea un reflejo del pensamiento de un individuo que
se exterioriza mediante signos, primariamente auditivos, y secundariamente de
otros modos, los que son captados y entendidos por otros individuos.
Los animales no hablan ni son capaces de crear cultura,
simplemente porque no tienen capacidad para sintetizar ideas ni conceptos a
partir de imágenes, sino que de una manera muy rudimentaria. El lenguaje animal
está constituido por señales sonoras, visuales, olfativas, táctiles, a modo de
signos, para señalar un significado diferente a dichas señales. Pueden
señalizar peligro, alimento, deseo sexual, agresividad, bienestar y una
cantidad de imágenes concretas semejantes, mediante conductas básicamente
innatas. Loros y tordos pueden aprender hasta nombrar objetos; chimpancés y
delfines pueden señalar símbolos que representan imágenes y pueden aprender
determinados comportamientos de sus semejantes; muchos animales pueden
obedecer a domadores y entrenadores. Pero ningún animal es capaz de elaborar
ideas abstractas, ni menos de relacionarlas lógicamente. Lo interesante del
experimento del fisiólogo ruso, Iván Pavlov (1849-1936) no fue comprobar que
un perro salive al escuchar una campanilla que ya había asociado con comida,
sino que demostrar que el animal es capaz de asociar una imagen acústica
significante (la campanilla) con una imagen muy concreta que produce deseo (la
comida). Pero esto está muy lejos de la capacidad para relacionar la imagen
significante con la idea abstracta de comida.
El sistema de la lengua
Fonética y gramática
La ciencia busca conceptos teóricos más amplios que
permitan englobar los problemas lingüísticos. A partir de la observación del
hecho de que cualquier hablante de una lengua es capaz de emitir mensajes que
nunca se han producido antes y es entendido por los oyentes el erudito prusiano
Wilhem von Humbolt (1767-1935) concluía que la lengua es una estructura
compuesta por unidades discretas finitas capaces de generar infinidades de
mensajes.
Las unidades discretas de los mensajes son las palabras.
Estas contienen un doble valor: como significante, o imagen acústica o forma
fonética, y como significado, que es la idea o concepto; ambos valores se unen
en la palabra. En cuanto forma fonética, las palabras están compuestas por un
conjunto limitado de sonidos, que son aquellos que pueden ser emitidos por la
boca humana. A través de la adecuada estructuración de estas unidades
discretas, que son los sonidos, un loro puede pronunciar palabras. Que éstas
sean significantes depende que estén unidas a sus respectivos significados, y
esta unión la pueden realizar seres dotados de bastante mayor inteligencia que
el verde plumífero. No obstante, es posible entrenar un loro para que una la
palabra que emita, o significante, con un significado tan concreto como una
imagen, y poder comunicarse con éste.
A causa del doble valor de la palabra, es decir, como
significante y como forma fonética, la escritura fonética aventajó a la
ideográfica y la jeroglífica, en las que cada palabra completa está
representada por una figura o un símbolo, en cuanto logró determinar sus
unidades discretas sonoras y representarlas por letras, de modo que con un
alfabeto limitado a más o menos 27 caracteres se puede escribir cualquier
palabra. Es una lástima para los chinos que sus dialectos no puedan aprovechar
las ventajas del alfabeto, pues sus palabras son monosilábicas, con lo que se
reduce apreciablemente la posibilidad de utilizar 27 caracteres para cubrir la
totalidad de sus monosílabos. El lenguaje hablado chino debe recurrir a
diferentes tonos de voz para distinguir los múltiples homónimos. En
consecuencia, para pasar del sistema de ideogramas a uno alfabético cada sílaba
debiera estar acompañada de una nota de la escala musical de tonos que ellos
usan.
El lenguaje une palabras, sus unidades discretas, según
reglas sintácticas para estructurar oraciones. A partir de los 27 caracteres o
letras del alfabeto se pueden formar las cien mil palabras, o más, que aparecen
en un completo diccionario. Con dichas palabras se pueden escribir infinitos
libros, cada uno conteniendo decenas de miles de oraciones distintas y completamente
significativas.
La teoría del significado
El lógico alemán, Gottlob Frege (1848-1925), en defensa
del realismo, contradijo la tesis de John Locke (1632-1704), expuesta en su Ensayo sobre el entendimiento humano,
que las palabras son signos, no de imagen e imagen acústica, sino de los
objetos de la realidad sensible y están contenidos en la mente humana. La mente
asignaría significados a las palabras, siendo el lenguaje una herramienta que
sirve para comunicar ideas. Entre el lenguaje y la realidad no habría relación
directa, por lo que la verdad es un asunto de palabras.
En contra del psicologismo de Locke, la teoría del
significado de Frege afirma que nuestras palabras se refieren directamente a
objetos. Los signos significan los modos de darse los objetos a los que nos
referimos con nuestras palabras. Frege distingue entre el objeto que designamos
con un signo (la referencia) y el sentido que expresa el modo de darse el
objeto. El sentido de una expresión no es una representación subjetiva, pues de
la referencia y del sentido del signo hay que distinguir la representación a él
asociada. La referencia de un signo es un objeto. Si el objeto es sensible, la
representación es una imagen interna, producto del recuerdo de las sensaciones causadas
por dicho objeto. Tampoco el sentido de una expresión de un signo es una
representación subjetiva y se entiende en la medida en que se tiene un cierto
conocimiento del referente. Los sentidos, que son los significados de las
palabras, pertenecen a comunidades de hablantes y no a las mentes de los
individuos y lo que es exclusivo de los sujetos son sus representaciones
subjetivas, de las que las palabras no son signos.
El significante y el significado
En el ser humano el lenguaje ha alcanzado un desarrollo
extraordinario gracias a la gran capacidad y funcionalidad de su cerebro. Estas
mismas características permiten al ser humano evocar y relacionar una imagen o
una figura, un concepto o una idea, que representan un objeto o una realidad
percibidos mediante los sentidos de sensación. La investigación lingüística se
ha centrado específicamente en la relación entre la palabra como combinación de
elementos fonéticos y el objeto de la realidad a la que se refiere y
representa. El lingüista suizo, Ferdinand de Saussure (1857-1913), fue el
primero en señalar que el signo lingüístico no une una cosa con un nombre,
sino un concepto con una imagen acústica, es decir, la palabra no transmite la
cosa, sino la idea de la cosa.
Para de Saussure el lenguaje es un sistema de signos que
nos sirve para comunicar nuestras ideas y conceptos, evocando en la mente de
otro las ideas y los conceptos de las cosas que se forman en nuestra propia
mente. Tanto la cosa ARBOL como la forma fonética ¡árbol! no pertenecen al
sistema de la lengua. En cambio, el signo lingüístico es una asociación
psíquica de una imagen con una idea: el significante o imagen acústica, que es
la huella psíquica que se produce en nuestro cerebro al oír la palabra “árbol”,
y el significado, que es la idea que cada uno tiene de lo que es un árbol.
Ambos elementos están íntimamente unidos en nuestra mente de modo bipolar y
recíproco, componiendo en conjunto una entidad lingüística de dos caras
interdependientes, ya que el nombre evoca el sentido y el sentido evoca el
nombre.
Solamente el lenguaje abstracto es específicamente
humano. En cambio, muchas especies de animales avanzados han desarrollado
lenguajes para comunicar imágenes concretas, y sus signos son en parte instintivos
y en parte aprendidos, como algunos etólogos han logrado demostrar, por
ejemplo, el austriaco Konrad Lorenz (1903-1989). Experimentadores han
conseguido, por ejemplo, que loros, chimpancés, etc., lleguen a relacionar
elementos fonéticos con objetos de la realidad y darse a entender tanto como
entender lo que el experimentador le comunica cuando le habla. Pero estos
significados son imágenes concretas que evocan imágenes similares. La palabra
“azul” que emite un loro amaestrado está evocando en su mente la imagen del
color azul. Un significado más abstracto y universal, como el concepto “color”,
sale de la capacidad de comprensión de un animal.
De Saussure señalaba también que la unión imagen-idea del
lenguaje humano está dominada por una serie de leyes. Primero, el carácter arbitrario
de sus relaciones, es decir, la asociación significante es convencional y
resulta de un acuerdo entre los que emplean la lengua, pues nada hay en la
combinación de sonidos que componen ¡árbol! que la una con el significado
árbol. Segundo, el carácter lineal del significante es un principio basado en
la imposibilidad de que en un mismo mensaje puedan aparecer de modo simultáneo
dos significados, pues necesariamente uno tiene que seguir al otro. Por una
parte, el medio de comunicación no tiene la capacidad práctica de transmitir
más de un significado a la vez y, por la otra, la posición del significado
respecto al resto le otorga un significado adicional (sería interesante la
posibilidad de un lenguaje holístico, que es como funciona nuestro cerebro).
Tercero, la lengua es un conjunto de signos mutuamente relacionados y
recíprocamente unidos. Los signos no están aislados, sino que forman un sistema
o conjunto de relaciones que son las que definen los signos.
Podemos apreciar en consecuencia que el sistema general
de la lengua contiene varias escalas sucesivas e incluyentes. En la escala
inferior existen imágenes acústicas o significantes y también ideas o
significados. La relación de estas unidades estructura uniones convencionales
de imagen (significado)-imagen (significante), usadas tanto por animales como
por humanos. En una escala superior la relación es de una imagen acústica con
una idea, que constituye el signo lingüístico o palabra y que requiere la
capacidad humana de abstracción. Estas estructuras se definen por otras, de
modo que se estructuran en la escala siguiente, tornándose en unidades discretas
de las estructuras conceptuales, que requieren secuencias de unidades que se
ordenan o subordinan entre sí en forma cualitativa y cuantitativa. Este es el
caso del orden existente en las sentencias de sujeto-verbo-predicado. Por
último, en la escala superior del sistema de la lengua, las estructuras
conceptuales se constituyen en las unidades discretas de la estructura lógica y
que forma parte de los raciocinios.
La sintaxis y la semántica
La teoría generativa, que fue concebida por el citado
Chomsky, es particularmente interesante para comprender el lenguaje como
función de la estructuración cerebral adquirida en el curso de la evolución,
pues presenta un notable descubrimiento. Procurando obtener el conjunto de
reglas que el hablante posee para construir y entender correctamente todos los
mensajes que son emitidos, Chomsky observó que existe una profunda relación
entre sintaxis y semántica cuando intentó dar respuesta al problema de cómo
una persona es capaz de adquirir el conocimiento de la lengua.
Por una parte, el sistema de reglas de una lengua es
extraordinariamente rico y abstracto; por la otra, la experiencia de datos
inmediatos que tiene un niño es muy limitada y fragmentaria. Sin embargo, un
niño, independientemente de su inteligencia y sin aprendizaje especial, asimila
sin dificultad alguna y con gran rapidez precisamente ese complejo sistema.
Chomsky hizo la comparación entre la fácil asimilación de dicho sistema con la
enorme dificultad que tiene cualquier persona para asimilar otro sistema tanto
o menos complejo que el de una lengua como, por ejemplo, el de la química.
Concluyó que un sistema de conocimiento, como el de la química del ejemplo u
otro cualquiera, se ha desarrollado como un tipo de producto cultural a través
de muchas generaciones de individuos y mediante la intervención de muchos
genios. En cambio, el sistema de conocimiento del lenguaje, o del conocimiento
del comportamiento de los objetos en el espacio físico, es una propiedad innata
del organismo humano. Este asimila aquél tipo de sistema de conocimiento porque
ya lo “conoce”, de la misma manera como adquiere la facultad para alimentarse
o caminar. Un ser humano posee esa capacidad en el cerebro por su constitución
genética desarrollada en el curso de la evolución biológica.
En su teoría la gramática generativa es el conjunto de
principios o reglas innatas y fijas, que son parámetros programados en el cerebro
y que permite traducir combinaciones de ideas a combinaciones de palabras. La
gramática formal, que es un sistema combinatorio discreto que permite construir
infinitas frases a partir de un número finito de elementos mediante reglas
diversas que pueden formalizarse, caracteriza la sintaxis que tienen las
secuencias de palabras.
La estructura del lenguaje (realidad,
representación y signo)
Para que el sistema de la lengua quedara firmemente
asentado en nuestra genética, no solo requirió de tiempo evolutivo, sino que
representó una ventaja adaptativa. La ventaja consistió, no tanto en facilitar
la sociabilidad de los individuos, como en representar las representaciones
psíquicas de la realidad de estructuras y fuerzas, que es lo que define el ser,
en símbolos cognoscitivos y comunicables. El lenguaje es una representación
simbólica de nuestra estructura de pensamiento, y éste es una representación
psíquica de la realidad. Si Chomsky relacionó la semántica con la sintaxis a
través del lenguaje, es posible relacionar también esta relación con la
realidad misma con el objeto de ser necesaria. Las unidades discretas del
pensamiento son las ideas; en el lenguaje las ideas, que se refieren a cosas,
son representadas por palabras; las cosas de la realidad son o estructuras o
fuerzas; las palabras tienen un valor sintáctico; la sintaxis estudia las reglas y principios que gobiernan la
formación de las oraciones gramaticales; la gramática es el estudio de las reglas y principios que gobiernan
el uso del lenguaje y la organización de las palabras dentro de las oraciones.
Veremos que en la gramática las palabras representan estructuras o fuerzas.
Nuestros contenidos de conciencia (sensaciones,
percepciones, imágenes e ideas o conceptos) son representaciones psíquicas de
la realidad sensible (ref.: Una
metafísica del universo y Una teoría
del conocimiento). En la realidad las cosas son estructuras que se
relacionan entre sí porque son funcionales, y son funcionales porque están
dotadas de fuerzas. La relación sujeto-verbo-predicado resume el modo de que
una estructura se relacione causalmente con otra estructura a través de la
fuerza. Nuestra mente, que busca entender y expresar la realidad lo más
precisamente posible, estructura sus representaciones conceptuales según cómo
se da efectivamente en la realidad. La gramática distingue lo más
característico de la realidad, que es la diferencia entre estructura y fuerza. El
innatismo de Chomsky no debe comprenderse como que el sistema de la lengua se
transmite genéticamente, sino como que nuestro intelecto evolucionó hacia una
enorme capacidad para relacionar y asociar, y es esta capacidad la que reside
en nuestro material hereditario. De este modo, desde nuestra tierna infancia
podemos comprender la diferencia entre estructura y fuerza, relacionar a partir
del material sensible contenidos de conciencia de mayores escalas de
estructuración hasta obtener relaciones ontológicas y lógicas, llegando a
ontologizar las relaciones causales que observamos en la realidad y, por
último, asociar dichos contenidos con signos lingüísticos.
En gramática la palabra es un sustantivo o un adjetivo
cuando la idea representa directamente una estructura, y es una preposición,
una conjunción o un artículo cuando representa relaciones de estructuras. En
cambio, las palabras que representan fuerzas se agrupan en lo que en gramática
se designa como verbo, y aquellas referidas a modificaciones de fuerzas, que
corresponden al adverbio. Podemos advertir que sólo el verbo tiene tiempo; ello
se explica porque sólo la fuerza actúa en el tiempo. Igualmente, sólo los
sustantivos, juntos a sus adjetivos y artículos correspondientes, tienen
número, pues las estructuras pueden ser singulares o plurales. También podemos
notar que las diferencias entre las acciones expresadas por los distintos
verbos se refieren al modo de ser funcional específico de cada estructura
particular. Cuando no es una simple identificación o definición de una cosa,
toda oración se refiere a una acción e interpreta siempre un proceso mecánico
desarrollado dentro de los parámetros espacio-temporales. El lenguaje siempre
está referido a nuestra realidad sensible, aunque sea el fruto de la
imaginación más descabellada, pues procede de nuestra experiencia.
El lenguaje y el pensamiento
Signos verbales
En la evolución de la especie humana el lenguaje y el
pensamiento se han ido desarrollando simultáneamente en la misma medida que ha
crecido y desarrollado la capacidad cerebral. Sin embargo, el segundo es
naturalmente anterior al primero. Primero tenemos en nuestra conciencia una
idea representativa de un objeto, que es el conocimiento, antes de unir aquella
idea con una imagen acústica o gráfica en un signo lingüístico. El conocimiento
consiste en un flujo de representaciones de distintas escalas de magnitud de la
realidad sensible que son procesadas progresivamente por la mente, cuyo soporte
es el cerebro. Comienza con las sensaciones que nos llegan a través de los
sentidos. Éstas se constituyen en unidades discretas de la percepción. En una
escala superior las percepciones se estructuran como unidades discretas de la
imagen. Y en una escala aún superior las imágenes se estructuran en la idea o
concepto. Tanto las percepciones, las imágenes y las ideas son contenidos de
conciencia subjetivos y también representaciones de la realidad objetiva, pero
en escalas sucesivas de complejidad.
La mente humana es capaz de estructurar las ideas desde
lo individual a lo más universal en lo que se llama pensamiento abstracto.
También ella es capaz de estructurar ideas para conformar proposiciones o
juicios, y relacionarlas de manera lógica, en lo que se llama pensamiento
lógico. La mente puede realizar esta actividad sin necesidad de recurrir a
signos lingüísticos, pero su uso hace el pensamiento más ágil y preciso. En el
pensamiento los signos lingüísticos omiten los procesos mentales reestructuradores,
sustituyéndolos con gran economía de esfuerzo. Ahorra tiempo omitir volver
repetidamente hacia atrás cuando puede valerse de elementos que son síntesis de
laboriosos procesos mentales y ocupan funciones determinadas en la estructura
de las representaciones como estructuras y fuerzas.
Sin embargo, las representaciones que generaron los
conceptos productos de la abstracción y la lógica, y que se mantienen presente
en el pensamiento, evocando todas las riquezas y la gama de matices que fueron
considerados para representar con mayor fidelidad la realidad, están ausentes
en las proposiciones de la lógica, la que se caracteriza porque es fría y
mecánica y porque considera solo el aspecto de la certeza de la proposición con
el objeto de obtener conclusiones también ciertas. Al abstraer de un concepto
toda la representación de la realidad para reducirlo a una unidad discreta de
la lógica, estamos obteniendo mayor conocimiento de ella por las nuevas
relaciones que inferimos. Para que el lenguaje pueda transmitir la sutileza de
matices que el pensamiento elabora debe recurrir a adjetivaciones y analogías.
Desde el punto de vista de la lógica, nuestro pensamiento
tiene mayores posibilidades que el lenguaje para relacionar las ideas en
proposiciones, y relacionar las proposiciones en argumentos para inferir
conclusiones correctas. La creencia de que el lenguaje posee una flexibilidad
de significado tan amplia que puede reproducir cualquier contenido de
conciencia proviene de Aristóteles, y ha sido perpetuada hasta nuestros días
por el excesivo respeto a su filosofía. Sin embargo, el lenguaje verbal de
proposiciones compuestas por sujeto, verbo o cópula y predicado no siempre
tiene precisión. Su naturaleza es equívoca, su construcción es ambigua,
presenta vaguedades, contiene dichos desconcertantes y metáforas engañosas.
Además, a menudo queda corto para expresar la complejidad de la realidad que se
comprende y las enormes posibilidades del pensamiento.
Debemos tener en cuenta que el lenguaje no es primaria ni necesariamente un sistema de
comunicación; principalmente, es un medio para alcanzar objetivos relacionados
con la supervivencia y la reproducción. En este sentido, los seres humanos
tenemos la capacidad para verbalizar una gran parte de los contenidos de
conciencia. Pero cuando superamos los cuatro años de vida no los articularemos
si no responden a intenciones que se relacionan con intereses individuales muy
específicos. Protegido por el impermeable y duro cráneo, siempre existirá un
abismo entre lo que pensamos y lo que decimos. Cada cual aprende desde
temprano que el otro puede ser inducido a actuar según la propia conveniencia
mediante el empleo adecuado de la lengua. También a través de una adecuada
comprensión de la lengua podemos frecuentemente comprender las ocultas
intenciones del otro. Corrientemente, el valor real de las palabras está oculto
en su contexto.
El lenguaje simbólico
Con el propósito de superar el equívoco formal del
lenguaje verbal la ciencia y la lógica han tenido que inventar lenguajes
simbólicos. Algunos son de simbología muy compleja y sirven para satisfacer las
necesidades de conceptualización, información y procesamiento lógico que el
pensamiento humano ha ido creando en su confrontación con la realidad objetiva.
La ciencia emplea el lenguaje matemático para describir simbólicamente la
realidad y lo que contiene. Ya Galileo había observado que “el libro de la
naturaleza está escrito en símbolos matemáticos”. Esto ocurre así porque
nuestro universo, constituido por estructuras funcionales, es esencialmente
cuantitativo. Nosotros podemos abstraer la cantidad de la multiplicidad de
entes y comprobar que los números están sujetos intrínsecamente a la lógica.
El valor principal del lenguaje matemático es suministrar
un sistema universal de símbolos cuantitativos. La cantidad es simbolizable
por números, que son las unidades discretas del sistema matemático. Así, si las
cosas del universo se reducen a cantidad, ya sea porque son extensas o
intensas, y por tanto cuantificables, también se pueden simbolizar. Además de
los espacios y los tiempos de las estructuras, la ciencia mide las magnitudes,
intensidades, direcciones, sentidos, duraciones, alcances y velocidades de sus
funciones. Combina las propiedades espacio-temporales con la naturaleza de las
estructuras y las fuerzas. Esto quiere decir que, si la cantidad puede
explicar la realidad, ésta puede traducirse a valores numéricos.
La ciencia se ocupa de la realidad y sus cosas
relacionando o uniendo las características de las fuerzas y estructuras con los
parámetros de espacio y tiempo mediante símbolos numéricos y combinando estos
símbolos en forma lógica, que es precisamente en lo que consisten las
matemáticas en tanto disciplina formal, y que es el contenido de la famosa obra
de Bertrand Russell y Alfred N. Whitehead, Principia
Mathematica (1913). De este modo, de una realidad aparentemente caótica,
surge el orden y la unidad del movimiento, la causalidad, los procesos y los
mecanismos, las hipótesis, las leyes, los modelos y las teorías. El orden y la
unidad propios de la realidad se reflejan en el lenguaje matemático, el que ha
sido posible gracias a Pitágoras, para quien permite rebasar el lenguaje
corriente en la interpretación de la realidad.
Gracias al lenguaje matemático, el hecho cualitativo,
subjetivo y privado se convierte en un hecho cuantitativo, objetivo y
comunicable. Las sensaciones de calor y humedad pueden ser convertidas en
cantidades precisas y universalmente comprensibles, tales como 40° C, 99% de
humedad relativa, color anaranjado de 640 nanómetros de longitud de onda. Toda
sensación que puede ser medida puede convertirse en un concepto que es
ontológicamente definido por sus funciones. Toda definición puramente verbal y
cualitativa puede ser eventualmente descrita en términos precisos y
cuantitativos.
No obstante la objetividad y precisión del lenguaje
matemático, la metáfora y la analogía en general son los modos usualmente
empleados en el lenguaje articulado (como también en el pensamiento) para mejor
sintetizar los hechos, describirlos y ubicarlos en su propia realidad. Es mucho
más sencillo y útil en el diario vivir relacionar las representaciones de las
cosas en forma metafórica que cuantificarlas y relacionarlas numéricamente. Así
decimos calor infernal, humedad sofocante, o anaranjado intenso. El hecho es
que los seres humanos no somos afortunadamente exactas y precisas computadoras
con lenguaje binario, sino que somos esencialmente seres con emociones y
sentimientos, con proyectos y deseos, siendo las metáforas y las analogías más
significativas que los fríos números, pues involucran todo nuestro ser y nos
coloca en una dimensión más antropométrica. Tal como se dice que una imagen
ahorra mil palabras, podemos decir en este contexto que una metáfora ahorraría
millones de fórmulas y ecuaciones matemáticas existencialmente irrelevantes.
Si bien las matemáticas, por su exactitud, es el lenguaje
más preciso para referirse a las estructuras y las fuerzas, tienen una
limitante esencial. La formulación matemática no puede traspasar la barrera de
las escalas. Un físico puede llenar un pizarrón con fórmulas y ecuaciones para
referirse a un fenómeno físico, pero no podrá saltar de escala para incluir,
por decir, fenómenos históricos, políticos o religiosos. El salto de una escala
a otra puede realizarse mediante la analogía, pero ahí cesamos ya de ser
deductivos, y nuevamente debemos recurrir al lenguaje descriptivo y analógico.
El lenguaje y la cultura
Platón nos hizo creer en su mito de la caverna que antes
de vivir en el mundo terrenal, habíamos existido en el perfecto y absoluto
mundo de las Ideas. Dos mil años después, Rousseau nos reafirmó la idea de que
la cultura y sus instituciones de la civilización venían a empañar nuestro
prístino pensamiento y modo de ser propios del mítico hombre natural. Después
de Darwin no es correcto pensar que el origen de los seres humanos estuvo en
Paraíso Terrenal, tras lo cual, por el Pecado Original, existió un castigo
divino, sino que nuestro origen es biológico y que la misma biología nos ha
entregado una mente que tiene la propiedad de permitir un comienzo de observar
la realidad desde un punto de vista abstracto y racional. A pesar de nuestra
innata inmadurez intelectual, propia de los primates que verdaderamente somos y
por el cual nuestro pensamiento es susceptible de ser hipnotizado,
distorsionado por las emociones e insumido en la ignorancia, podemos no
obstante pensar.
Anteriormente vimos que la estructura del conocimiento,
que es psíquica, es una producción de nuestra estructura cerebral y se asienta
allí. Ahora veremos que la estructura del conocimiento colectivo es producto de
muchos cerebros y se asienta también en la cultura y sus manifestaciones. En
forma análoga a como el pensamiento individual produce el lenguaje, el
pensamiento colectivo produce la cultura. Culturalmente, el lenguaje no es solamente el
vehículo de comunicación del pensamiento colectivo; también el lenguaje
contiene implícitamente el pensamiento social. A través de la adquisición del
lenguaje un individuo adquiere también la estructura cultural del grupo del que
forma parte, ya que el lenguaje, además de significados conceptuales, contiene
contendidos valóricos. A partir de Piaget, ya citado, un individuo se va
insertando en el sistema del pensamiento de su grupo social en la misma medida
que va aprendiendo su lengua, pues, junto con la adquisición del lenguaje va
absorbiendo tal sistema, de manera que su propio pensamiento se verá moldeado y
reforzado con el pensamiento colectivo en el mismo acto de posesión del
sistema. La adquisición del sistema le posibilita participar de lleno en la
estructura social como miembro completo suya, y a un extranjero le será muy
difícil ingresar como un igual en la colectividad. La sociabilidad
característica del orden de los primates se ve reforzada, en el ser humano, por
el lenguaje, el cual los liga culturalmente.
Existe un pensamiento social que toda comunidad llega a
estructurar en una cultura. Esto nos lleva a afirmar que una cultura consiste
en el pensamiento que surge de los individuos de grupos humanos determinados,
que es comunicado, socializado y compartido colectivamente de una manera determinada
y duradera, confiriendo una impronta al comportamiento social. En la cultura,
el término pensamiento social es tan amplio como para cubrir desde los modos de
pensar y actuar y las formas de expresarse y sentir, hasta la conformación de
los valores compartidos y las costumbres aceptadas. En el pensamiento liberal
se habla mucho de la importancia de la libertad individual. En realidad, la
verdadera libertad se ejerce principalmente, no para decidir qué comprar o
vender según los precios más convenientes del mercado, sino para pensar
independientemente del pensamiento social en búsqueda del conocimiento y la
verdad.
El sistema del pensamiento social, que es la cultura, es el
conjunto de las concepciones colectivas del modo de entender la realidad y de
adaptarse según esta concepción. Ella está conformada por los sentimientos,
comportamientos, prejuicios, ideologías, tecnologías, escala de valores, arte,
etc., compartidos. La cultura comprende el conocimiento compartido, los significados
comunicados, los valores éticos y estéticos, las normas y los comportamientos
prescritos y los ritos y mitos. En este sentido, el lenguaje no es sólo una
estructura compuesta por significados y relaciones de significados sin
notación, color ni resonancias especiales, como el frío listado de palabras de
un diccionario. Por el contrario, el lenguaje social contiene una forma muy
particular de apreciar la realidad y a veces poco comprensible para individuos
de otras colectividades. La cultura surgió en el curso de la evolución humana
cuando fue intelectualmente posible transformar una estructura, ya sea un artefacto,
una estratagema de caza o un cultivo, para que cumpliera una función concebida
previamente y comunicara la manera de repetir esta nueva relación
estructura-función.
La cultura es un artificio humano que es acumulado y
transmitido por el lenguaje y no genéticamente. Las experiencias y
conocimientos de los individuos van engrosando y modificando el caudal de
experiencias y conocimientos de la colectividad. Cuando la memoria se escribe,
adquiere mejores posibilidades de perpetuarse y decantar lo valioso, aumentando
significativamente la eficiencia de la cultura para comunicarse, transmitirse e
interactuar con el medio. Si consideramos el hecho de que hace 120.000 años, a
principios del paleolítico superior, la especie humana incluía ya individuos
cuya capacidad innata era semejante a la de un Aristóteles, un Mozart o un
Einstein, es sólo por el fondo común de conocimientos y de experiencia acumulada
por generaciones lo que nos permite hoy hacer uso más completo de nuestra
herencia genética. Newton decía: “si pude ver más lejos que mis predecesores,
fue porque ellos, gigantes de talla, me levantaron sobre sus hombros”. Nos
agigantamos cuando nos empinamos sobre el lomo de la cultura; y la cultura
occidental tiene un elevado lomo gracias a que sus orígenes remotos se mezclan
con la invención del lenguaje escrito y la incorporación de la ciencia y la
tecnología.
El crecimiento cultural es no sólo progresivamente
acumulativo, sino exponencialmente acumulativo a causa de la actividad
científica. Decenas de miles de generaciones de nuestros antiguos antepasados
del género homo apenas si conocieron
algún desarrollo cultural en el curso de sus vidas, a juzgar por el registro
arqueológico de decenas de miles de años, el que nos muestra la existencia de
escaso progreso tecnológico. Con el desarrollo de la agricultura y la
domesticación de animales, hace unos diez mil años, se produjo un avance cultural
considerablemente mayor. En la actualidad nos hemos acostumbrado tanto al
desarrollo tecnológico como al cambio cultural que éste trae aparejado.
La función primordial de la cultura es la de conformar un
instrumento eficiente de subsistencia colectiva. Necesaria pero
secundariamente, la función de aquella es la de constituir el fundamento de la
identidad de una comunidad. Esta identidad social comprende otros factores,
como el territorio, la sangre, la historia, etc. Los valores compartidos permiten
corrientemente una convivencia armónica y pacífica. Naturalmente, la cultura
posee también funciones que sirven para unificar y cohesionar al grupo social
con relación a otros grupos. Es corriente que un grupo social se valga de la
cultura, aquello que los individuos comparten y con lo que se llegan a
identificar, como medio de defensa frente a la amenaza de grupos sociales
competidores y de dominio sobre grupos más débiles. La superación de los
antagonismos socio-culturales no es materia de una estructuración
multicultural, sino que de la capacidad para estructurar una cultura de una
escala superior que sea funcional y englobe esta multiculturalidad.
Al mismo tiempo de adquirir toda la riqueza del sistema
de pensamiento colectivo, un individuo hace suyo, inconscientemente y sin
crítica alguna, las limitaciones, pobrezas y prejuicios que este mismo
contiene. Este sistema está en gran medida lleno de prejuicios. No toca el
fondo de las cosas, ni es crítico, sino que se mueve en un nivel de ensueño y
frecuentemente de hipocresía. Nadie desea encontrar conflictos sociales o
existenciales, prefiriendo ocultar la cruda realidad en un lenguaje anodino,
eufemístico, pero por todos comprendido, siendo de mal gusto salirse de los
cánones establecidos y la ética aceptada.
Sin embargo, todo lo anterior no significa que la
totalidad del pensamiento del individuo se sumerja, por decirlo así, dentro del
pensamiento social. Aunque de amplio espectro y muy envolvente, este
pensamiento no posee el alcance ni la sutileza que muchos individuos suelen
requerir en su pensamiento crítico. El pensamiento social es aquél de la masa;
aunque utilitario, es insuficiente para aquéllos que buscan una mayor
profundidad de pensamiento como los poetas, los místicos, los científicos, los
filósofos; aunque sirve para interactuar con la colectividad, es insuficiente
para interactuar consigo mismo. El pensamiento social no determina el
pensamiento individual al grado que lo reemplace, siendo que, para que una
lengua sea viva, requiere de sujetos parlantes vivos que piensen por sí mismos.
El pensamiento siempre tendrá una nota personal, puesto que es la persona quien
muchas veces piensa por sí misma y no se remite a repetir opiniones que flotan
en el ambiente. Desde luego, la estructura cultural no es capaz de producir
relaciones ontológicas y lógicas, ni de ontologizar las relaciones causales,
pues esta capacidad pertenece exclusivamente a cada ser humano individual.
El lenguaje y la percepción
A este mecanismo de participación cultural, el que se
efectúa mediante la adquisición del lenguaje, debe añadirse lo señalado por
el filósofo canadiense, Marshall McLuhan (1911-1980), para quien cualquier
medio de comunicación particular impone una correlación sensorial tan
específica en la apreciación que los individuos tienen de la realidad que
determina el mensaje, independientemente de su contenido. Su frase, “el medio
es el mensaje”, resume la importancia del sentido de percepción que un medio de
comunicación un particular resalte sobre los otros sentidos. Por ejemplo, la
radio es un medio de comunicación “auditivo” y “caliente”, mientras que la
escritura es “táctil”. La tecnología de las comunicaciones –la misma palabra
oral, la escritura alfabética, la imprenta y los modernos medios electrónicos–
afectan la organización cognitiva, lo que tiene profundas repercusiones en la
organización social. Si una nueva tecnología acentúa uno o más de nuestros
sentidos –el visual, el auditivo, el táctil– y se extiende a toda la
colectividad, entonces las nuevas relaciones generadas entre nuestros sentidos
afectan toda una cultura particular. Es comparable a lo que ocurre cuando se
cambia el tono a una melodía. Y cuando las relaciones de los sentidos se
modifican en cualquier cultura, entonces lo que antes parecía lúcido, de
repente puede llegar a ser opaco, y lo que había sido vago u opaco se
convertirá en transparente. La idea macluhaniana de que el medio es el mensaje
es importante en los complejos procesos de la comunicación. Sin duda se trata
de un elemento muy significativo de los tantos de carácter general que
acompañan al mensaje y que le confieren un sello tan distintivo que dificulta
el reconocimiento de otras dimensiones de la realidad. El medio de comunicación
produce un modo particular de conciencia y una escala distintiva de
pensamiento.
La invención de la imprenta y el del tipo móvil
intercambiable intensificó significativamente y, finalmente, permitió los
cambios culturales y cognitivos que ya se habían realizado desde la invención y
la aplicación del alfabeto. La cultura del libro, introducida por la imprenta
de Gutenberg a mediados del siglo XV, trajo consigo el predominio cultural de
lo visual sobre lo auditivo-oral. El advenimiento de la tecnología de la
imprenta generó la mayoría de las tendencias más destacadas en la época moderna
en el mundo occidental: el capitalismo, el individualismo, la democracia, el
protestantismo, y el nacionalismo. Fueron consecuencias de esta tecnología que
se basa en la segmentación de las acciones y funciones y en el principio de la
cuantificación visual. La cultura del libro produjo en los lectores una forma
distintiva de apreciar la realidad. No sólo las palabras se aprecian como
compuestas por letras homogéneas intercambiables, sino que existe una cierta estructuración
lógica en un texto, ya que éste está dividido en párrafos, y los párrafos están
divididos en sentencias ordenadas según la lógica para llegar a conclusiones,
también las sentencias están divididas ordenadamente en las ideas
correlacionadas de sujeto, verbo y predicado. Unas veintitantas letras
codifican la infinidad de palabras, nos permite barajarlas y ordenarlas para
expresar nuestros pensamientos. Por este mecanismo las palabras se nos hacen
homogéneas, y con ellas podemos estructurar oraciones, párrafos, capítulos,
secciones, tomos y libros. Pero además de poder escribir y leer lo escrito, en
el pensamiento se realzan sus funciones más lógicas y abstractas. Un lector
estructurará una mente más racional y abstracta que un analfabeto.
La escritura enfatiza el sentido de la vista por sobre el
sentido del oído, como sería el caso en una cultura auditivo-oral. La realidad
percibida por la vista es muy distinta de la realidad percibida por el oído.
Cualquier medio de comunicación de que se trate enfatiza algún sentido de
percepción por sobre los restantes, produciendo un cierto equilibrio
particular, el cual resulta en una especificidad a lo comunicado tan marcada
que, para este pensador de las comunicaciones, el medio de comunicación mismo
llega a ser el propio mensaje, independientemente del contenido del mensaje
comunicado.
Ya en la década de 1960, McLuhan preveía que la cultura
visual e individualista del libro sería reemplazada por “la interdependencia
electrónica”: cuando los medios electrónicos reemplacen la cultura visual por
la cultura auditiva-oral. En esta nueva era, la humanidad se moverá desde el
individualismo y la fragmentación hacia una identidad colectiva, con una “base
de la tribu.” McLuhan acuñó la idea de la “aldea global” para esta nueva
organización social que se intercomunica masivamente y en tiempo real. La
cultura del libro está siendo rápidamente desplazada por medios de comunicación
audiovisuales y electrónicos. Además, como contraste, la televisión no
transmite ideas, sino que imágenes. Y las imágenes aparecen en una desordenada
secuencia sin determinar su valor real dentro de un marco de referencia
axiológico. Las imágenes se relacionan metafóricamente para transmitir mensajes
que no se explicitan verbalmente. Un individuo expuesto predominantemente a la
televisión podrá difícilmente comunicarse con otro individuo que es un
consumado lector. Sus cosmovisiones son muy distintas en ámbitos cruciales del
pensamiento.
Acción social
La acción social se coordina mediante el lenguaje. Esta
idea ha sido, en la actualidad, desarrollada por un distinguido grupo de
expertos en la mecánica de la comunicación. A pesar de la pretensión de
algunos de ellos de reducir toda la realidad a esta mecánica, lo que
verdaderamente han descubierto ha sido la mecánica de preguntas y respuestas
por la cual se estructuran compromisos. Éstos tienen por propósito coordinar la
acción para la producción y el consumo modernos, caracterizados por la enorme
competencia, para insertarse exitosamente en la individualista estructura
social contemporánea, y para ser reconocidos por ésta.
Sin embargo, no debemos pasar por alto el hecho
primordial, que he venido destacando, que el lenguaje cotidiano no intenta
directamente la acción ni el compromiso individual, como formas de subsistencia
de la organización social, sino la manifestación emotiva de participar de un
grupo que tiene propósitos colectivos, tal como un sustituto de la ancestral
costumbre del despioje en los primates. No es corrientemente argumentativo,
sino que expresa las posiciones aceptadas por el grupo. No pretende ser
lógico, sino que las proposiciones que se afirman o niegan tienen por función
reforzar el pensamiento social, al cual uno adhiere y dentro del cual uno
encuentra seguridad. Tampoco pretende ser muy fluido, a juzgar por los escasos
monosílabos con que comunican su sociabilidad los adolescentes. Pareciera que
en nuestro actual mundo tan impersonal e individualista, este sentir colectivo
se alcanzaría supuesta e indirectamente por el compromiso para la acción
obtenido por el lenguaje.
Lenguaje y tecnología
Toda tecnología es una extensión del ser humano. El
estado de la tecnología en un momento y lugar dado determina en parte la
cultura en cuanto modo de vivir y percibir la realidad y, por tanto, de
comunicarla. Existen medios más apropiados para comunicar contenidos en determinadas
escalas. A través de un libro es posible comunicar una idea de gran
abstracción, y mediante una obra pictórica se hace mucho más fácil comunicar
una imagen. Como quiera que sea la influencia del medio de comunicación en el
contenido del mensaje comunicado, se puede agregar que en general existe una
correlación entre la complejidad y el alcance de los medios de comunicación y
la complejidad del contenido y, por consiguiente, de la riqueza de cultura. La
adquisición de conciencia de nuevas y más profundas dimensiones de la realidad
requiere, como contrapartida, de medios de comunicación más heterogéneos, más
masivos, más instantáneos, más intensos. Las civilizaciones se construyen tras
las invenciones de medios de comunicación. La invención de la escritura
revolucionó el mundo antiguo. La invención de la imprenta hizo lo propio con el
mundo moderno.
Nuestro mundo contemporáneo, ya tildado de posmoderno,
está sufriendo una transformación profunda, de consecuencias insospechadas, a
causa de la invención de los medios electrónicos de comunicación y de las
técnicas de procesamiento electrónico de la información que producen gran volumen,
rapidez, significación, accesibilidad, disponibilidad, acumulación,
globalización y almacenaje informático. También nuestra cultura está cambiando
radicalmente a causa de que estas invenciones que son productos del desarrollo
de la electrónica. Estos medios están reemplazando al libro que, con su
estructura de capítulos, párrafos y oraciones, permite ordenar las representaciones
de la realidad en escalas incluyentes de enorme comprensión y sentido. En
cambio, estas nuevas invenciones están suministrando información unidimensional
que reemplaza la certeza de las verdades por el escepticismo, un orden
secuencial verbal y lógico por una holística indiferenciada y un conocimiento mal
fundamentado y mal digerido por el relativismo.
Adicionalmente, la cultura contemporánea, beneficiaria
del enorme desarrollo de medios de comunicación principalmente de imágenes
visuales y auditivas, tiende a mantenerse en la escala de las emociones, las
imágenes y el pensamiento práctico y concreto. Un pensamiento abstracto,
probablemente más vinculado con la escritura y el libro, está perdiendo terreno
en una rápida transformación cultural. Además, los medios masivos de
comunicación, cuya programación depende de la mayor sintonía o audiencia,
procuran adaptarse al gusto masivo pero ordinario para satisfacer las
necesidades de publicidad de los comerciantes que los financian. El lenguaje
social se vuelve utilitario en cuanto se transforma en lenguaje comercial,
estableciendo reglas claras de comportamiento económico para los actores
sociales, quienes aprenden los ritos de la comunicación sin arriesgarse a la
pérdida económica.
Las comunicaciones son afectadas profundamente por la
tecnología. El avance tecnológico nos restringe proporcionalmente los espacios
abiertos. Cada vez hay un mayor número de límites, cercos, prohibiciones,
normas que restringen la posibilidad de vagabundear libremente y contemplar el
panorama más allá del horizonte. Sin embargo, el avance tecnológico nos ha
abierto espacios cada vez más amplios y variados. Si nuestra vida en nada se
parece al deambular de nuestros antepasados cazadores-recolectores por grandes
extensiones de territorio, en nuestros pequeños espacios libres privados
disponemos de sistemas de comunicación e información inimaginables anteriormente.
Gran parte del día, un ser humano contemporáneo se encuentra solo y sentado
mirando la pantalla electrónica de su tablet, TV o celular, observando un
caudal de infinitas imágenes que provienen de las redes sociales del
ciberespacio.
Pero más que la consecuente revolución tecnológica que la
acompaña, que ha transformado nuestro entorno material, haciéndonos supuestamente
más civilizados, la revolución científica que se ha desencadenado con inusitada
fuerza en la historia humana contemporánea, principalmente a partir de la
segunda mitad del siglo pasado, ha sido la principal causa del cambio cultural
que nos es posible observar ahora. La causa del énfasis puesto en el discurso
científico y tecnológico no se encuentra únicamente en el humano anhelo por el
conocimiento, sino que principalmente en constatar que conocimiento significa
poder. Todos podemos constatar que las sociedades que dedican gran esfuerzo a
la educación científica y tecnológica de su juventud tienen extraordinario
desarrollo y progreso material. La educación se ha volcado en producir
individuos funcionales para este desarrollo tecnológico. Generaciones y
multitudes de estudiantes no hacen otra cosa que prepararse para manejar y
controlar el entorno natural y artificial para el provecho económico de cada
vez menos y más poderosos.
Pero si hay claridad que conocimiento es poder, el
problema cultural tiene una dimensión principalmente epistemológica por dar
énfasis al poder del conocimiento. Por la necesidad de conocer cómo funcionan
las cosas del universo, hemos omitido entender los otros significados que
tradicionalmente tenían las palabras y la misma realidad. Si comparamos el
discurso normal que se usa en la actualidad en cualquier conversación o texto
con el de hace unos cincuenta años atrás, podemos observar ciertas
características que los diferencian. Por ejemplo, en la actualidad se usan
menos palabras, empobreciendo el lenguaje; éstas se refieren invariablemente a
cosas muy concretas; el discurso es muy directo, pero también muy plano y poco
profundo; el discurso concreto es intercambiable con imágenes. Por su parte el
discurso de la ciencia y la tecnología depende de circunscribir el significado
de las palabras, pues busca describir lo más precisamente posible los fenómenos
causales de la naturaleza. El ideal del discurso son las matemáticas. La
palabra ha quedado desprovista de otros contenidos. La palabra apreciada es la
concreta, la que pueda referirse a cosas tangibles, observables, medibles. Al
parecer, en el pasado ha quedado el lenguaje que usaban la filosofía y la
poesía.
Lenguaje y arte
Lo bello
La estética se ocupa de lo bello. Lo bello es aquello
que, desde nuestro especial punto de vista de seres humanos, posee armonía,
equilibrio y unidad. Para nosotros, la creación divina es bella, aunque allí lo
propio es que se den permanentemente conflictos causados por la ocurrencia
continua de infinitos procesos, que algunos de los cuales pueden ser tan
violentos que causen caos y devastación, y que en el reino animal producen vida
y muerte. También bella lo puede ser la fabricación humana. En este caso
hablamos de arte. Es más, un artista puede crear cosas puramente estéticas, sin
un ápice de utilidad, sólo para el deleite espiritual de los demás. Estas cosas
que el artista crea pueden ser de cualquier material y forma, para ser sentida
por cualquier sentido de percepción, ser móvil o estático, duradero o perecedero,
ser estéticamente puro o contener alguna significación o uso. Respecto a lo
último, la belleza intrínseca de lo creado por el artista puede contener o no
un significado intencional transcendente y misterioso que puede ser intuido
según la mayor o menor sensibilidad del sujeto a quien está dirigida la obra de
arte.
En la filosofía tradicional lo bello ha sido íntimamente
ligado a lo bueno. Lo bello ha sido considerado como una cualidad del ser al
igual que la unidad, la verdad y la bondad, denominados “trascendentales del
ser” por la escolástica. Como trascendental, se piensa que la belleza es
objetiva en la medida que pertenece al ser en cuanto tal. Por el contrario,
nosotros podemos pensar que la belleza está más bien asociada con la estética
además de con la potencia, el atractivo, y otras cualidades propias de las
condiciones favorables para la supervivencia y la reproducción, pero no
precisamente con el ser. La armonía es una cualidad del equilibrio, y lo que se
encuentra en equilibrio no representa en general una amenaza para nuestro
anhelo de supervivencia. Una cosa que además satisface nuestras necesidades de
seguridad, afecto o conocimiento nos parece más atractiva y naturalmente más
bella. Una combinación de colores nos puede parecer subjetivamente bella, lo
mismo que una forma o una melodía determinada. Un cuerpo humano no es
objetivamente bello, pero la imagen de uno joven y femenino (en edad fértil), o
su reflejo en, por ejemplo, una graciosa cara o unos cariñosos ojos, será siempre
bella para nosotros, hombres que se sienten poderosamente atraídos por el sexo
opuesto. De este modo, lo bello es una valoración psicológica y, por lo tanto,
subjetiva, que está además culturalmente condicionada en el sentido de que
valoramos diversas cosas más que otras, dependiendo de su funcionalidad
respecto a nuestra supervivencia y reproducción. Por lo que puede satisfacer
nuestros instintos, podemos identificar lo que es bueno para nosotros con lo
que es bello.
En las manifestaciones artísticas lo bello es a veces tan
potente que se representa por cosas que no nos pueden amenazar o agredir. En el
teatro, la platea es un refugio que está protegido por la oscuridad y el
anonimato del escenario donde se expone un relato con toda su fuerza dramática
y expresiva. Una tela está circunscrita por un robusto y llamativo marco que
impone una separación con nosotros para no ser involucrados en la acción que
describe. Las vívidas páginas de un escrito las podemos encerrar entre dos
gruesas tapas a voluntad. Habitualmente, un pedestal nos separa del drama
representado por una escultura. Lo bello es una cualidad de las cosas móviles,
e intentamos conferirle permanencia y duración cuando, por ejemplo, el
escultor le representa en formas que obtiene del granito, del mármol o del
bronce, materiales reputados de eternos.
Nuestra cultura valora correctamente el arte literario
como expresión válida de nuestras emociones y sentimientos. Sin embargo,
existen escuelas de pensamiento que identifican la literatura y su lectura con
la cultura y que pretenden encontrar las verdades más vitales tras los
contenidos ficticios por el sólo hecho de contener expresiones metafóricas de
la realidad, en la suposición de que la realidad es inasible si no es a través
de la analogía y la poesía. Esta tendencia, que identifica la cultura con la
ficción y la poesía, nos conduce a existir en un mundo confuso y equívoco, que
poco o nada aporta a la comprensión del ser humano y el universo, y que el
placer de la lectura no se remite únicamente a los géneros de la novela, el
cuento, la poesía o el teatro si no buscamos únicamente emociones y sentimientos,
sino que ampliar el conocimiento.
La imagen y la idea
La mente humana tiene la capacidad para sintetizar
imágenes y estructurar conceptos. Esa es la manera que nuestro pensamiento
abstracto y racional tiene para conceptualizar la realidad. El arte es un medio
para, a partir de una imagen, llegar también a un concepto, como amor, valor,
felicidad, sufrimiento, etc. La diferencia entre nuestra mente y el arte es que
nuestra mente emplea la abstracción y el artista emplea la metáfora. El objeto
de arte, que lo percibimos y lo establecemos en nuestra mente como imagen, es
también un concepto en sí mismo. Lo mismo se puede decir de la poesía. En el
léxico del arte se hace la distinción entre forma y contenido. Lo que estas
palabras significan en realidad son respectivamente imagen e idea. No obstante,
tal como la imagen es de lo bello, la idea, que pertenece al intelecto, puede
conducir al sentimiento, que pertenece a la afectividad.
El lenguaje del artista, por el cual a través de una
imagen evoca en nuestra mente un concepto, es la metáfora. La metáfora es una
especie de analogía y se produce directamente por la asociación de dos términos
que no están relacionados ontológicamente, pero que al hacerlos equivalentes se
tornan significativos. En su estructura formal los términos de la relación son
unidos por el adverbio como en los ejemplos: "dientes como perlas",
"atrevido como león". Pero una obra de arte es mucho más que el medio
para obtener un concepto de una imagen. El contenido que se obtiene de una forma
es mucho más que un concepto que se puede lograr a través del esfuerzo de
abstracción. El contenido que se puede conseguir a través de una obra de arte
es un contenido de conciencia difícilmente conceptualizable, que está más
relacionado con lo misterioso, lo dramático o lo sutil de la realidad y, por
sobre todo, con el sentimiento.
Desde el punto de vista del poeta o del artista éste
consigue llegar a la mente de otro con un mensaje codificado en su obra de
arte, la que apela a nuestro sentido estético. Este mensaje es acerca de cosas
que no son directamente comunicables por el lenguaje conceptual ordinario. El
poeta o el artista, con mayor o menor técnica sobre su objeto, logra asociar en
forma metafórica imágenes auditivas, táctiles o visuales para conseguir un
concepto imposible de describir verbalmente y que resalte algún carácter
difícilmente perceptible. A veces, la imagen poco o nada tiene que ver con un
objeto de conocimiento, aunque mucho con ideas difícilmente comprensibles por
los medios corrientes y, principalmente, tiene que ver con sentimientos. Dicho
poeta o artista apela no tanto a nuestro pensamiento conceptual-lógico, que
sería el objetivo de un pensador, sino que a nuestros sentimientos y emociones.
Estos contenidos de nuestra afectividad no son directamente comunicables, sino
que por sus manifestaciones externas. Ellos gatillan estados de conocimiento
que no necesitan ser verbalizados. La comprensión de una metáfora no la procesa
normalmente la parte verbal-lógica de nuestro cerebro, sino más bien su
hemisferio derecho, de funciones más propiamente espacio-intuitivas. Estas
relaciones no siguen mecánicamente los procesos verbales y lógicos, sino que
son síntesis poco expresables de relaciones ontológicas.