jueves, 21 de febrero de 2019


MONOGRAFÍAS FILOSÓFICAS CRÍTICAS V



Patricio Valdés Marín


CONTENIDO

  1. Una metafísica del universo                       
  2. Las categorías metafísicas            
  3. Causalidad y estructuración                       
  4. La energía                         
  5. Energía cuantificada                      
  6. Contradicciones de la teoría general de la relatividad          
  7. Una cosmología                            
  8. La esencia de la vida                     
  9. El instinto de dominio – una teoría             
10. El sistema de la afectividad                       
11. El cerebro y la conciencia              
Lo epistemológico I - https://unihummono4.blogspot.com
12. La psiquis                                     
13. El discurso filosófico histórico                  
14. Una teoría del conocimiento I                     
Lo epistemológico II - https://unihummono5.blogspot.com                              
15. Una teoría del conocimiento II                                
16. Los límites del conocimiento humano         
17. Crítica de la ciencia a la epistemología filosófica    
18. La filosofía y la ciencia                              
19. El lenguaje                                    
Lo transcendente I - https://unihummono6.blogspot.com
20. Una cosmovisión               
21. Cuestiones religiosas                     
22. Dios                      
23. La eternidad           
24. La línea divisoria                
Lo transcendente II - https://unihummono7.blogspot.com
25. Reflexionando sobre el significado de la existencia de Jesús         
26. Jesús de Nazaret y el cristianismo                          
27. Breve historia de la humanidad y su relación con lo divino              
Lo socio-político I - https://unihummono8.blogspot.com
28. Antecedentes antropológicos de la sociedad         
29. El ser humano y la sociedad                      
30. Fundamentos antropológicos de la política            
Lo socio-político II - https://unihummono9.blogspot.com
31. La política              
32. La guerra               
33. El Leviatán y los Estados Unidos   
34. El derecho de propiedad privada   
35. La ética del capitalismo                 
36. La tecnología         
37. En el espíritu de El Capital de Karl Marx     
38. Las peculiaridades de la economía de los Estados Unidos     




15. UNA TEORÍA DEL CONOCIMIENTO HUMANO II



La búsqueda de un orden racional que subyacería a una realidad que se presenta caótica por su multiplicidad y mutabilidad ha sido una inquietud humana permanente. Sin embargo, la distancia entre la realidad y la razón es absoluta, siendo la razón o intelecto específicamente la parte de la mente encargada de conocer y pensar. La realidad es el mundo objetivo potencialmente inteligible, es decir, es todo aquello que está en el espacio y en el tiempo del universo entero y que está además referido a nuestro conocimiento de una u otra manera. Ella es objetiva porque es todo aquello que rodea al sujeto que conoce;  es concreta porque, además de ser tangible, se opone a lo abstracto de la idea, que es aquello que produce el intelecto; está compuesta por individuos distintos, en contraposición a la universalidad y unidad de la idea; es inmanente, en contraste con la transcendencia de la idea; es real en oposición con lo intelectual; en fin, la realidad se caracteriza porque existen allí múltiples cosas y también porque están continuamente cambiando, pues nacen, permanecen un tiempo siempre modificándose y perecen, o se mutan unas en otras, es decir, allí las cosas son múltiples y mutables en contraposición a la esencia, estabilidad y permanencia de la idea.  Por su parte, la razón se caracteriza porque allí se generan imágenes e ideas, que son contenidos de conciencia  que engloban o sintetizan multiplicidad de cosas representadas allí en unidades abstractas. Principalmente, la razón evolucionó precisamente para dar cuenta de la realidad, pues la calidad de la verdad existente entre la realidad y la mente es importante para la supervivencia de un ser humano. El hecho de que las relaciones causales, que explican el cambio de las cosas, obedezcan a leyes universales posibles de ser conocidas por la ciencia constituye el fundamento para una verdadera filosofía, pues nos está diciendo qué son las cosas en sí.


Cambio e inmutabilidad


Mientras a idea es unidad y permanencia, en la realidad todo es múltiple y mutable, aparentando ser caótica. Los antiguos filósofos griegos fueron los primeros en enfrentarse analíticamente con el dilema entre el ser y el devenir. Así lo destacó Joseph Marechal S.J. (1878-1944) en su libro El punto de partida de la Metafísica, 1959, que hizo de la antinomia de lo uno y lo múltiple el hilo conductor de dicha obra que cuenta la historia de la filosofía y los distintos esfuerzos por llegar a una solución. Por una parte, es fácil percibir que todas las cosas cambian: se mueven y se transforman, se integran y se desintegran, se construyen y se destruyen, nacen y mueren, se produce una pérdida irreparable y una verdadera ganancia. Heráclito (576-480 a. C.) intuyó tan profundamente el cambio que para él todo constituye devenir y, en este continuo fluir, nada permanece fijo. Las cosas tienen racionalidad, no por el ser, sino por el devenir. Si todo es devenir, también todo es multiplicidad. Él describió el mundo como un fuego siempre vivo que se alimenta de las cosas que devora. Por el contrario, Parménides (¿504-450? a. C.), su contendiente, concluyó que la realidad es una sustancia simple, indivisible, inmóvil e inmutable, es decir, una. Había partido suponiendo que al decir que una cosa es, significa únicamente que esa cosa existe y, de acuerdo al principio de no contradicción, no puede no ser. La multiplicidad, la divisibilidad, el cambio, el movimiento, implica el no-ser. Por tanto, si una cosa es, es uno. Este absurdo dilema fue el producto de que en griego el verbo “ser”  es equívoco, significando tanto “ser” como “existir,” y de atribuir a una palabra un solo significado. Pero tanto Heráclito como Parménides estaban parcialmente correctos. Por una parte, todo es cambio, pero en el cambio no todo cambia; por la otra, lo inteligible lo encontramos en lo invariable e inmutable. Lo múltiple se da en la realidad sensible, mientras que lo uno es propio de las ideas. Las ideas invariantes y hasta perfectas que tanto sedujeron a Parménides (y posteriormente a Platón), representan distintas cosas, las que por naturaleza son mutables, hecho que había impresionado tanto a Heráclito.

Ciertamente, las ideas no se encuentran en la realidad sensible como las cosas que allí existen, sino que son construcciones de nuestra mente. Nuestra mente puede relacionar distintas cosas o entes que se dan en la naturaleza por lo que ella encuentra que tienen en común, ya sea como funciones o propiedades: color azul, volar; ya sea como estructuras: triángulos, organismo biológico; ya sea como cosas en sí: estructuras, funcionales. Para que existan y tengamos ideas, es necesario que exista previa y objetivamente una multiplicidad de entes para que puedan ser relacionados. Es así que las relaciones que descubre nuestra mente abstracta en la realidad objetiva son de cuatro órdenes: ontológicas, lógicas, causales y metafísicas. Sin embargo, el devenir en sí, como lo mutable solo, no es materia del conocimiento abstracto, que tiene que ver con lo invariante. Todo cambia, pero el énfasis está puesto en el ente, que representa la cosa que cambia. Si el universo múltiple y mutable nos es inteligible, es porque entendemos que las cosas tienen aspectos en común y porque en el cambio existen elementos invariantes. Respecto a este último postulado, sin necesidad de respaldar la tesis de las esencias inmutables como entidades anteriores a las cosas mutables, es posible señalar que existen cuatro categorías de elementos que permanecen relativamente estables a través del cambio y/o que son medibles por escalas estables, conformando unidades comprensibles para nuestro conocimiento abstracto, el que se constituye sobre la base de unidades discretas invariantes. Éstas son la relación causal, el mecanismo de la relación causal, el proceso y el dinamismo.

Primero, la relación causal. Hay una cierta categoría extraordinariamente significativa, que tan sólo la ciencia la ha puesto en el centro de su quehacer, deduciendo leyes universales cuando comprende su comportamiento, que sí permanece estable e invariable a través del cambio y el devenir y que nosotros podemos fijar y abstraer para conocerla y referirla a todas las otras situaciones similares. Se trata de la relación de causa a efecto. En ésta la causa es el origen o principio del cual el efecto procede secuencialmente en el tiempo y con dependencia natural y necesaria, según el primer principio de la termodinámica. La causa es una estructura que ejerce una fuerza; el efecto es el cambio que se opera en otra estructura, el nacimiento de una nueva estructura o el término de una estructura existente. La relación causal se presenta como determinista y fundamento de la ley natural. Precisamente, ella es algo que podemos relacionar ontológicamente o universalizar en forma de ley para la totalidad de los sucesos mutables cuyas condiciones son similares. Nos entrega la clave de la conexión causal. Por ejemplo, la relación causal “siempre que aplico calor al agua cuando está sometida a una presión de 1 atmósfera, ésta hierve cuando la temperatura alcanza los 100 grados centígrados” puede transformarse en la ley universal: “el agua hierve a los 100 grados centígrados a la presión de 1 atmósfera.” El paso de una relación causal a una ley natural, lo que se denomina descubrimiento científico, no se realiza a través de la inducción, pues ésta considera sólo un número finito, aunque sea muy grande, de fenómenos similares. La inducción pertenece a un tipo de relaciones lógicas, pero no a las relaciones ontológicas que son las que formulan una ley. Basta que un caso no cumpla con lo postulado para que la supuesta ley, que pretende aplicarse a todos los casos contemplados de manera universal y necesaria, quede anulada. En el caso de una ley universal no vale el aforismo “la excepción confirma la regla”. Una ley natural tiene validez científica y vigencia universal cuando son considerados todos los elementos condicionantes del fenómeno, y cuando son relacionados espacial y temporalmente de la manera apropiada, por mucho que se lleguen a desconocer los mecanismos últimos que expliquen tal comportamiento determinado. La ley de la gravitación universal describe el comportamiento de la masa y la energía en todo el universo, pero aún no se sabe por qué dos cuerpos tienen el comportamiento para atraerse mutuamente en razón directa a la masa y en razón inversa al cuadrado de la distancia. Si bien el presupuesto para la validez de una ley natural es que el funcionamiento de las cosas del universo es determinista (siempre que se den tales condiciones y en presencia de tal fuerza, se produce un efecto determinado y no otro), la vigencia de las leyes naturales prueban, por otra parte, que el universo es determinista. Como consecuencia de lo anterior, podemos afirmar que el fundamento causal de cualquier cambio es una invariante. Las leyes naturales surgieron en el instante de su creación, ya que estaban contenidas de modo codificado en la energía primigenia. Sin embargo, una ley comienza su existencia en el momento que aparece la función que ella describe. Toda función es propia de una estructura particular. En consecuencia, la ley cobra vigencia cuando la correspondiente estructura adquiere existencia, ya que ella se expresa a través de la funcionalidad particular que la caracteriza y la define. Así, toda estructura masiva funciona como cuerpo con masa y está consecuentemente sujeta a la ley de la gravitación. Únicamente los seres vivientes están determinados por las leyes de la evolución biológica. Sólo los seres humanos, a causa de nuestras capacidades intelectuales, obedecemos a las leyes del racionamiento.

El segundo elemento que permanece estable e invariante a través del cambio es el mecanismo de la misma relación causal y su orden secuencial. Éste depende, dentro de un sistema dado, de una disposición que podemos describir y analizar, puesto que sus componentes son invariantes en el sentido de que estructuran el sistema y confieren un determinado orden secuencial al proceso. Así, el mecanismo aparece como el conjunto de las unidades estructurales estables con un orden secuencial dentro de un sistema donde se desarrolla un proceso. Por ejemplo, en el caso de la ebullición del agua los elementos estructurales que se mantienen invariantes, como su condición, son el calor de la llama, el recipiente, el agua líquida, el peso del aire, la humedad relativa del aire, el vapor de agua, etc. Todos estos elementos del mecanismo son por lo demás ontológicos y, por tanto, inteligibles, pues son funciones de las estructuras que intervienen. El orden secuencial también es invariante: la llama produce calor, la llama se aplica al recipiente, el recipiente contiene el agua líquida, el calor se transmite al agua, el agua está sometida a la presión de 1 atmósfera, el agua posee un calor específico determinado, el agua cambia sus estructura de líquida a gaseosa al adquirir una temperatura determinada, etc. Resulta entonces que la dinámica existente en los procesos es idéntica a un mecanismo si la primera se considera por sus resultados y el segundo por el orden de sus relaciones causales. También resulta que todas estas relaciones causales son los componentes de un sistema, en este caso, del sistema de evaporación de agua, y que funciona por el suministro de energía. El orden secuencial nos es inteligible porque podemos relacionarlo ontológicamente.

En tercer lugar, también el proceso mismo es invariante respecto a sus estados y, por tanto, también es ontológico. Un proceso es todo cambio que se opera y que va ocurriendo de modo dinámico en un sistema, y corresponde a la sucesión de estados analizables y medibles, pues el cambio se opera en último término de modo discreto. De ahí que un estado es aquello que también permanece fijo, al menos hasta que no cambie. Es la cosa misma desde el punto de vista cuántico, e. d., respecto a sus unidades discretas; así, las unidades de agua líquida en el recipiente son invariantes en tanto no se transformen en vapor, como en el caso del ejemplo anterior. El estado es la cosa en cuanto ente. Heráclito no supo apreciar tampoco esta situación, sino que percibió únicamente el esquema fenomenológico que describe los procesos en términos de fenómenos en una escala superior y no el cambio en el caso individual, el cual es discreto. Él hubiera observado únicamente el agua transformándose en vapor. Pero en una situación cuánticamente estable la cosa ontológica permanecerá invariable en tanto una fuerza no la cambie. No todas las unidades de agua en el recipiente se transforman en vapor simultáneamente, sino una tras otra, si bien de un modo indeterminado y aleatorio, pero estadístico. La importancia de la estabilidad relativa de la unidad discreta, desde el punto de vista ontológico, es que constituye la base para nuestro conocimiento abstracto, el cual surge de relacionar cantidades de unidades, y no el cambio mismo. Pero incluso el mismo proceso es una invariante cuando la velocidad del cambio es instantánea, y se puede hablar, por ejemplo, de explosión como un ente inteligible.

Por último, el mismo dinamismo de un proceso es analizable y medible. Podemos definir qué fuerzas operan en un sistema y medir la intensidad, la magnitud, la dirección, el alcance, la velocidad, la duración, el recorrido y el sentido de ellas. En el ejemplo anterior, podemos establecer y calcular las fuerzas que intervienen: la intensidad de la presión a que está sometido el sistema, la magnitud de la fuerza de gravedad que mantiene al agua dentro del recipiente, la temperatura y duración del calor aplicado al agua, la tensión molecular del agua líquida, el calor latente, el calor específico, el gasto calorífico de la transmisión de calor, los coeficientes de transmisión de calor, la capacidad calorífica, etc. Todas estas medidas no sólo son comprensibles en sí mismas cuando están referidas a escalas conocidas, sino que a través de ellas podemos llegar a conocer el fenómeno que están midiendo, en este caso, el agua que ebulle y se evapora.

El hecho de que existan invariantes en el determinismo natural no significa que una relación causal sea fácilmente reproducible. Lo contrario parece ser la norma, sobre todo cuando se trata de entidades más complejas. Por ejemplo, si se piensa en la inconmensurable cantidad de sistemas solares similares al nuestro que pueden existir en el universo, no se puede deducir que en algunos de ellos pueda haberse desarrollado la inteligencia humana. Aunque naturalmente repetibles, es tan grande la cantidad de condiciones requeridas para la estructuración de un cerebro humano, que virtualmente son únicas y pertenecen a nuestro propio planeta y a nuestra propia era, y si se repite aquí y ahora, es a causa del mecanismo de la herencia genética y de las condiciones particulares del ambiente. Así que tener un encuentro cercano de tercer tipo con un humanoide extraterrestre, que además piense como un ser humano, es una imposibilidad virtualmente absoluta.


Unidad y multiplicidad


La respuesta sobre cómo se relaciona el cerebro con la mente y cómo el sujeto estructura contenidos de conciencia, tales como percepciones, imágenes e ideas a partir exclusivamente de las sensaciones que experimenta de la realidad se debería encontrar en la teoría de la complementariedad de la estructura y la fuerza, expuesta en “La metafísica del universo”, en estas Monografías.  En breve, esta teoría establece por una parte que toda estructura es funcional, es decir, ejerce fuerza o es receptora de fuerza, siendo respectivamente causa o efecto en una relación causal. Una relación causal puede terminar un una estructuración o también en una desestructuración o destrucción estructural. También establece que toda estructura es funcional y se compone de unidades discretas funcionales, que son sus subestructuras, como también toda estructura es parte o unidad discreta de otra estructura funcional, y así sucesivamente. Ahora bien, todas las estructuras que son unidades discretas de alguna estructura pertenecen a la misma escala, estando la estructura de la que forman parte en una escala superior, y estando las subestructuras (o unidades discretas) que componen cada una de dichas estructuras en una escala inferior, y así sucesivamente a través de distintas escalas.

Basados en dicha teoría, estamos ahora en condiciones de avanzar una teoría cognitiva-psicológica que permite superar el actual estancamiento del conocimiento acerca de la relación entre cerebro y mente, o de la investigación de la conciencia y el conocer. De este modo, la función más importante de la masa encefálica que llamamos sistema nervioso central o simplemente cerebro es la función psicológica capaz de estructurar una mente. Otra de sus múltiples funciones es, por ejemplo, ejercer un peso de unos 1400 gramos. La función psicológica produce tres tipos de estructuras psíquicas diferenciadas: la cognitiva, la afectiva y la efectiva, las que se reúnen en la conciencia. Una idea, o una emoción, es un conjunto de impulsos electroquímicos que se van desplazando velozmente a través de y entre muchas y determinadas neuronas del cerebro. Una estructura psíquica requiere, por tanto, un medio neuronal activo para existir y sus unidades discretas son impulsos electroquímicos que se desplazan por este medio. El mecanismo cognitivo del sistema nervioso consiste básicamente en traducir las manifestaciones electromagnéticas y gravitacionales, que provienen del medio externo, en sensaciones de impulsos nerviosos que la red aferente envía al cerebro. Allí, esta información es sintetizada en percepciones. A su vez, una cantidad de éstas estructuran imágenes, las que, específicamente en los seres humanos, llegan a ser las unidades discretas de las ideas. Incluso en ellos las ideas se estructuran en juicios y conclusiones lógicas de las que son sus unidades discretas. Nada hay en el intelecto que no haya pasado primero por los sentidos.

El proceso de la cognición comienza con el ingreso del medio externo al sistema nervioso de conjuntos de señales agrupadas en sensaciones. Las cosas de la realidad objetiva, es decir, los objetos mismos y sus manifestaciones, son fuentes directas o indirectas de fuerzas. En forma de radiaciones electromagnéticas (lumínicas, calóricas, sonoras y vibratorias), emanaciones químicas (olores, sabores, que también pertenecen a las fuerzas electromagnéticas) y simplemente gravitacionales (táctiles), las fuerzas excitan o estimulan directamente los órganos sensoriales que están repartidos por todo el cuerpo (tacto) o que están concentrados en determinados lugares (el resto de los órganos), los cuales son sensibles precisamente a estas fuerzas. En general, cuanto menor sea la intensidad de la fuerza necesaria para estimular un órgano sensorial, tanto más sensible será dicho órgano y tanto más precisa será la información que viene del medio externo. Los órganos sensoriales son terminales nerviosos de ingreso de la vía ascendente o red aferente del sistema nervioso. Las ramificaciones sensibles de este sistema comienzan en sensores, compuestos por neuronas receptoras especializadas, capaces de detectar presiones, temperaturas, vibraciones, intensidades de luz, colores, fuerzas magnéticas en ciertas aves, formas y compuestos químicos de gases y líquidos. Ciertas manifestaciones naturales, como, por ejemplo, diferenciales eléctricos causados por condiciones meteorológicas y que de alguna manera nos afectaría causándonos posiblemente dolores en articulaciones, no se consideran normalmente señales sensibles que tengan por receptores propiamente órganos de sensación reconocidos. No obstante estas relaciones causales son efectivamente partes del sistema sensorial que está conformado por señales sensibles y órganos sensoriales.

A continuación, los órganos sensoriales transforman, amplificando, las fuerzas recibidas en señales nerviosas que son transmitidas por la red aferente a las capas corticales sensoriales primarias (de visión, oído, tacto, gusto, olfato) del sistema nervioso central. Allí se estructuran en sensaciones. Una sensación puede ser un color, una forma, una textura, una temperatura o un olor determinado. No nos ocuparemos de las señales que están diseñadas para provocar respuestas y reacciones automáticas llamadas actos reflejos, puesto que no generan propiamente conocimiento. Mediante instrumentos y aparatos, como por ejemplo, el radiorreceptor, sensibles a otra gama o intensidad de fuerzas y que las transforman en señales sensibles para los órganos sensoriales –incluso el microscopio o el telescopio que amplían nuestras capacidades visuales–, los seres humanos tenemos acceso a otras manifestaciones de la realidad, las que de este modo se tornan cognoscibles. Puesto que la mayoría de las señales estructuradas, como las sensaciones recibidas, son percibidas por la vista (formas, colores, distancias, movimientos), nuestro mundo es principalmente visual. Podríamos compararlo con el mundo de, por ejemplo, un perro, cuya visión es un órgano de sensación muy pobre comparado con sus sensibles oído y olfato. El flujo de señales que llega de los órganos sensoriales al cerebro es rápido y continuo. Tan cuantioso fluir saturaría en poco tiempo la capacidad del cerebro si tuviera que procesar y almacenar toda esa información. Por ello, éste, en el estado de atención, discrimina y selecciona activamente las señales según intereses muy específicos relacionados con la conciencia del mundo que lo rodea y necesarios para la supervivencia del organismo. Las sensaciones que han sido seleccionadas por la percepción se transforman en el hipotálamo en percepciones y se estructuran eléctricamente en la red neuronal, llegando a constituir datos o unidades discretas de información perceptiva.

La diferencia entre sensación y percepción es que la sensación “mira” –pasivamente– colores y formas, mientras que la percepción “ve” –activamente– un color, una forma.
La percepción no es una impresión pasiva de los estímulos externos en forma de sensaciones sobre los órganos de percepción, sino que en forma activa e instintiva el sujeto forma estructuras perceptivas correspondientes a la estimulación primaria. Es un proceso de búsqueda, selección y síntesis de la información sensorial bruta para obtener percepciones cuya finalidad es que el sujeto logre distinguir, ya en la imagen, las características esenciales de un objeto real. La correspondencia entre el objeto real percibido y la imagen recordada se efectúa mediante una continua comparación y verificación con las señales que provienen del primero, seleccionando aquéllas que corresponden a sus atributos más relevantes desde el punto de vista del sujeto y de acuerdo a una determinada combinación de patrones innatos y aprendidos. En consecuencia, la facultad de la percepción consiste en una interpretación de las percepciones y su producto es la imagen. El sujeto puede cometer errores perceptivos debido a experiencias sensibles incompletas o fragmentarias. Frecuentemente, él debe hacer una evaluación previa para que estas experiencias sigan el camino para convertirse en conocimiento verdadero.

La estructura de la conciencia, que afecta las estructuras coordinadoras del cerebro, relaciona las percepciones actuales para estructurar imágenes, pues las unidades discretas de una imagen son las percepciones. Compara las características percibidas del objeto con imágenes evocadas y crea hipótesis apropiadas que compara con los datos originales. En las imágenes de objetos conocidos, que están firmemente establecidos por experiencias anteriores, este proceso naturalmente se abrevia. Las imágenes pueden ser almacenadas en diversos conjuntos de neuronas asociativas, estableciendo sus conexiones. El interés de la conciencia puede mantener una imagen por un tiempo en estado de impulsos eléctricos en un conjunto de neuronas hasta que se asientan como memoria permanente, susceptibles de ser evocada cuando sea necesario. La imagen memorizada es una estructura ubicada en un conjunto estructurado de conjuntos de neuronas interconectadas, cuyas sinapsis han sido permanentemente modificadas por proteínas sintetizadas. También el cerebro, en el proceso del imaginar, elabora o modifica sin cesar multitudes de imágenes, las cuales pueden existir brevemente en un estado eléctrico en conjuntos de neuronas. La estructura imaginaria no sólo representa un objeto, una cosa real o supuestamente real, sino que también persigue reproducirlo. La correspondencia del objeto imaginado con el objeto real es de importancia decisiva para la efectividad del organismo en su interacción con el medio externo. La representación que posee el cerebro debe corresponder con las cosas de la realidad. Una imagen es el único contenido de conciencia que representa más o menos un objeto concreto. La fidelidad de la imagen respecto al objeto no depende tanto de la calidad y cantidad de sensaciones percibidas como de la aptitud funcional del cerebro para estructurar una imagen, esencialmente subjetiva, que corresponda lo más precisamente posible con el objeto real, material y externo. La imagen en tanto unidad psíquica es la primera instancia significativa del objeto. Dice algo al sujeto de un objeto en tanto unidad cognitiva estructural.

Lo que conocemos de un objeto y sus manifestaciones es aquello que perciben nuestros sentidos. El objeto representado por la imagen que estructuramos está compuesto por una cantidad de “accidentes” o propiedades, como colores, olores, sonidos, movimiento, textura, dureza, volumen, peso, y que llegamos a percibir. La imagen no es una representación uno a uno de un objeto percibido. En realidad, la imagen pertenece a la escala de representaciones que va de lo genérico a lo específico hasta llegar a representar al individuo. La imagen genérica de perro puede representar para una persona un animal de cuatro patas, de tamaño mediano (por decir, entre elefante y ratón), con piel, ojos atentos, hocico húmedo, entre muy amistoso y muy bravo, que ladra, etc. Mediante una mayor atención que provea más percepciones, esta imagen genérica puede especificarse para representar un inteligente y elegante pastor alemán. Si la imagen llega a reproducir con mayor detalle al objeto, puede individualizarse para representar mi perro Max. Asimismo puedo recordar la imagen de mi perro cuando era un cachorro travieso, inquieto y cariñoso, o imaginarlo cuando sea un viejo gruñón y dormilón. Una imagen puede referirse a un solo individuo. En tal caso, en la mente, puede llegar a constituir una unidad discreta de una estructura conceptual que conforma una relación ontológica. Un concepto o idea es una estructura psíquica cuyas unidades discretas son imágenes. También una imagen puede relacionarse con otras imágenes, como una tetera echando vapor posada sobre una hornilla. En dicho caso, el conjunto se está refiriendo a alguna manifestación del objeto.

Las capacidades para aprender y memorizar, comunes a por lo menos todos los animales superiores, especialmente los mamíferos y aves, no son lo mismo que las capacidades para comprender y pensar. Así, funciones cognoscitivas como razonar, planificar, fantasear, clasificar, acordar, honrar, burlarse o explicar tienen en los seres humanos su única expresión. La inteligencia animal, basada en el instinto, es superada por la inteligencia humana, basada en el pensar racional y abstracto. El concepto “instinto” lo usamos extensa y corrientemente para referirnos a la inteligencia animal. Pero también los seres humanos nos basamos en el instinto como parte de nuestro comportamiento inteligente, pues nuestra inteligencia es, al igual que la animal, también de imágenes y emociones que se generan y se procesan. Generalmente, instinto se refiere en primer lugar al comportamiento animal tanto individual como social. En segunda instancia, se refiere a un comportamiento controlado por factores externos a su objetivo. En tercer lugar, los individuos de cada especie tienen formas fijas de comportamiento. En cuarta instancia, estas formas fijas de la especie, como tejer una telaraña, el individuo lo adapta a las condiciones particulares. Por último, intrínsecamente, el instinto no es otra cosa que la relación de una imagen, tanto percibida actualmente como recordada, a una emoción. Por ejemplo, la novedad es peligrosa, y una rata no se acerca al veneno dejado en el entretecho por el dueño de casa.

Todas las funciones psicológicas del cerebro, como el aprendizaje y la memoria, el entendimiento y el pensamiento, las representaciones más abstractas de las cosas, el juicio que efectúa para estructurarlas lógicamente, los sentimientos correlativos que se estructuran acerca de éstas y la intervención intencional sobre las mismas, que estamos ahora considerando, generan la mente. La mente es la estructura psíquica que produce el cerebro fisiológico, estando sustentada en éste. Por lo tanto, la mente no es algo etéreo ni espiritual. Podemos imaginar la relación entre cerebro y mente como la que existe entre un motor embragado y el mismo en pleno funcionamiento. Las actividades que allí se desarrollan corresponden a operaciones rutinarias y exactas que tienen por causa la interacción de la naturaleza de la fuerza del impulso nervioso de la transmisión sináptica y de la transducción sensorial dentro de la multifuncional estructura cerebral. El cerebro combina lo eléctrico con lo químico para producir aquellas estructuras tan psíquicas pero tan concretas que existen en el estado eléctrico que se desenvuelve en las neuronas. En su actividad, el gelatinoso y grisáceo seso produce la poesía, la idea, el amor, la bondad, y estos productos son estructuras que existen en un estado electroquímico, en conexiones neuronales y  en proteínas construidas, y, por lo tanto, en una realidad espacio-temporal. La imagen de una vela encendida puede servir de analogía para comprender al cerebro, sus funciones psicológicas y sus productos psíquicos. La vela, que representa al cerebro, es un objeto tangible, palpable. La llama, que representa la mente y sus manifestaciones psíquicas, es producto de la cera, el pabilo y el oxígeno, que representan las neuronas, sus conexiones y el flujo electroquímico del cerebro. Aunque aparentemente no es tan tangible ni palpable como de la vela, la llama no es por ello menos material y medible. De modo similar, nuestra conciencia y sus contendidos son tan materiales y funcionales como una llama que ilumina y quema. Para comprender la llama no es para nada suficiente con analizar la vela. Tampoco basta con saber cómo se enciende ni a quien ilumina o quema. Es necesario saber qué es precisamente la llama.

La conciencia es el producto psíquico unificador que resulta de la estructuración de la cognición, la afectividad y la efectividad. La cognición aporta sensaciones, percepciones, imágenes y, en el ser humano, ideas. La afectividad produce pulsiones, emociones y, en el ser humano, sentimientos; y la efectividad genera conducta reactiva, instintiva y, en el ser humano, volitiva. Mientras la conciencia animal es de lo otro, en el ser humano también es de sí. La persona, a través de su conciencia, unifica los diversos productos psíquicos que generan las funciones psicológicas del cerebro en combinación a la memoria, y se transforma en un todo unificado, armónico y equilibrado, con propósito y sentido. Cada escala estructural del sistema cognitivo es funcionalmente completa por sí misma. El intelecto de una vaca no es ni racional ni abstracto, pero, en tanto llega a la escala de la imagen y la emoción, le permite conocer su ambiente de pastizales y a sus congéneres, y las oportunidades y peligros de su entorno. Recíprocamente, la vaca funciona con relación a su capacidad cerebral, lo que indica que en dicha escala y sólo en dicha escala, la vaca es un animal plenamente apto. Si la capacidad intelectual de una vaca estuviera limitada, sus posibilidades de supervivencia y reproducción se verían reducidas o anuladas.

Formalmente, la conciencia es la capacidad cognitiva que posee un sujeto para adquirir la presencia de un objeto y es una representación psíquica del objeto. Puesto que parte de las sensaciones es afectiva, la adquisición es también un acto afectivo, en que la presencia del objeto genera emociones. El objeto es todo lo que se pone al alcance del sujeto. La conciencia, especialmente en sus escalas superiores de estructuración, es lo que confiere unidad y armonía al ser humano de modo análogo a como la cultura unifica el sentir, el pensar y el actuar de un pueblo. Un individuo puede perder su integridad física al sufrir, por ejemplo, una amputación, pero no por ello pierde su unidad y equilibrio de persona. Tampoco el tiempo y los continuos cambios afectan la unidad de la persona. Por el contrario, la incrementan al adquirir experiencia y sabiduría. Con relación a su existencia en un entorno un ser viviente tiene unidad cuando tiene conciencia de lo otro y se sabe sujeto y objeto de relaciones causales. Una cebra puede saber que la hierba del prado cercano es un buen alimento, que el árbol frondoso vecino protege del sol y que el león asechando en los matorrales de la izquierda presenta una amenaza fatal. La escala particular de esta conciencia depende de la capacidad del individuo para saberse hasta qué punto es sujeto y objeto de relaciones causales con respecto a otros. La escala de la conciencia de lo otro es de la totalidad de un sistema nervioso que reconoce en su entorno oportunidades y peligros. En contraste, una persona tiene unidad cuando tiene un propósito existencial que surge de la reflexión. La función psicológica de escala mayor que puede tener un cerebro es la conciencia de sí. El síntoma de la falta de cordura, que se denomina psicosis en sus diversas manifestaciones clínicas, es una disociación de la unidad de la conciencia, y consiste en una pérdida de contacto con la realidad por una incapacidad para efectuar la comparación entre lo imaginario y lo real y determinar cuál es cual. Su causa puede encontrarse tanto en fallas específicas de la estructura cerebral que impiden el funcionamiento normal de alguna estructu­ra en alguna escala inferior como en deficiencias en los neurotransmisores por la incapacidad del organismo de sintetizarlos en las proporciones adecuadas. Las neurosis, por su parte, son heridas de la estructura emocional de la personalidad que quedan tras las duras batallas por la supervivencia y la reproducción y que si, por un lado, limitan las capacidades funcionales del individuo, por el otro lo endurecen para afrontar luchas similares.

Relacionar es otra palabra para estructurar. La acción estructuradora que efectúa el cerebro no es otra cosa que relacionar contenidos de conciencia dentro de una misma escala, como combinar imágenes distintas de una cosa y obtener una imagen más completa de ésta. También se refiere a la acción de estructurar contenidos de conciencia en una escala superior a partir de distintos contenidos de conciencia de escala inferior, como a partir de imágenes de triángulo se llega a estructurar la idea de triángulo. En este sentido, las imágenes pasan a ser las unidades discretas de la idea, y las percepciones lo son de la imagen. Este mecanismo responde a la interrogante de cómo el cerebro adquiere ideas a partir de la experiencia que nos viene a través de sensaciones de objetos de la realidad, es decir, de cómo produce algo que es abstracto y universal de algo que es concreto y particular, universal de algo particular, trascendente de algo inmanente, racional de algo real, estable y permanente de algo múltiple y mutable. El cerebro relaciona los contenidos de una misma escala y los estructura en una escala superior, cuyos contenidos los vuelve a estructurar en una escala aún superior, y así sucesivamente hasta llegar a la idea más abstracta y universal posible. Los contenidos de conciencia de escalas superiores siempre están referidos a sus componentes de escalas inferiores. Toda información cognitiva proviene del medio externo e ingresa al cerebro a través de los órganos sensoriales. Toda ella es primitivamente sensación. El cerebro es capaz de sintetizar la información y ordenarla. La veracidad de un contenido de conciencia, es decir, la calidad de su correspondencia con el objeto representado, en cualquier escala, está en relación directa con la fidelidad que llegue a representar la cosa objetivada.

El gran poder de la mente produce contendidos de conciencia que no están originariamente en los objetos como relaciones verdaderas de representaciones individuales y concretas objetivas. Por ejemplo, Sócrates es hombre, todos los hombres son mortales, etc. Además, la mente es capaz de relacionar lógicamente dichas proposiciones y llegar a la conclusión: “Sócrates es mortal”. Esta conclusión no está en los objetos de la realidad objetiva que la mente conoce, pero es perfectamente verdadera, pues corresponde efectivamente a la realidad objetiva. La capacidad de la mente humana para relacionar rápida e incesantemente contenidos de conciencia está detrás de una actividad de continua elaboración y reelaboración. La mente no genera fantasmas ni elabora fantasías a partir de la nada, existiendo fuera de ella un mundo real y sensible de donde primero extrae sus representaciones, las almacena en su memoria y las recuerda cuando es necesario. A continuación estos contenidos ella los ordena y reordena, los cambia y trastoca, los relaciona y combina permanente, sintética y críticamente para estructurar unidades en escalas sucesivamente incluyentes, hasta la obtención de ideas abstractas y proposiciones, las que, mediante su procesamiento lógico, llega a nuevas proposiciones, en un proceso que puede ser cada vez más complejo, sutil y profundo pero inversamente fiel, certero y verdadero. El procesamiento de relaciones de percepciones, imágenes e ideas que efectuamos en el tiempo, uno tras otro en infinita y desordenada sucesión, nos permite la concepción de un antes y de un después, pues la imagen de algo no sólo incluye sus dimensiones espaciales, también se refiere a la dimensión temporal de la relación causal que representa. Algo puede ser imaginado en el tiempo sin recurrir al proceso lógico de que un antes antecede necesariamente a un después. Gracias a esta capacidad, no sólo podemos planificar, proyectar y programar acciones, sino también tener un sentido, más que del tiempo, de la historia. También, mediante las relaciones que hacemos de las imágenes de las cosas, tenemos conciencia de lo otro, como ocurre con los animales superiores. Pero la capacidad para ubicarnos aparte y frente a las cosas, que produce la conciencia de sí, la poseemos sólo los seres humanos. Por ella podemos avergonzarnos, envidiar, envanecernos y reír, entre una multiplicidad de otras manifestaciones conductuales.

Podemos distinguir tres tipos de pensamiento según sea su grado de funcionalidad. En primer término, cuando el cerebro llega a tener la capacidad para recombinar y sintetizar imágenes en ideas tan concretas que están estrechamente ligadas a las imágenes, hablamos de pensamiento instintivo o concreto. El pensamiento se hace lógico y ontológico cuando las ideas son más abstractas, pueden independizarse de sus imágenes y pueden relacionarse entre sí. En una escala superior, que corresponde a un pensamiento plenamente abstracto, las relaciones lógicas y ontológicas se efectúan con prescindencia de imágenes, y utiliza únicamente símbolos, como si representaran cosas. Esta estructuración lógica de sistemas de relaciones simbólicas, que no necesitan referencia a ningún tipo de representación de objetos concretos, constituye el pensamiento abstracto. La estructuración lógica y ontológica de las ideas posibilita el pensamiento y el lenguaje. La conciencia de sí es la emergencia del pensamiento reflexivo del sujeto sobre sí mismo, sus operaciones, sus intenciones y sus acciones. Los dos últimos productos psíquicos de la actividad cognitiva requieren –el pensamiento lógico y ontológico y el pensamiento abstracto–, a modo de procesador, de una estructura cerebral y psíquica que sólo los seres humanos poseemos. No obstante, aún podemos considerar que los productos del pensamiento abstracto forman parte, como unidades sub-estructurales, de un producto de escala todavía superior y que es la conciencia de sí. Su función es establecer la coordinación unificadora de todos los contenidos de conciencia en sus diversas escalas, como también de los contendidos en los sistemas afectivos y volitivos. Fundamentalmente consiste en la permanente comparación de los contenidos de conciencia, ya estructurados y hechos presente, con los objetos de conocimiento proporcionados en nuestro contacto con la realidad, con el objeto de lograr la verdad.

En la escala de las ideas parte de la función cognoscitiva consiste en relacionar las representaciones con símbolos. Estos pueden reemplazar las representaciones de imágenes, pudiéndose emplear tanto para pensar lógicamente como para comunicarse con los demás a través del lenguaje. El lenguaje es específicamente de ideas asociadas a imágenes significantes, mientras que el pensamiento puede estar continuamente referido a imágenes reales a causa de la enorme funcionalidad del cerebro, como cuando uno piensa en la idea de triángulo y lo refiere a la imagen de un triángulo concreto. El cerebro, específicamente el centro de Broca, puede también, en cualquier instante, volver a la representación que había simbolizado por una palabra. El reflejo condicionado de Pavlov nos señala que una imagen olfativa-gustativa (un apetitoso bife) puede relacionarse con una imagen auditiva (el timbre). Si un perro obedece a una voz del amo, no es porque entienda el lenguaje conceptual que usa el amo, sino porque relaciona una imagen auditiva con una imagen de una acción que debe ser ejecutada. Las actividades lógica y ontológica requieren una conciencia en plena vigilia. Cuando una persona duerme, estas actividades no pueden desarrollarse. El sueño no contiene conceptos, sino que únicamente imágenes. Sin embargo, como Freud descubrió, el contenido del subconsciente puede manifestarse en los sueños y expresarse a través de imágenes oníricas que de alguna u otra manera simbolizan las relaciones lógicas u ontológicas reprimidas. C. G. Jung, en especial, descodificó los símbolos que se vinculan arquetípicamente a imágenes particulares, de modo que se facilita mucho la interpretación de los sueños.

El cerebro humano puede no sólo producir estructuraciones psíquicas a partir de escalas inferiores, sino que también puede hacer el camino inverso. Por ejemplo, el arte poético es la habilidad para estructurar una imagen a partir de conceptos. El natural orden de estructuración del conocimiento es revertido por el artista con el propósito de obtener una imagen que contenga una síntesis conceptual. Corrientemente, esta operación es metafórica, esto es, se vale de la analogía. El poeta, el artista o el publicista asocia dos relaciones de escalas distintas pero cuyas conexiones ontológicas, causales o lógicas son equivalentes. Desde el punto de vista afectivo, la imagen tangible, por ejemplo, una obra de arte, al portar por analogía una representación de la realidad de una escala superior, es decir, una idea, también contiene el sentimiento que se relaciona con ésta, pero no necesariamente la emoción que se asocia usualmente con la imagen, ambas de una escala inferior. Más precisamente, el poeta apela no tanto a nuestro pensamiento conceptual-lógico, que sería el objetivo de un pensador, sino que a nuestros sentimientos. También una mentalidad idealista hace el mismo camino reverso que el poeta. La imagen que estructura no proviene inmediatamente de sus percepciones, sino de sus ideas abstractas. Si imagina un triángulo, lo hará en forma ideal, sin las particularidades absolutamente concretas de la imagen.

Las numerosas dificultades que enfrenta el análisis del dominio epistemológico-psicológico pueden dividirse en general en dos grupos: aquéllas que se suscitan cuando se trata de definir las funciones psicológicas del cerebro identificándolas erróneamente con una mente de naturaleza espiritual, y aquéllas que derivan de considerar el cerebro dividido únicamente en niveles dentro de una misma escala supuestamente homogénea. Esta teoría supone un sujeto cognitivo real, material, interno y activo que es afectado, y que existe en oposición a un objeto real, material, externo y pasivo que afecta. Supone también, en contra del dualismo cartesiano, un sujeto unitario, no dualista, ni compuesto por espíritu (mente) y materia (cerebro). Se opone igualmente al pensamiento kantiano que afirma que la mente (razón) inmaterial del sujeto material conoce un objeto inmaterial e interno del entendimiento, y no al objeto material externo. También se opone a la concepción conductista que niega la posibilidad de conocer al sujeto, al que califica como “caja negra”, si no es a través de reacciones del sujeto ante estímulos externos.

Para explicar esta teoría hay que señalar, en primer lugar, que el funcionamiento de las cosas del universo se caracteriza porque todas las cosas son estructuras funcionales, esto es, ejercen o son receptores de fuerzas específicas, y porque cada estructura es subestructura de una estructura de escala superior y contiene subestructuras que son estructuras de escala inferior. Una estructura es funcional no sólo respecto a sí misma, también lo es respecto a sus subestructuras y sus funciones. En segundo término, el cerebro es el órgano regulador y coordinador de un organismo viviente que se auto-estructura en un hábitat determinado. Este consiste en un ambiente ambivalente capaz de proveer, pero que tiene a la vez la potencialidad para limitar y destruir. El sistema nervioso central ha evolucionado para adquirir información del medio y para generar en el organismo una respuesta apropiada de búsqueda de alimento y cobijo, de huida ante el peligro o de defensa ante un ataque. Así, el cerebro es un órgano que ha evolucionado desde que en el sistema nervioso aparece la cefalización a causa de que los ganglios situados en la parte anterior del individuo adoptan funciones más especializadas y complejas. El estado evolutivo superior corresponde al cerebro humano. Entre el más primitivo cerebro y el cerebro humano la evolución ha consistido en una estructuración a través de una serie de escalas muy determinadas, de modo que el cerebro más evolucionado contiene la totalidad de las estructuras, y el menos evolucionado, sólo la estructura primera. Existen organismos en todas las escalas de conciencia de estructuración. Estas son una escala básica de la conciencia sensible (sensación cognitiva, sensación afectiva y pulsión), una escala media de la conciencia de un medio externo (percepción, impresión e instinto rígido), una escala mayor de la conciencia de lo otro (imagen, emoción e instinto plástico) y una escala superior de la conciencia de sí (idea, sentimiento y volición).

En tercer lugar, el cerebro es una estructura fisiológica que tiene funciones psicológicas destinadas a producir estructuras psíquicas. El tipo de estructuras psíquicas depende de dos parámetros: la función psicológica específica del cerebro y la escala de estructuración. Referente a este primer parámetro, existen tres tipos de funciones psicológicas específicas: la afectiva, la cognitiva, que en el ser humano es cognoscitiva y la efectiva, que en ser el humano es específicamente volitiva. Para interactuar con el medio externo (incluido su cuerpo) todo organismo con sistema nervioso central necesita tener información sobre el ambiente; segundo, necesita evaluar dicha información en términos de si le es beneficiosa o dañina, y tercero, necesita responder a dicha información para aceptar lo que le beneficia y rechazar lo que le puede dañar. En otras palabras, el conocimiento sirve para actuar adecuada y oportunamente. En cuarto término, para ser efectiva la funcionalidad es unitaria, esto es, tanto la estructuración fisiológica como la producida psicológicamente están jerarquizadas, teniendo un centro psíquico unitario, armonizador, equilibrado de escala máxima relativa que denominamos conciencia. De este modo, tenemos toda una jerarquía estructural afectiva-cognitiva-efectiva de escalas sucesivamente incluyentes que se unifican en sus respectivos tipos de conciencias. En quinto lugar, los contenidos de conciencia se estructuran en escalas distintas, y en éstas se relacionan de modo jerárquico e incluyente. El grado más alto de la estructura psíquica, o escala superior, corresponde a la conciencia de sí. Ésta relaciona las unidades más globales producidas por el pensamiento abstracto y lógico, y les otorga una unidad última. Le sigue en jerarquía la estructura del pensamiento denominado abstracto. Ésta, que consiste en relaciones lógicas de juicios o proposiciones constituidas por conceptos (que son las ideas abstractas), corresponden a la estructura del pensamiento lógico. A su vez, el producto del pensamiento lógico está compuesto por unidades discretas de ideas o conceptos estructurados de acuerdo a las operaciones de conjuntos y que emanan del pensamiento instintivo, el cual relaciona únicamente ideas concretas.

Descriptivamente, la mente puede describirse analógicamente como una fábrica que contiene divisiones, las cuales están divi­didas en talleres, y éstos poseen máquinas. Digamos que las máquinas son las neuronas que procesan, en la escala de talleres, las sensaciones y producen percepciones. Los talleres procesan las percepciones y producen imágenes. Las divisiones obtienen ideas a partir de los insumos generados por los talleres. Si éstas pasan a través de la unidad de procesamiento lógico de la fábrica, el producto final son los juicios y proposiciones, para concluir en la profundización de la conciencia. Todas estas etapas recurren a bodegas, que representan memorias, para almacenar tanto los insumos como los productos terminados.


La abstracción


Aquello que ha admirado a los filósofos es, por una parte, la capacidad del intelecto para tener ideas abstractas. Éstas se refieren a conjuntos de cosas relacionadas no causalmente, cuando la realidad se presenta como una multiplicidad de cosas sin aparentemente sin relación que no sea la causal. La idea de triángulo se aplica a todas las figuras de tres lados sean del tamaño y del material que fueren. Por la otra, a ellos les admira la capacidad del intelecto para avanzar desde la multiplicidad de lo individual hacia la unidad de lo universal. ¿Será que dichas capacidades de la mente son un reflejo de la realidad? Si atendemos a ésta, advertiremos que las cosas se relacionan con otras cosas que pertenecen a la misma escala, que son de escalas inferiores incluidas o que son de escalas superiores incluyentes. En consecuencia, si nuestro intelecto puede abstraer elementos significativos y comunes de las cosas y puede universalizarlos, no es porque tales elementos son anteriores a las cosas, perteneciendo a las ideas, sino porque las cosas están constituidas primero por dichos elementos que el intelecto luego relaciona, comprendiéndolos. Ciertamente, la inteligencia que poseen los individuos de nuestra especie evolucionó exigida por la existencia de la lucha por sobrevivir justamente en la realidad, y no surgió ya habilitada para dirigir la lucha.

Gracias a nuestro pensamiento abstracto, nosotros tenemos la capacidad para relacionar las representaciones concretas de las cosas individuales y estructurar ideas abstractas y más universales por lo que les son en común. La idea de lápiz que una persona puede tener contiene, como sus unidades discretas, las múltiples imágenes de los lápices de los que ella en particular ha tenido experiencia, esto es, formas, colores, materiales; y todos estos elementos, que pueden variar infinitamente, conforman específicamente lo que es común a todos estos artefacto concretos. Aquello que es común a todos ellos es la esencia y produce una idea o un concepto. La esencia no es algo que una cosa tenga en sí misma, como sería en Aristóteles, sino que es aquello que toda cosa tiene pero sólo en cuanto objeto de conocimiento, siendo el intelecto que se la imprime cuando se conoce la cosa. Se compone de la esencia correspondiente a la estructura de la cual es una unidad discreta, que es su parte genérica, y de la esencia correspondiente a su propia función, que es su parte específica, por ejemplo, planeta con biosfera, tablero apoyado-en-patas, rumiante lechero, artefacto-volador autopropulsado. Cualquier ser de cualquier escala puede ser definido por la estructura superior de la que forma parte y por su función específica más relevante. La idea de lápiz que una persona llega a tener es similar a la idea de lápiz de otra persona que también ha tenido experiencias con lápices; la diferencia es que las experiencias son personales. Esta idea personal puede ser perfeccionada por la comunicación de las experiencias de la otra persona, como cuando esta otra persona le informa a la primera que, por ejemplo, un lápiz contiene una mina de grafito a lo largo de su eje. Incluso le puede definir la esencia de un lápiz a la primera si ésta nunca ha visto o tenido un lápiz en sus manos. Siendo entonces la idea una representación abstracta en la mente humana de una cosa concreta e individual, que es universal y necesaria en cuanto se aplica a todas las cosas del mismo tipo, y que es además comunicable y, por lo tanto, compartida, codificable, memorizable, los idealistas han llegado a suponer que la idea trasciende la cosa hasta el límite de existir en forma independiente de las cosas concretas.

Mientras más universal es una esencia, mayor cantidad de entes individuales participan de ella; de igual manera, aunque ella sea considerada más fundamental, menor es la parte de la esencia individual que es participada, pues los caracteres, o elementos comunes, son menores. En la medida que los rasgos fenoménicos comunes son más básicos, éstos se pueden predicar de una mayor cantidad de individuos. El extremo absoluto de esta escala es la noción única de ser, la esencia más universal de todas, ya que ésta puede predicarse de todos los individuos que participan de ella y se extiende a la totalidad de los individuos del universo. El extremo absoluto opuesto corresponde a la pluralidad de los individuos singulares. Las unidades inteligibles, o esencias, entre ambos extremos están referidas, en el primer caso, a conjuntos más particulares y, en el segundo caso, a conjuntos más generales mutuamente especificados (o intersectados). En consecuencia, toda esencia se relaciona a las otras esencias en cuanto a la cantidad de entes y, en último término, a la unidad y universalidad del ser.

La abstracción en la construcción del concepto a partir de imágenes e ideas más concretas y particulares es una función cognoscitiva de nuestra estructura cerebral por la cual se realizan una serie de operaciones. Primero, consi­dera dos o más conjuntos de imágenes o ideas más particulares. Segundo, los analiza separando sus elementos constitutivos. Tercero, compara estos elementos. Cuarto, agrupa aquellos elementos similares en un nuevo conjunto de escala superior. En consecuencia, por la abstracción se agrupan los caracteres comu­nes de diversos conjuntos en un nuevo conjunto que los contenga y que denominamos “idea”, sin importar la cantidad de conjuntos individuales, o representaciones, que lo compongan, pues lo que importa es que el resultado sea una entidad que conforma una unidad discreta de una estructura de escala superior que  incluye las cosas, uniéndolas en un conjunto por lo que las define, y que excluye las cosas que caen fuera de la definición o esencia. Nuestra mente es tan ágil que cuando piensa está también imaginando, de modo que una idea no se piensa en “vacío”, sino que va acompañada corrientemente por coloridas imágenes más concretas. El sistema del pensamiento es un proceso cognoscitivo cuya función es correlacionar críticamente nuestro mundo subjetivo y personal de representaciones e ideas con el mundo objetivo de cosas reales, adecuando y modificando permanentemente el primero al segundo hasta hallar la correspondencia o adecuación más completa que nos es posible. Mediante el análisis, sometemos las relaciones causales al rigor de la lógica. Mediante la síntesis, sometemos las conclusiones de la lógica a las relaciones ontológicas. El objetivo de este proceso es el juicio correcto que se identifique con una proposición verdadera y llegar a verdades universales que engloben conceptos y juicios de menor escala.

La abstracción es la capacidad de nuestro intelecto para construir o estructurar relaciones ontológicas. No es, como lo entiende la epistemología aristotélica, la asimilación o la captura de la forma inmaterial de la cosa concreta por el intelecto. La forma contendría la esencia, y tras tener la experiencia de uno de estos entes, se conocería al resto de los entes de la misma forma. Se supondría que la esencia tiene una naturaleza anterior al ente, pudiendo ser compartida por un número de ellos. Por el contrario, la idea es una producción de nuestro pensamiento a partir de la experiencia de cosas cuyas imágenes, y no sus formas, llegamos a conocer. Cuando relacionamos una cantidad de entes por sus imágenes, no sólo distinguimos aquello que tienen en común y que los diferencia del resto, sino que también los ubicamos como perteneciendo o formando parte de otros entes. Aquello que los agrupa por lo que tienen en común constituye una idea. Por ejemplo, si son artefactos para desplazarse y que tienen en común manubrio, sillín, dos ruedas y pedales, son ‘bicicletas’, y si tienen además motor, son entonces ‘bicimotos’. Únicamente los seres humanos tenemos el poder de abstracción y de razonamiento que nuestra enorme capacidad cerebral nos otorga para, en una primera instancia, generar ideas abstractas y producir una relación ontológica. Ésta puede ser tan abstracta que no llegue a tener una referencia directa con algo concreto.

Si una imagen es la representación en la mente de una cosa individual concreta, una idea es la representación del común denominador de un conjunto de cosas individuales y/o conceptos abstractos, que es la estructura de escala superior que las engloba, pues ésta relaciona en sí misma una cantidad de entes más o menos concretos por lo que tienen en común. La referencia de los diversos entes a una sola esencia es lo que se puede denominar ‘relación ontológica.’ La relación ontológica corresponde a las partes de las esencias de las cosas que son comunes entre ellas. Entre la diversidad de cosas que experimentamos algunas de ellas tienen un tronco enraizado en el suelo que se proyecta hacia arriba en follaje. A tales cosas las podemos reunir bajo un concepto que podemos denominar “árbol”, siendo su esencia el ser un vegetal leñoso. Una relación ontológica termina por adquirir formalmente la estructura de una proposición o un juicio que contiene un sujeto y un predicado. Cuando advertimos que el follaje es verde, podemos decir “el árbol es verde”.

El producto del proceso del conocimiento abstracto es el concepto o idea. Pero, primero, conviene hacerse la pregunta: ¿hasta qué punto el conocimiento obtenido en este proceso corresponde a la realidad objetiva? El proceso comienza con la estructuración de sensaciones a partir de las señales provenientes del objeto. Nótese que nuestra noción de objeto no es lo que el entendimiento provee, según la tradición kantiana, sino que denominamos objeto a aquello que es directamente externo a nuestro intelecto y que emite señales que nuestros sentidos pueden recibir; es decir, el objeto es una cosa referida a nuestro conocimiento. A partir de estas señales, los sentidos de sensación integran sensaciones para terminar produciendo percepciones que el intelecto organiza en imágenes. En una escala superior las imágenes conforman ideas, las que por la abstracción se consolidan en conceptos o ideas de carácter más universales. Las ideas, o conceptos, son las esencias de los entes, u objetos referidos a nuestro conocimiento conceptual. Nótese además que en este proceso no existe ninguna dualidad entre lo material y lo espiritual. Todo en él son fuerzas y estructuraciones cerebrales de representaciones psíquicas de estructuras y fuerzas existentes en nuestro universo de materia y energía.

La relación ontológica necesita tan sólo una coordenada en el proceso del conocimiento: la cantidad. Con el objeto de poder visualizar este mecanismo podemos imaginar lo siguiente: a lo largo de su único eje se pueden ubicar los diversos momentos de conocimiento según pertenezcan a ideas más o menos abstractas. Uno de los extremos de esta abscisa queda ocupado por la multiplicidad de lo individual. Esta es una pluralidad de seres individuales sensibles, cada uno de los cuales es percibido y representado en tanto imagen como una singularidad, pero sin relevancia ontológica en tanto no se relacione con otros entes, pues el conocimiento objetivo es de lo plural, no de lo singular, la razón es que lo singular no está referido a algo. El otro extremo corresponde a la unidad de lo universal, es decir, al mismo ser, que comprende la totalidad de las cosas inteligibles, donde el ser no es una cosa, sino un concepto o una idea que se predica de todas las cosas en cuanto objeto de conocimiento. Entre medio se encuentran las ideas según su grado de universalidad y abstracción.

Explicamos que el cerebro humano evolucionó presionado por las exigencias de una mejor adaptación al medio. Para sobrevivir un ser humano necesita conocer la realidad lo más fielmente posible. La definición tomista de verdad es la correspondencia del intelecto con la cosa (adequatio intellectus rei), que es la correspondencia entre la representación abstracta y lo concreto representado. Sin embargo, podemos fácilmente constatar que las personas difieren mucho respecto  la realidad y, siguiendo el principio de no contradicción, sólo habría una posición verdadera y las restantes serían falsas. Ciertamente, la ciencia no tolera discrepancias ni falsedades; ella se relaciona con relaciones causales que dependen de leyes naturales. En cambio, en política, religión o filosofía existen innumerables posiciones o puntos de vista para cada idea, proposición o tema y es virtualmente imposible ponerse de acuerdo. La razón es que en la misma medida que aumenta la abstracción, aumenta la complejidad y la distancia a la verdad. La verdad es posible obtener cuando se logra considerar todas las variables en sus justos parámetros e incidencias, lo cual es humanamente muy difícil de alcanzar.




16. LOS LÍMITES DEL CONOCIMIENTO HUMANO




La realidad nos es mucho más misteriosa que el conocimiento que podamos obtener de la experiencia de ella si consideramos las limitaciones humanas. La realidad debe entenderse como todo aquello que nos rodea, puesto que somos sujetos de conocimiento, mientras que el objeto de nuestro conocimiento es la misma realidad. En el proceso de conocer los contenidos de conciencia pueden teñirse con nuestro subjetivismo y la verdad se oscurece en la misma medida. La distancia entre la realidad objeto y nosotros como sujeto es muy grande y más vale la pena tener conciencia de ello para procurar evitar los errores normales en el entendimiento de la realidad. La verdad es la correspondencia entre la realidad y nuestros contenidos de conciencia, en la cual esta relación no es uno a uno, puesto que un contenido de conciencia es sólo un reflejo de la realidad. Por un lado un contenido de conciencia se encuentra en nuestra mente, que es la actividad de las neuronas y sus procesos electroquímicos, mientras que los objetos que aprehendemos y llegamos a conocer existen en la realidad. Por el otro lado un contenido de conciencia, como una idea, es abstracto y universal, mientras un objeto de la realidad es concreto y particular.

Si el conocimiento de la realidad es posible, es porque una mayor aptitud para sobrevivir ha sido el motor de la evolución biológica que nos ha otorgado esta capacidad. El conocimiento se  ha hecho necesario para la adquisición de alimentos y cobijo y la protección de los peligros a nuestra vida. Tras una larga evolución biológica nuestra aptitud cognitiva de humanos se ha visto realzada por nuestra capacidad de pensamiento racional y abstracto, siendo nosotros de entre todos los organismos biológicos los únicos que poseemos dicha capacidad. Por ésta, en la realidad que conocemos hemos conquistado mayores y mejores nichos biológicos  ̶ que en nuestra época industrial se refiere a recursos económicos ̶  y hemos podido desplazarnos por la faz de la Tierra, tanto en tierra como en el mar y en los últimos tiempos, por el aire, el mundo submarino y hasta el espacio exterior.

En el proceso de conocer, empezamos a aprehender los diversos objetos de la realidad para transformarlos en diversos contenidos de conciencia a través de los cinco sentidos de percepción. El producto primario son las sensaciones. Un conjunto de éstas relacionadas con un objeto se organizan en una percepción. Un conjunto de percepciones se establecen en una imagen. Como se indicó más arriba, sólo los seres humanos tenemos la capacidad para adquirir una idea que está fundada por imágenes. Lo que es distintivamente humano es nuestra capacidad para abstraer ideas e ir de ideas más particulares a ideas más universales, hasta haber llegado hace unos 2.500 años atrás a la idea más universal de todas que es la idea de “ser”. El ser se predica de todos los objetos de la realidad cognoscible y hasta de la imaginación. También podemos ordenar lógicamente las ideas, de modo que si las premisas son verdaderas, la conclusión, que no está contenida en las premisas, también resulta ser verdadera, lo que resulta además en un conocimiento nuevo. Por último, los seres humanos podemos distinguir la causa y su efecto de un proceso que observamos en la realidad material. Entendiendo el comportamiento del proceso particular, podemos deducir la ley natural, que se verifica en todo el universo siempre que las condiciones sean las mismas. 

El método de la ciencia moderna debe mucho a los experimentos de Galileo Galilei (1564-1642). Para demostrar una hipótesis es necesaria la acción empírica. Para llegar a la certeza de la demostración, que es la cualidad innegable e inequívoca de una conclusión, se hace necesario también superar la inducción y comprender la relación causal de los elementos en juego. Un ejemplo puede lustrar esta distinción. Si ponemos una olla con agua pura al fuego y medimos con un termómetro la temperatura a la cual ebulle, observaremos que el termómetro llega a los 100º C al nivel del mar y a un poco menos sobre una elevada montaña. Podemos realizar el experimento muchas veces, lo que se llama el método inductivo, pero nunca alcanzaremos el grado de certeza necesario que nos dé una completa seguridad, ya que alguna vez el experimento nos podría dar otro valor. Pero si llegamos a comprender, ya sea teórica o experimentalmente, que la energía que adicionamos al agua después de alcanzar la temperatura de ebullición se la lleva el vapor de agua que se va mezclando en el aire, entonces podemos concluir la ley universal de que con certeza el agua hierve a los 100º C a la presión de una atmósfera.

La ciencia ha podido avanzar a gran velocidad y desarrollarse a paso seguro por la comprensión de la forma de cómo las cosas del universo se comportan y funcionan. Ella ha llegado a entender que en cualquier proceso las cosas se relacionan entre sí mediante el intercambio de energía por el cual, en una relación particular unas cosas son causas y otras son efectos. En este universo de causalidades los permanentes cambios y transformaciones, entre el nacimiento y la muerte de algo, lo que existe detrás son múltiples procesos. En un proceso su duración determina el tiempo y su extensión establece el espacio, de modo que se puede razonar que tanto el tiempo como el espacio son posteriores a la concentración de  la energía en materia. La materia tiene un modo tan específico para interactuar y transformarse que se habla de leyes universales. Las cuatro fuerzas empleadas que son conocidas actúan de manera muy precisa y prefijada. Igualmente las partículas fundamentales y las estructuras más complejas que se originan son determinadas y circunscritas a lo posible.

El cuerpo de conocimiento de la ciencia ha sido construido con el aporte de una multitud de hombres de ciencia. Allí puede haber grandes lagunas de conocimiento, pero no pueden existir notas discordantes ni contradictorias. Cualquier nuevo aporte válido que es contradictorio a lo aceptado obliga a la comunidad científica a revisar dicho cuerpo en ese respecto hasta conseguir el ajuste requerido, algunas veces provocando un cambio de paradigma. El campo de acción de la ciencia se restringe al universo material. Muchos suponen que la realidad que captan los sentidos y que conforman la experiencia humana es la única realidad existente, sobre todo después del avance del empirismo inglés y el gigantesco desarrollo que ha tenido el saber científico en los dos últimos siglos, y no pueden imaginar que la realidad pueda ser infinitamente mayor y que abarque esferas más allá de lo material. En lo que se puede concordar es que lo que la ciencia puede decir es algo verdaderamente objetivo y es además probablemente cierto, pero existe una gran distancia a la afirmación de los empiristas de que lo que la ciencia dice es lo único que un ser humano puede saber.

Incluso hay quienes piensan que si se pudiera recoger y acumular toda la información del mundo en grandes bancos de memoria electrónica para luego procesarla computacionalmente, se podría llegar a conocerlo todo para luego controlarlo todo. Aquellos no comprenden que la experiencia aprehende sólo la realidad concreta y particular, que es aquella realidad que podemos observar directamente  ̶ inclusive con instrumentos ̶  y que puede constituir datos o bits de información. Sin embargo, sólo nuestra mente puede llegar a conocer, más allá hasta ahora de las capacidades de la computación electrónica, las relaciones que podemos encontrar en la realidad mediante la abstracción. Ésta consiste en elevarse en universalidad desde el dato conceptual de información sensorial, que está en la base más particular y concreta posible de  las escalas. Nuestra mente, que posee la capacidad de pensamiento abstracto, capacidad que los empiristas niegan y que una computadora no posee, relaciona diversos entes de una escala inferior y los sintetiza como relación ontológica en una escala superior de universalidad y así sucesivamente, de manera que ella puede relacionar entes de la realidad concreta y obtener conocimiento ulterior que puede ser también verdadero. En otras palabras, el mundo computacional falla tanto como la ciencia en lograr responder a las inquietudes más acuciantes de los seres humano como, ¿qué es la vida?, ¿cuál es su significado?, ¿por qué tendremos que morir?, ¿qué es la libertad?, etc.

La filosofía se ha erigido desde muy antiguo en la disciplina que pretende responder a estas preguntas. A diferencia de la ciencia ella no llega a formar un cuerpo de conocimiento filosófico.  Históricamente, la discusión filosófica se ha centrado, no en la esfera de la lógica ni siquiera en el de la metafísica, sino se origina en la epistemología, es decir, en si la verdad de lo que se puede conocer proviene de propiedades innatas y metafísicas y/o de la experiencia sensible, y la postura adoptada en esta discusión determina la totalidad del discurso filosófico particular. Las posturas filosóficas personales y de escuelas filosóficas han ocupado todo el espectro de posibilidades. De ahí que cada filósofo haya especulado sobre las interrogantes más vitales de manera personal y desvinculado de un todo coherente, como demandando que cada uno debería hacerse cargo por sí mismo de inquirir sobre esta realidad. Sin embargo, sería posible concordar en una sola verdad filosófica si el punto de partida de estas relaciones ontológicas cada vez más abstractas y universales que nuestra mente tiene la capacidad para realizar partiera de la experiencia sensible sujeta a la objetividad del conocimiento científico y fuera independiente de prejuicios empiristas o de cualquier otra escuela.

Es claro que los empiristas más extremos no reconocen la posibilidad de un pensamiento abstracto, probablemente porque estarían aceptando un tipo de pensamiento que niegan. Epistemológicamente hablando, lo que es más significativo de la especulación filosófica es que en las escalas más abstractas y universales la mente humana puede relacionar abstractamente diversos y múltiples aspectos de la realidad sensible y concreta, como si ésta se prestara a este esfuerzo. Brillantes teorías científicas, como la evolución, las ecuaciones de Maxwell, la relatividad, la mecánica cuántica, etc., se han valido de este empeño. Lo mismo cabe decir ciertamente de las teorías filosóficas. Incluso para comprender estas teorías un ser humano debe efectuar un esfuerzo del mismo orden en una escala abstracta. La realidad es más que la multiplicidad infinita de objetos concretos que nos son sensibles a los sentidos. Estos objetos no sólo están naturalmente relacionados causalmente entre sí, sino que también nosotros los relacionamos de modo significativo, pudiendo reconocerles jerarquías, valores, finalidades, funciones, proximidad, orden, modo, etc.     

Ambos tipos de conocimientos, el filosófico y el científico, se diferencian básicamente por el modo de preguntar a la realidad; la filosofía pregunta, ¿qué son?; la ciencia, ¿cómo son? La filosofía explica el universo como una totalidad y la ciencia lo ve compuesto de partes que deben explicarse. Lo que la filosofía resalta del universo pretende ser lo fundamental y permanente; para la ciencia es lo que cambia y se transforma. La filosofía persigue entender el sentido y la esencia de las cosas; la ciencia se centra en las relaciones causales. Ambas no logran sin embargo abarcar la totalidad de la realidad posible de conocer por los seres humanos, quedando mucho aparentemente sin develar. Hay cosas que se omiten, se olvidan, se desechan, no se atestiguan, no se comprenden o no se quieren comprender.

Adicionalmente, la realidad que nos es posible conocer en esta vida pertenece al universo material. Éste es aquél de materia y energía cuántica, de tiempo y espacio, de nacimiento, transformación y muerte. Podemos tal vez inferir que la realidad que no podemos conocer en nuestra vida es infinitamente superior y maravillosa. Pertenece a lo eterno y a la energía primigenia, que se identificarían con Dios. Según nos indican algunas experiencias cercanas a la muerte (ECM), que se pueden leer en www.nderf.org (leer en castellano, por ejemplo, las experiencias16076, 16074, 7663, 7602, 7578, 7510 y un sin número de experiencias extraordinarias más), Dios es amor incondicional e intenso, también es seguridad, calor, protección, paz, tranquilidad, armonía, aceptación. Además, en Él nos sentiremos plenos en conciencia, conocimiento, comprensión, libertad, felicidad, confianza, amor, satisfacción, pertenencia, etc. Si encontramos nuestro mundo terrenal maravilloso y nos sentimos dichosos de vivir allí, podríamos preguntarnos cómo será el conocimiento y la existencia junto al creador de aquél.

En nuestra cultura contemporánea agnóstica y sin fe el problema es que nos resulta imposible aceptar culturalmente una realidad cuya existencia no se puede demostrar. Por el contrario, todo en ellas apunta a independizarnos de fuerzas no humanas y contar con la razón para solucionar todos los problemas de nuestra existencia. Atribuimos a la razón humana la comprensión de las leyes naturales y el dominio que ejercemos sobre éstas. En el mundo que hemos construido Dios no tiene cabida y creer en Él es signo de superstición o demuestra la estupidez de algunos. Pero, como una maldición, el mundo que hemos construido nos ahoga en sus ofrecimientos y nos esclaviza a sus objetivos, no dejándonos reflexionar ni actuar por nosotros mismos. Si tuviéramos un poco más de libertad de este mundo cultural que tanto nos constriñe, podríamos reconocer la realidad que se nos está escapando y encontrar el sentido más profundo de nuestras existencias y su verdadero destino en la transcendencia.




17. CRÍTICA DE LA CIENCIA A LA EPISTEMOLOGÍA FILOSÓFICA




Introducción al tema



La contradicción fundamental en el discurso filosófico del ser, surgida tras los postulados antagónicos de Parmédides y Heráclito, fue superada sólo cayendo en la dualidad espíritu materia, en contra del ideal de la unidad natural del univer­so, el que contiene sólo lo múltiple y lo mutable de la materia. Siguiendo a Platón, la filosofía ha supuesto que la unidad y la inmutabilidad están vinculadas con la inmaterialidad de la idea, en tanto que la multiplicidad y la mutabilidad pertenecen a lo caótico del mundo sensible. De ahí se supuso que la idea debe ser concebida por una mente de naturaleza inmaterial y, por tanto, espiritual. Se ha supuesto también que es imposi­ble adquirir proposiciones de carácter trascendental a partir de la experiencia del mundo sensible, siendo ello posible únicamente por una acción de una razón de naturaleza espiritual. La ciencia, por su parte, ha encontrado que esta dualidad es un concepto arti­ficioso y erróneo, pues contradice la realidad que ha ido descubriendo, siendo la unidad del universo lo central y siendo además lo múltiple y mutable su forma de ser.

La historia para explicar qué conocemos constituye una gi­gantesca empresa que emprendió la filosofía desde sus mismos albores en la antigua Hélade, cuando en la comprensión del univer­so, en las cosas que contiene y en el acontecer, buscaba encontrar la racionalidad y el sentido de todo. En la filosofía podemos destacar algunos aspectos fundamentales que ahora, desde la perspectiva científi­ca, siguen tan vigentes, mientras que otros aspectos resultan ser suposiciones, creencias, pretensiones y teorías ingenuas. El punto de vista científico, que persigue explicar el ‘cómo’ de las cosas del universo mediante la observación, la experimentación y verificación, y la formulación de hipótesis y teorías, ha puesto en jaque la labor y el fruto de los más eminentes y dedicados pensadores que la humanidad ha tenido al ir desentrañando la realidad en la medida que ha ido develando la causalidad en el acontecer. Como resultado de este quehacer, la ciencia ha transformado radicalmente la visión que los seres humanos habían forjado por siglos de Dios, del universo y de sí mismos. Este proceso se está verificando ante nuestras propias narices, en una revolución cultural sin precedente.

Para solucionar el problema filosófico ‘qué son las cosas’, fue necesario pasarse al problema epistemológico ‘qué conocemos acerca de ellas’. En gran medida la polémica histórica fundamental de la epistemología ha radicado en si las ideas tienen o no existencia propia, en si son o no independientes de la razón, en si son o no anteriores a la experiencia sensible, en si son o no de naturaleza distinta al mundo sensible, en si se refieren a muchas cosas o a cosas estrictamente individuales, en si son o no verdaderas representaciones de las cosas, en si de ellas se puede derivar conocimiento ulterior. Idealistas, realistas, nominalistas, racionalistas, positivistas, empiristas, fenomenológicos, existencialistas, empiristas lógicos, analíticos, han defendido denodadamente una u otra postura. El problema discutido no es menor, pues se refiere tanto a la naturaleza del sujeto que conoce como del objeto que se conoce, y apunta por consiguiente a cómo concebimos la naturaleza y la existencia de Dios, de los seres humanos y del universo y sus cosas. Las implicancias han sido profundas en la metafísica, la epistemología, la ética, la psicología, la antropología, la política, la estética, el derecho.

Para ubicarnos en el problema epistemológico, que desde el comienzo del pensar filosófico precede al pensamiento metafísico o abstracto, se reconoce ampliamente que existe una radical diferencia entre el sujeto que conoce y el objeto del conocimiento, y entre el mundo de las ideas y el mundo real. Por una parte, está la cuestión de las respectivas naturalezas de la representación y de lo representado. Así, para los idealistas, la representación es más real que lo representado. Y para todo el pensamiento anterior a la era computacional y exceptuando en cierta medida el materialismo, la representación es de naturaleza espiritual, en tanto que lo representado pertenece al mundo material. Por la otra, está el alcance del objeto de conocimiento, siendo generalmente considerado como algo pasivo y comprendido como una entidad englobada en sí misma y cuyas vinculaciones son secundarias. Pocos filósofos, y además en forma tímida, han considerado que los objetos son funcionales y que lo que es más significativo en la realidad son las relaciones causales entre las cosas más que las cosas mismas.

Tres temas en los que la ciencia contradice a la filosofía tradicional parecen ser decisivos, y serán analizados aquí. El primero se refiere a la razón frente al caos, e.d., a la unidad que confiere racionalidad e inteligibilidad. Así, para la filosofía, que concibe el mundo sensible como caótico en tanto múltiple y mutable, la unidad está principalmente en la idea y secundariamente en las cosas; éstas poseen unidad en tanto son participativas del ser, entendido más bien como un ente de la razón. En cambio, la ciencia ha descubierto que el mundo sensi­ble, al que identifica con el universo, no sólo contiene la unidad exigida por una racionalidad, sino que cualquier otro tipo de unidad inteligible y racional procede necesariamente de este mismo universo y las cosas que contiene. La unidad y el orden del universo y sus cosas se encuentran en las leyes naturales que la ciencia va descubriendo, pues son universales, se aplican en todo el universo. No es extraño que en ausencia de la ciencia empírica el universo hubiera aparecido como un caos en la edad precientífica.

El segundo tema se refiere al espíritu y la materia., e.d., a la naturaleza de la idea. Para la filosofía la idea no puede ser mate­rial, pues es tan intangible que resulta no creíble que pueda ser tan material como un trozo de roca; y si ella es inmaterial, la razón debe ser de naturaleza espiritual para poder contenerla. Este argumento apoya la creencia en un compuesto espiritual cons­tituyente del ser humano y de la separación del universo en dos naturalezas distintas. Para la ciencia, en cambio, tanto la idea como la mente y la razón son tan materiales como todo el universo sensible. En definitiva, si el universo que descubre la ciencia posee una unidad, es precisamente por su materialidad. Cualquier dualidad materia-espíritu contradice dicha unidad. En cambio, para la filosofía tradicional dicha dualidad es irrelevante en relación a la unidad del universo, puesto que la unidad es una propiedad, no de las cosas, sino de la ontología.

Por último está el tema de la trascendentalidad de una proposición sintética, propia de una metafísica. Así, la filosofía tradicional hace depender las proposiciones trascendentales del apriorismo, que para Kant resultó ser el verdadero problema de su crítica, pues buscó la posibilidad de obtener proposiciones trascendentales a priori. El punto que se analizará es que para la filosofía tradicional lo necesario y universal de una proposición proviene del hecho de que está constituida por ideas de carácter inmate­rial y con unidad intrínseca. Así, si las ideas son más reales que lo que representan y siendo la verdad un atributo intrínseco de la proposición (antes que de su concordancia con la relación objeti­va que representa), la proposición tiene el carácter de necesario. Para la ciencia, en cambio, el valor de necesidad de las proposiciones sobre el universo y sus cosas proviene directamente de la adecuada comprensión de las relaciones causales, y éstas dependen de leyes universales, es decir, del modo determinista de funcionar del universo y sus cosas, que es justamente lo que aquella descubre. Este hecho hace que las proposiciones que conoce la ciencia respecto a la causalidad tengan efectivamente el carácter de necesidad y se refieran al universo entero, como la ley de la gravitación universal, a pesar de que la misma ciencia constituya un proceso de conocimiento inacabado. Puesto que las causas pertenecen al modo de funcionar de las cosas a escala universal, las proposiciones referidas a ellas tienen también el carácter de universal, lo que junto con su necesidad las hace trascendentales.

Lo que estos tres temas tienen en común es que surgieron de la dualidad introducida tras la contradicción fundamental de los discursos de Parmédides y Heráclito. Si el ser es uno, ¿cómo puede ser también múltiple y mutable?, preguntaba el primero, mientras que el segundo no podía pensar en otra cosa que no fuera el permanente devenir de la multiplicidad de cosas. Hasta ahora, en la solu­ción de este problema, siempre que se ha obtenido la unidad en algún aspecto, ha resurgido la dualidad en otro. Así, Platón obtuvo la unidad en la Idea, pero resurgió la dualidad entre ésta y la realidad sensible. Aristóteles hizo proceder la idea de la realidad sensible, unificando ambos mundos, pero la dualidad reapareció en sus conceptos de forma-materia, acto-potencia, esencia-existencia, sustancia-accidente. Siglos después, Des­cartes aceptó decididamente la existencia de dos mundos apartes, sus res cogitans y res extensa. Pero no era fácil prescindir del anhelo de unidad que podía explicar el sentido del universo y darle racionalidad. Kant intentó buscarla en la razón, pero la dualidad renace en la distinción que él hizo entre el entendi­miento y la razón, entre el objeto inteligible y el mundo sensible y entre la cosa en sí y la cosa como aparece, forzado a ello por considerar caótico el mundo sensible y a priori la idea.

Pareciera que si uno acepta la noción de ser necesario en un universo contingente, de alguna u otra manera se pierde la unidad del ser, quedando el universo polarizado, como ha sido el caso de la historia de la filosofía hasta el presente, al regis­trar la dualidad principalmente entre lo real y lo ideal, cen­trándose el problema principalmente en la epistemología. Pero si así ha ocurrido históricamente, ha sido por desconocimiento de cómo el universo funciona y por creer demasiado en el poder de la razón. Tras lo descubierto por la ciencia nosotros podemos afir­mar que el caos que aparece al observar el mundo sensible es sólo aparente. Detrás de él, se encuentra una maravillosa racionalidad que confiere unidad a las cosas sin necesidad de ser impuesta por la razón. La ciencia puede aportar los antecedentes requeridos para superar definitivamente el problema de la dualidad que tanto ha incidido en la cultura occidental, y sin caer, por otra parte, en el reduccionismo del monismo que niega uno de los términos de la dualidad. Podríamos decir que el pecado de la filosofía tradicional ha sido la dualidad, y la ciencia la ha castigado con la amenaza de su desaparición. Es simplemente la dualidad la que debe ser negada y rechazada por ser tan artificiosa y contraria al conocimiento que la ciencia ha venido develando. Analicemos con mayor detalle entonces a continuación estos tres temas que la ciencia critica a la filosofía tradicional.



La razón frente al caos



Desde siempre la humanidad ha concebido la realidad como un mundo desordenado y caótico que arbitrariamente afecta la totalidad de la existencia. Esta arbitrariedad ha demandado antropológicamente la creencia de un desordenado plano animista que explicaría el funcionamiento de las fuerzas naturales, las que se pueden desencadenar positivamente tras rogativas y expiaciones colectivas o individuales. En la práctica la necesidad de supervivencia en un medio conflictivo, confuso e inesperado ha exigido de los seres cerebrados mucha cautela y también mucho aprendizaje. Más bien, tanto la cautela como la capacidad para aprender son una ventaja evolutiva al conferir mayores oportunidades para la supervivencia. De hecho, este ambiente que mezcla los peligros con las oportunidades ha sido el acicate para que la inteligencia haya evolucionado, permi­tiendo a estos organismos mejores posibilidades de supervivencia y reproducción. La inteligencia ha ido evolucionando para discrimi­nar el desorden y encontrar lo constante y lo repetitivo.

La experiencia, el apren­dizaje y el conocimiento de la iteración posibilitan una economía de esfuerzos para evitar los peligros y encontrar los medios para sobrevivir. Según lo descubierto por el conductismo, el aprendizaje se logra a través del mecanismo de ensayo y error, siendo su objetivo no repetir el mismo error, que puede provocar incluso un daño irreversible. El fruto de este mecanismo es el aprendizaje de relaciones de causa y efecto, que sirve para prever los efectos de una acción propia o de un acontecimiento externo al individuo y que lo puede afectar. La iteración de la causalidad nos señala también que la naturaleza se comporta de acuerdo a ciertos parámetros prees­tablecidos, aquello que denominamos leyes naturales y que la ciencia descubre.

En los seres humanos, y más precisamente en la genética de la cognición de nuestra especie, el mecanismo de selección natural que busca una mejor adaptación al ambiente, que es la evolución biológica, implantó además el anhelo por el orden y la unidad como medio para discriminar el caos. Esta capacidad es el fruto del pensamiento abstracto y racional, por el que se obtienen las relaciones ontológicas y lógicas. Mediante el conocimiento de las relaciones causales y el pensamiento de las relaciones ontológicas y lógicas, un ser humano adquiere un notable dominio sobre el hostil, pero también generoso medio. Estas relaciones apuntan hacia una realidad que puede ser comprendida, porque ésta posee intrínsecamente un orden y una unidad. De este modo, a la realidad aparentemente caótica nuestro intelecto le debe imponer orden, en el sentido de inmutabilidad y unidad, si ha de ser conocida, sometida y domina­da. El problema epistemológico que naturalmente aparece es si la caótica y desordenada realidad posee un orden y una unidad que pueden ser conocidos, o dicho orden y unidad pertenecen a nuestra razón.

Históricamente, la concepción de una realidad identificada con el caos fue asumida sin crítica alguna por la epistemología tradicional y razonada en términos de multiplicidad y mutabili­dad. Englobar lo caótico dentro de lo múltiple en el espacio y lo mutable en el tiempo fue el legado de Heráclito. Esta epistemolo­gía efectuó una radical cirugía sobre la concepción de una reali­dad identificada con el caos y opuesta a una razón ordenadora y unificadora. Ella seccionó el universo en dos realidades distintas: la realidad sensible del objeto inteligible y la realidad racional del sujeto cognoscente. De acuerdo a la epistemología racionalista lo sensible está sometido al caos y al desorden y posee únicamente multiplicidad y mutabilidad, en cambio, lo racional es el lugar de las ideas eternas e inmutables. Según ésta, el prime­ro es propio de lo material y corrupto y conduce al error; el segundo corresponde a lo inmaterial y espiritual y es la fuente de la verdad. Para explicar la unidad e inmutabilidad de la idea la epistemología emprendió la tarea de tender un puente entre ambas realidades. A causa de la desconfianza que merece la reali­dad sensible como fuente de certeza, se creyó que la idea es posible sólo a través de la actividad de la razón.

La historia de la filosofía nos muestra que nunca ha habido acuerdo acerca de la forma del puente, y las posiciones se ubica­ron en un campo ideológico cuyos extremos han sido dominados, uno por el idealismo y el otro por el realismo. La respuesta particu­lar al problema de la posibilidad de la existencia de las ideas en la razón, propio de la teoría del conocimiento, estableció su ubicación en dicho campo. Así, para los idealistas las ideas preexis­ten en la razón y, por tanto, son innatas. En cambio, para los realistas las ideas provienen primeramente de la realidad sensi­ble, siendo conocidas por la razón. En lo que hubo justificado acuerdo fue en negar validez a los intentos de los empiristas para alcanzar juicios absolutos mediante el puro método inducti­vo.

Existe consenso en que conocer es conceder racionalidad a una realidad que se presenta caótica. La acción para otorgar orden lógico y racional puede realizarse de cuatro maneras. En primer lugar, se puede suponer que la razón misma es la poseedora de la racionalidad, siendo capaz de imponer orden a una realidad supuestamente caótica. En esta actitud vimos que existieron ini­cialmente dos posturas: primero, la de Platón, que separó una razón, considerada preexistente, de una realidad, considerada aparente; y segundo, la de Aristóteles, que supuso que la experiencia de la realidad gatilla la capacidad ordenadora de la razón. Del segundo, los tomistas supusieron posteriormente que la razón genera ideas universales; y los nominalistas supusieron, por el contrario, que ésta logra generar únicamente ideas parti­culares. Tiempo después, Kant, siguiendo el camino de Platón, recurrió a sus formas a priori y sus categorías para obtener un objeto inteligible emanado del entendimiento, pero no de la experiencia sensible. Los neokantianos quisieron ir más lejos: deducir verdades lógicas por su carácter trascendental, a priori, ideal, objetivo y atemporal, sin considerar que la mente es subjetiva, relativa y contingente.

En segunda instancia, en la vereda opuesta la fenomenología fue un intento para conocer la realidad de una manera objetiva, buscando analizar la relación que hay entre los hechos o fenómenos y la conciencia, pero sin lograr explicar cómo la mente puede conocer los objetos. En el extremo el empirismo lógico, al igual que la filosofía analítica, rechazó todo conocimiento que no pudiera relacionarse con lo inmediatamente sensible y empírico, tildándolo de sinsentido.

Tercero, se puede suponer que la percepción de la realidad es falible y, por tanto, no confiable. Esta es la postura del escepticismo, el que nunca ha tenido algo que apor­tar. Nuestra época, tildada de posmoderna porque reniega de una verdad filosófica, al tiempo que encuentra efectivamente que toda verdad científica nunca está completa, pudiendo incluso ser eventualmente rebatida por nuevos descubrimientos científicos que la contradigan, se encuentra inmersa en el escepticismo y el relativismo y se expresa en un mundo de imágenes y emociones.

Por último, se puede suponer que la realidad misma es caóti­ca tan sólo en apariencia, pero que detrás de aquello que aparece existe no sólo un orden, sino que también una gran unidad. Ambas características pueden y deben ser descubiertas, ya que todas las cosas en la realidad no sólo se relacionan ontológicamente, sino que, principalmente, de maneras causales y en formas muy determi­nadas, fruto de leyes naturales de carácter universal, y pertene­cen a distintas escalas incluyentes. Esta tercera manera de superar el aparente caos en la naturaleza, que surgió con el método científico, debiera ser asumida por una verdadera episte­mología.

Desde el punto de vista de la relación causal, objeto del estudio de la ciencia, podemos observar precisamente que en los fenómenos que se dan en el universo la multiplicidad no es efecto de la mutabilidad, ni ambas son causas del desorden y el caos. En primer término, la materia posee una capacidad intrínseca para ordenarse y organizarse en una multiplicidad ilimitada de estruc­turas, que poseen a su vez la capacidad para desempeñar funciones de acuerdo a posibilidades muy determinadas y concre­tas. En segundo lugar, la mutabilidad es explicada por la acción de fuerzas que no son impredecibles ni arbitrarias, sino que están sujetas a leyes deterministas y universales. Estas obligan a las cosas a funcionar y a comportarse de maneras muy determina­das. Por último, las cosas del universo existen porque tienen coherencia, y son coherentes porque son precisamente funcionales; y nuestra mente, por su parte, es coherente porque trata con cosas que son coherentes y no caóticas.

Desde el punto de vista de la constitución y funcionalidad de las cosas éstas, que pertenecen a escalas distintas, están compuestas por cosas de escalas menores y, a su vez, forman parte de cosas de escalas mayores. La pertenencia implica funcionalidad. Así la funcionali­dad propia de cada cosa le viene por la funcionalidad particular de las cosas que la componen e interviene en la funcionalidad de la cosa de la que forman parte. La función particular de una cosa permite que la cosa de la que forma parte posea una función específica.

Por lo tanto, para la ciencia el caos que observamos en la realidad sensible es sólo aparente. Por el contrario, la realidad de nuestro universo contiene solamente orden y unidad si logramos realmente comprenderlo. Nuestro intelecto necesita conocer única­mente las causas que relacionan las múltiples cosas de nuestro universo para comenzar a entender su ordenamiento y unidad. Afortunadamente, la infinidad de relaciones causales puede ser asi­milada a un número determinado de fuerzas que han llegado a ser conocidas y definidas y para la cual poseen teóri­camente una unidad primordial. La relación causal produce en el universo la simetría, la elegancia y el equilibrio que cautivan y deleitan al científico cuando observa la realidad desde la dimen­sión microscópica hasta la dimensión microscópica.

La contradicción clásica entre lo uno y lo múltiple que dio origen a los diversos sistemas filosóficos que conocemos, puesto que éstos emergieron precisamente como modos de superarla, no tiene sentido alguno para una filosofía que se fundamente en la ciencia. Para ésta, la unidad no le viene al ser ni por su esencia ni por la imposición de ésta por el sujeto que conoce. Por el contrario, las cosas poseen unidad por sí mismas: todas las cosas del universo tienen un origen común, están constituidas por el mismo tipo de partículas fundamentales, pueden transfor­marse unas en otras, se afectan causalmente entre sí, están sometidas al mismo tipo de fuerzas, transfieren energía entre sí, existen en campos de fuerza comunes, se comportan de acuerdo a leyes universales que les son comunes y basadas en el modo espe­cífico de funcionamiento de las fuerzas y estructuras. Esto es, las cosas del universo tienen unidad en sí mismas por origen, funcionamiento y composición. La unidad no les viene a las cosas primariamente por el ser, que es un concepto más bien intelectual y a posteriori, sino que ella proviene fundamentalmente porque las cosas son esencial­mente fuerzas y estructuras que funcionan en las distintas esca­las del universo, afectando cada una de ellas en la medida de su funcionalidad al mismo universo.

De lo anterior se deduce que las cosas, aunque múltiples, no son caóticas. La multiplicidad no es informe, sino que proviene de la capacidad de la materia (no de la materia prima desde luego, sino de la estructura y la fuerza, ver “Una metafísica del universo”)  para organizarse y reorga­nizarse indefinidamente en estructuras y desempeñar funciones ilimitadamente variadas, pero cada función según las posibilida­des concretas de subsistencia y de la acción concreta de las estructuras particulares. Las fuerzas por las cuales todas las estructuras se relacionan causalmente entre sí están sujetas a las leyes deterministas que surgen de los especiales modos de cómo las estructuras funcionan e interactúan. En resumen, el hecho sustancial es que la razón humana produce en la mente ideas que no existen en la realidad objetiva, y las ideas, que son universales y abstractas, son efectivamente representaciones conceptuales de cosas absolutamente individuales y concretas de esta realidad. Y la razón también produce ideas en tanto relaciones verdaderas de cosas objetivas, pues estas cosas se relacionan causalmente en el universo real.



El espíritu y la materia



La filosofía tradicional nunca ha podido liberarse de la dualidad espíritu-materia y muchos filósofos contemporáneos per­sisten en observar la realidad desde esa perspectiva. Sin embar­go, la concepción de la metafísica del ser, que asume esta duali­dad, no sólo representa un obstáculo para aceptar las conclusio­nes de la ciencia, sino que no encuentra sentido alguno en lo referente a la forma de cómo funcionan las cosas del universo. Los problemas con la noción de ser son que puede predicarse tanto del espíritu como de la materia, al tiempo que no le es relevante la distinción entre estructura y fuerza.

Es necesario aclarar aquí que en el pensamiento expuesto a lo largo de esta obra, particularmente en “La energía” y “Una cosmovisión”, el espíritu no pertenece a nuestro universo de energía cuantificada, sino que cada persona, mientras vive, a modo de reflejo de su vida, va transformando la energía cuantificada usada en sus acciones intencionales en la energía psíquica que estructura su propio espíritu transcendente. Igualmente, las monografías epistemológicas manifiestan que las ideas son tan materiales como la mente y el cerebro. El dualismo en el universo no existe, lo que no niega la existencia del espíritu o alma en el ser humano. El espíritu no tiene participación en ninguna de las tres instancias en las que el ser humano se relaciona con el universo: cognoscitiva, afectiva y efectiva.

La teoría de la dualidad espíritu-materia supone que la materia tiene un carácter puramente pasivo, atemporal e indeterminado, lo que obliga a postular (Aristóteles) un principio complementario de naturaleza acti­va e inmaterial, la forma, para explicar la multiplicidad y el cambio en los entes. Para explicar la vida biológica, algunos han debido recurrir a un cierto principio vital e inmaterial, que denominan alma, que sería la parte del ser que anima al cuerpo material. Todos suponen que este principio inmaterial, en el caso del ser humano, es espiritual y es identificable con la razón, o la mente, sin llegar a definir psicológicamente la diferencia entre ambos conceptos. De cualquier manera, para la dualidad la razón sería en primer lugar inmaterial porque se arguye que sólo una mente no-mate­rial es capaz de contener ideas o conceptos, dado que éstas son concebidas como inmateriales a causa de su carácter abstracto y universal. En segundo término, ella sería inmaterial, y más propiamente espiritual, porque es capaz de conocer y ordenar lógicamente los contenidos de conciencia de modo activo.

La causa de esta creencia, subyacente en la epistemología tradicional y que condicionó su metafísica, fue el asignar un carácter inmaterial a nuestro intelecto. Las culturas del Medite­rráneo oriental habían sido dualistas desde el tiempo de Egipto de los faraones, por lo que a los antiguos griegos no les costó nada suponer que el ser humano está compuesto por materia y espíritu. Creían, en consecuencia, que las ideas deben pertenecer al mundo espiritual. Milenios después, en la Edad Media, para demostrar que la razón es espiritual santo Tomás de Aquino pensó que basta con enunciar el principio “quidquid recipitur, ad modum recipientis recipitur”, esto es, que tanto el contenido como el contenedor son de la misma naturaleza, y afirmar a continuación que la idea es inmaterial.

Siglos después, siguiendo la tradición platónica, Kant tam­bién concibió al sujeto del conocimiento como espiritual. En tal caso es forzoso que el objeto que conoce debe comprenderse como inmaterial y suponer que precisa de un entendimiento para que genere representaciones inmateriales del material sensible y llegue a producir el objeto inteligible. De este modo, el objeto cognoscible, como también el sujeto cognoscente, pertenece al ámbito de la conciencia. Esta tradición constituyó el funda­mento de las corrientes filosóficas posteriores: espiritualismo, positivismo, neocriticismo, idealismo, historicismo, filosofía de los valores, pragmatismo, realismo, fenomenología, existencialis­mo, incluso de las corrientes que suponían ser contrarias y críti­cas, como el marxismo, pero que caían igualmente en las garras de la dualidad.

Por el contrario, la ciencia (como también el empirismo lógico y la filosofía analítica)  no encuentra nada inmaterial ni en las ideas ni en la mente. La razón que imaginaba Aristóteles para describir analógicamente la inmaterialidad de nuestro intelecto, sobre la cual las impresiones inmateriales de la experiencia sensible van inscribiendo el conocimiento quam tabulam rasam, es por el contrario un intrincado, poco explorado, pero prodigiosamente funcional y denso entramado de neuronas que actúan concertadamente, cada una de ellas a modo de transistor, y todo este conjunto es además material. Incluso el argumento tomista para demos­trar la inmaterialidad de la razón a partir de la inmaterialidad del concepto mediante el principio que se refiere a que tanto el contenido como el contenedor deben ser de la misma naturaleza es tautológico y puede ser empleado de la misma manera para demos­trar que nuestra mente, en cuanto contenedor, es material si demostramos que las ideas, en cuanto contenidos, son también materiales. Para la teoría del conocimiento científico, éste es precisamente el caso, puesto que las ideas pertenecen a los conjuntos estructurados a partir de constituyentes biológicos, donde las fuerzas electroquímicas son decisivas, siendo la es­tructura neuronal del sistema nervioso central empleada a modo de hardware.

El proceso del conocimiento es el producto de la combinación tanto de la información material (sensorial) suministrada por el aprendizaje y la experiencia contenida en la memoria y su poste­rior elaboración conceptual y lógica, como de las características estructurales de nuestro cerebro. Así, también podemos suponer que aquel “Mundo de las Ideas” imaginado por Platón tiene en cierta medida existencia real, pero las funciones psíquicas de nuestra estructura cere­bral, la cual es construida en cada ser humano por codificadas y precisas órdenes de determinados genes que componen nuestra dota­ción genética hereditaria. Del mismo modo como la combinación de dos átomos de hidrógeno y uno de oxígeno produce siempre una molécula de agua, las neuronas en los seres humanos, codificadas por los genes, se estructuran y se relacionan para hacer posibles las ideas.

Nuestras ideas no son innatas, como sí lo son ciertas imágenes y emociones instintivas que se constituyen en zonas más primitivas del cerebro, más debajo de su corteza, durante su formación en el periodo de gestación en el útero materno, siguiendo patrones de nuestro genoma, y que compartimos con los animales superiores. La configuración establecida genéticamente de nuestro cerebro de estructuras con programas prefigurados con­voca y guía el aprendizaje y permite la elaboración y comunica­ción de ideas de maneras muy determinadas, activadas por instancias estructurales biológicas y sus correspondientes funciones psicológicas. Éstas son comunes a todos los individuos de nuestra especie, de modo que nuestra inserción social nos pone en contacto con determinados conjuntos estructu­rados de ideas colectivamente aceptadas.

Lo mismo que para Platón, cabe decir de las “categorías” y “formas a priori” de Kant, o del “subconsciente colectivo”, depósito de los “arquetipos”, que son los conocimientos signifi­cativos que se originaron desde los remotos tiempos de nuestros primitivos ancestros, según el psicoanalista C. G. Jung, y que –nosotros podría­mos explicar– por constituir ventajas adaptativas, terminaron por integrar el código genético que conforma el cerebro, como por ejemplo el temor a los ofidios o el reconocimiento de los atractivos sexua­les en el otro sexo. Todos ellos procuraban explicar el modo de funcionamiento del cerebro humano y sus capacidades intelectivas como supuestamente experimentamos, pero sumidos en el prejuicio de la dualidad, por el que se asume que la facultad intelectiva es espiritual y separada radicalmente del mundo sensible y mate­rial.

En cambio, si la misma razón es concebida como material –en esto podemos remitirnos a la neurofisiología o a la cibernética electrónica–, no se requiere de un entendimiento que inmaterialice el compuesto sensible de la experiencia, como supuso Kant, sino de un mecanismo de nuestro universo material que permita la comparación, la verificación, la separación, la estructuración, la relación del material infor­mativo. Este material informativo es tanto entregado directamente por lo sensible a través de los sentidos de sensación como suministrado indirectamente por otro mecanismo de naturaleza del mismo universo material y que posee la capacidad para guardar la información que proviene de lo sensible, que es la memoria. Ambos mecanismos materiales existen en nues­tro cerebro perfectamente material.

Con esta organización estructural, el intelecto material (“el recipiente” de santo Tomás) puede estructurar ideas y proposiciones también perfecta­mente materiales (“lo recibido”). En tal caso, el objeto del conocimiento kantiano podría salir fuera del entendimiento y pasar a perte­necer a la cosa en sí, pues ya no necesita vincularse con una razón inmaterial, siendo ésta, por el contrario, completamente material. El único inconveniente para conocer al objeto identificado con la cosa en sí sería el princi­pio de incertidumbre de Werner Heisenberg, que señala que es imposible hablar de la cosa tal como es, al constatar que medir es perturbar, es decir, que es imposible, en principio, medir una magnitud física sin perturbar el sistema observado. Pero dicho principio opera en el mundo infinitesimal de la física cuántica. En una escala superior la perturbación llega a ser irrelevante. En cualquier escala mayor se conocen funciones de las cosas y es además posible conocer la cosa en sí.



La trascendentalidad de una proposición sintética



Si la filosofía tradicional idealista afirma que la unidad y la inmaterialidad pertenecen a las ideas y el raciona­lismo asegura además que algunas ideas se relacionan necesariamen­te entre sí, como, por ejemplo, el color y la extensión, se debería concluir que existen proposiciones necesarias que son a priori. Esto es, si los componentes de la proposición, las ideas, son más reales que lo que representan y siendo la verdad un atributo de proposiciones a priori antes que de la concordancia de las relaciones que representan, habría proposiciones necesarias. Así, el racionalismo puede sostener que una proposición a priori es necesaria desde el instante que es afir­mada, puesto que supone que tal propiedad es inherente a la forma de conocer. Por otra parte, que la verdad de una proposición necesaria pueda provenir a priori por el sólo hecho de obtenerse de principios racionales, y no por originarse de la realidad sensible, es un asunto que también conviene sólo a la metafísica racionalista del ser.

Kant va más lejos aún. Para él la propiedad para que una proposición sea necesaria se la confiere el sujeto. De ahí él deduce dos características. Primero, la verdad se fundamenta en el sujeto y no en un objeto de la realidad sensible, con lo que llega a un completo subjetivismo. Segundo, su creencia que las proposiciones metafísicas, necesarias por excelencia, deben ser proposiciones sintéticas a priori, es decir, afirma­ciones o negaciones cuyos predicados no se pueden derivar de la experiencia, pero aportan nuevo conocimiento. En consecuencia, para establecer la validez de la metafísica él se ve obligado a exigir del sujeto una actividad subjetiva y una “tras­cendentalidad” con el propósito de obtener el carácter necesario que exige una proposición sintética a priori. Incluso el objeto de conocimiento, que para él ha sido producido por el entendi­miento a través de las “formas a priori” para asumirlo como representación de elementos materiales fenoménicos, no puede estar presente en una proposición a priori, pues estos elementos sensibles serían caóticos e informes.

Pero si nosotros demostramos, primero, que la razón no nos provee proposiciones de carácter necesario y, segundo, que aquellos elementos materiales no son caóticos ni informes, sino que provienen de las relaciones causales deterministas y necesarias, propias del mundo sensible, todo aquel andamiaje subjetivista, construido forzadamente por Kant, carece entonces de justificación, y debería caer estrepitosamente. Ya la aseveración de que no podemos conocer las cosas en sí, los noume­na, pero como aparecen, en cuanto fenómenos, pierde fuerza.

Sin necesidad de preguntarle a Kant sobre cómo puede él afirmar que hay un mundo real si acaso no se le puede conocer, podemos afirmar por el contrario que lo que conocemos efectivamente son las cosas como se nos aparecen, es decir, que los objetos del conocimiento son de hecho apariencias de las cosas. Pero también podemos sostener con el mismo énfasis en la perspectiva realista lo siguiente: Primero, que existe un mundo real cuya existencia es independiente de nuestro conocimiento. Segundo, que mediante nuestros sentidos podemos conocer las cosas del mundo real en tanto objetos externos a noso­tros y como son. Tercero, que únicamente conocemos las cosas de modo a posteriori, pues deberíamos entender que la cosa se constituye en objeto cognoscible hacia un sujeto cognoscente cuando sujeto y objeto se relacionan cognoscitivamente en forma espontánea. Cuarto, que a causa de nuestro pensamiento abstracto este conoci­miento a posteriori es también “sintético”, ya que tenemos la capacidad para relacionar ontológicamente las representaciones cognoscitivas de las cosas en unidades ontológicas cada vez más universales. Quinto, que el tiempo y el espacio pertenecen a la causalidad natural entre las cosas y no, como supuso Kant, a las formas a priori de nuestra sensibilidad que hacen pensable, bajo la unidad del concepto, un dato empírico asumido por aquéllas, puesto que lo necesario de una relación ontológica o de una proposición proviene del determinismo de la causalidad del universo y no de su supuesto inmovilismo.

Lo que estamos afir­mando es que tanto el sujeto está en condiciones de conocer como el objeto está en condiciones de ser conocido, y no, como pretendió Kant, a través de la acción única y unilateral del sujeto. También podemos conocer la cosa en sí, tal como es. Así, resulta muy difícil aceptar la distinción que Kant hizo entre fenómeno y cosa en sí, ya que se trata de una diferencia entre conceptos o esencias y no de la realidad. Las cosas se componen de cosas de escalas inferiores y a su vez son componentes de cosas de escalas superiores; en sus propias escalas todas las cosas son funcionales en cuanto son causas y efectos, por lo cual, más que sus atributos, lo que percibimos de las cosas son sus funciones, siendo además la percepción una relación causal entre el objeto y el sujeto. Si una cosa tiene peso, es por la masa que contiene, la que es atraída por la fuerza de gravedad que ejerce la Tierra; si es azul, es porque absorbe la radiación de todos los demás colores del espectro lumínico, reflejando el azul que recibe. Además, si sentimos el peso de una cosa es porque su masa interactúa con la masa de nuestro cuerpo, y si sentimos que una cosa es azul es porque nuestro ojo es capaz de captar la radiación en tal frecuencia y longitud de onda. En consecuencia, es preciso subrayar que las cosas son eminentemente seres individuales que se relacionan causalmente entre sí y con nosotros, porque ellas y nosotros somos funcionales.

El fenómeno kantiano correspon­de a las funciones propias de cada cosa en cuanto origen de causas y receptora de efectos. Se podría concordar con Kant que las cosas pueden conocerse por sus funciones si identificamos el fenómeno, en el sentido de esencia, con función, en el sentido de causa y efecto. También podemos llegar a conocer las causas que relacionan las cosas. Sin embargo, al contrario de lo que Kant concluyó, también podemos conocer la cosa en sí, el noúmeno, pues si podemos conocer la función, también es posible conocer la cosa de donde proviene. Para ello, es necesario efectuar una relación ontológica tan abstracta y universal como la que se necesita para llegar a predicar el ser de todas las cosas. Definir las cosas por el ser no nos dice qué es la cosa en sí. Para conocerla debemos primero entender que toda cosa es esencialmente funcional, es decir, toda cosa es fenómeno, precisamente porque es estructura y fuerza como las dos caras de una moneda. Ambas, fuerza y estructura, son los elementos que comparten todas las cosas del universo. Estas dos esencias de las cosas, que explican por qué son fenómenos, definen al mismo tiempo a todo ser por lo que es, explicando en consecuencia la cosa en sí.

Esta comprensión proviene de entender al modo de la ciencia empírica que todas las cosas surgen, se destruyen y se van alterando porque son estructura y fuerza. Ambos elementos están tras la explicación del cambio como producto de la relación entre una causa y un efecto. Una estructura es funcional porque siempre ejerce fuerza, ya sea como causa, ya sea como efecto. En el ejercicio de la fuerza una estructura puede afectar otra estructura o verse ella misma afectada por otra estructura de un modo determinado según la fuerza ejercida y el modo de ejercerla. Todo ejercicio de fuerza produce cambio, que es aquello que hace que la realidad aparezca tan caótica para alguien que no tenga una mentalidad científica. En consecuencia, en contra de Kant, podemos sostener que una proposición necesaria no proviene de categorías subjetivas, sino del determinismo del universo y de cómo funcionan las cosas. Por mucho que el sujeto que conoce se aproxime a la realidad en forma parcial, según su propio modo particular de conocer y desde una situación concreta del tiempo y del espacio y que viva además inmerso en una realidad en permanente transformación y evolución, desde la cual es imposible mantener referencias absolutas, las proposiciones necesarias pueden ser efectuadas por nuestro inte­lecto únicamente por razón del modo determinista y causal de funcionamiento del universo. Tras entender el modo causal que rigen las cosas para relacionarse, entendimiento hecho posible por la ciencia, podemos relacionar ontológicamente el origen del actuar causal y predicar estas características de todos los seres.

La sospecha de que la subjetiva razón humana es limitada para conocer objetivamente aquellas proposiciones sintéticas a priori con valor necesario, que postulaba Kant, indujo a Fichte, Schelling, Hegel y a los idealistas alemanes a conceder una realidad supra-­humana a la razón, pero sin renunciar a su carácter necesario e inmaterial. Esta escuela de pensamiento, que se apoya sobre elementos puramente mágicos y míticos, y cuyos máximos exponen­tes, como el mismo Hegel y también el joven hegeliano Marx, fue tan dogmáti­ca como omnisciente, estando absolutamente lejana de lo que estamos sosteniendo. El sistema kantiano ha sido lamentablemente decisivo en el desarrollo de la filosofía contemporánea. Por la supuesta imposibilidad del entendimiento de conocer la cosa en sí, se destruyó el funda­mento para la certeza del conocimiento objetivo. El nihilismo de Nietzsche anunció el escepticismo general y Heidegger puso en duda el fundamento de los fundamentos, el ser. El terrible legado de Kant fue el renunciar a la posesión de un universo no sólo unificado, sino que racionalmente comprensible.



Conclusión



Trascendentalidad


En esta monografía se persigue encontrar un concepto trascendental, y por tanto filosófico, que unifique el universo, dándole racionalidad, y que surja fundamentado en la actividad de la ciencia. Nuestros juicios pueden adquirir el carácter de necesario, incluso frente a la certeza de un universo cuyo tiempo y espacio sabemos ahora que son relativos. Precisamente, este tipo de universo es el que la ciencia ha encontrado en su investigar y no aquel cosmos estático, perfecto y eterno concebido por los gran­des filósofos de la antigüedad para justificar justamente lo necesario del juicio. Así, por ejemplo, Aristóteles supuso que el mundo es eterno y es el centro de esferas eternas que lo rodean, las que eran estéticamente para su época sinónimo de perfección.

Además de la necesidad, una segunda característica que hace que una proposición sea trascendental es su universalidad, es decir, que sea válida para todo el universo. En efecto, las cosas las conocemos filosófica­mente por referencia a ideas más universales, esto es, por sus relaciones ontológicas, de las cuales la más universal es la idea de ser, y científicamente por sus manifestaciones, es decir, por sus relaciones causales, las que obedecen a leyes universales. Es precisamente la combinación de las relaciones ontológicas de nuestro pensamiento abstracto con las relaciones causales empíricamente verificables que genera la ciencia en combinación con las relaciones lógicas que produce nuestro correcto pensamiento racional, lo que permite un conocimiento trascendental.

Por otra parte, lo que justifica la verdad de una proposi­ción es que refleje fielmente en nuestro intelecto la causalidad natural del universo. Puesto que, probablemente, el desarrollo científico no tiene previsiblemente término en consideración a la infinidad de su campo de estudio, a su parcial inaccesibilidad y a su infinita­mente potencial sutileza, la realidad nunca podría llegar a ser conocida de manera total y constituirá siempre un misterio para nosotros, lo que no significa que no podamos tener conoci­miento trascendental de ella, como lo son las leyes naturales que logramos descifrar. Si lo que conocemos no son únicamente cosas o entes relacionados entre sí en forma ontológica, sino también relacionados causalmente, estas relaciones causa­les, que son precisamente la materia del estudio de la ciencia, deben incorporarse al campo de interés de la filosofía, pues son universales, además de necesarias, al constituir por derecho propio leyes que se cumplen para todo el universo. Además, son naturalmente anteriores a las relaciones ontológicas, por lo que permiten responder con mayor certeza y objetividad a la pregunta acerca de qué son las cosas.

Aunque la misma realidad objetiva es externa y relativa y aunque el sujeto que conoce está limitado en sus posibilidades de conocer, podemos afirmar empero que a causa del determinismo del funcionamiento del universo las propo­siciones trascendentales no sólo no son imposibles, sino que resultan del modo científico de conocer el universo. Por otra parte, si la realidad es objetiva, es decir, es externa a los suje­tos que conocen, que somos ciertamente nosotros, podemos necesariamente tener juicios verdaderos acerca de ella. Y si los modos de funcionamiento determinados de las cosas de la realidad valen para el universo, nuestros juicios podrán tener el valor de necesarios y universales. Nuestros juicios serán necesarios, porque son deterministas; y serán universales, porque valen para todo el universo. Estas dos carac­terísticas hacen que una proposición sea trascendental. Por lo tanto, si podemos obtener proposiciones con valor trascendental, podemos ciertamente llegar a formular proposiciones objetivas y establecer verdades ciertas de carácter absoluto.


A priorismo


El escaso desarrollo de la ciencia en el pasado explica que la epistemología y la metafísica tradicionales se edificaran sobre lo que ahora nos parecen suposiciones y nociones a priori y carentes, por tanto, de una base empírica. Más arriba se describieron las tres nociones o prejuicios que dominaron la historia de la filosofía tradicional: la dualidad espíritu-materia, la oposición entre el caos de lo real y la razón de lo ideal, y la ilusión de las proposiciones a priori necesarias. Estas nociones filosóficas son precientíficas, pues han sido desbaratadas por el surgimiento de la ciencia.

Cuando la ciencia está experimentando un desarrollo tan extraordinario, lo que en la actua­lidad no se justifica es que algunos filósofos persis­tan en este tipo de esquemas filosóficos tradicionales. Aún más, es posible constatar que parte de la filosofía no sólo se ha vuelto incapaz para responder al hombre contemporáneo en sus anhelos del conocimiento de las últimas cuestiones, sino que se ha tornado críptica o simplemente irrelevante a la perspectiva científica por haberse encerrado en sus propias categorías pre­científicas. Posiblemente, parte de la culpa corresponda a la formación académica impartida en los estudios de filosofía que no sólo no valora las matemáticas, que es el lenguaje de la ciencia y con la cual muchos filósofos se sienten bastante incómodos, sino lo que la ciencia tiene que decir. De otro lado, probable­mente, quienes estén haciendo actualmente filosofía que sea rele­vante a nuestros contemporáneos sean precisamente los mismos científicos, quienes integran teorías distintas en unidades tota­lizadoras de escalas mayores, pues filosofar no es precisamente un atributo que otorga un título de licenciado en filosofía, sino que se refiere al cuestionar la realidad con mayor propiedad para buscar una racionalidad aceptable.





18. LA FILOSOFIA Y LA CIENCIA




LOS DOS PIES DEL CONOCIMIENTO OBJETIVO



En rechazo al mito y la superstición la filosofía surgió hace 2.500 años para conocer la realidad en forma objetiva. Desde el Renacimiento la ciencia ha venido criticando la filosofía por su dualismo y la ha suplantado como método de conocer. Ahora se ha visto que aquella no logra dar cuenta de las preguntas cruciales levantadas por ésta, sumiendo a la cultura contemporánea en el relativismo. Ambas ramas del saber objetivo tienen no sólo su legítimo lugar en el conocimiento objetivo de la realidad, sino que se necesitan mutuamente. La filoso­fía debe ser validada por la ciencia para ser relevante y la ciencia solo puede encontrar su unidad y sentido en la filosofía.



La era de la filosofía



Exceptuando épocas de decadencia cultural, el discurso filo­sófico tiene ya dos mil quinientos años de historia. Su propósito ha sido siempre la comprensión de la realidad a través de la búsqueda del conocimiento objetivo y el rechazo tajante de su explicación a través de mitos, leyendas y magia. Este discurso ha llegado a formular las preguntas más profundas acerca de la exis­tencia y la realidad, del conocimiento y la moral, del significado y la lógica como jamás antes lo fueron, y aquéllas expresadas posteriormente han sido repeticiones de éstas, ocasionalmente más elaboradas y sofistica­das, algunas veces con novedosos enfoques, otras, con pocas luces.

Los aspectos más sencillos y simples de las cosas no suelen llamarnos la atención. Por el contrario, lo corriente es que pasen desapercibidos frente a sucesos más extraordinarios; y sin embargo, en ellos podemos justamente encontrar la racionalidad que nuestra mente demanda de la mutabilidad y la multiplicidad que vemos en las cosas. Ya los primeros filósofos de la Antigüedad habían procurado descubrir el sentido y la significación más profunda de las cosas en estos aspectos. Tales de Mileto (¿640-547? a. de C.), considerado el primer filósofo de la historia, supuso que la clave, aquello que podría conferirles unidad y verdad, es el agua, la que él consideró ser su elemento constitutivo. Había observado que el agua se evapora, haciéndose gas, y también se solidifica al congelarse. Prontamente esta idea fue desechada y sucesores suyos creyeron encontrar tal clave en los cuatro elementos reputados de transmutables: el aire, el agua, la tierra y el fuego. Estas materias supuestamente elementales podrían explicar la diversidad y el cambio en la unidad. Más tarde, otros confiaron tenerla en las hipotéticas partículas indivisibles o “átomos”, unidades últimas y más pequeñas que, agregadas y combinadas, constituyen la pluralidad y la mutabilidad de las cosas del universo. Otros más supusieron que la explicación de todo reside en la calidad mítica de los números.

Más tarde, en el quehacer filosófico de conocer el fundamento último de las cosas Parménides  de Elea (¿504-450? a. de C.) descubrió la idea del “ser”, noción que resultó ser verdaderamente embriagadora para todos los filósofos que le siguieron. El ser se identificó con el atributo de todas las cosas, ahora consideradas como entes, es decir, cosas referidas al ser. De ahí, el ser adquirió una doble dimensión. En tanto existe, el ser es múltiple y mutable, pero en cuanto es, el ser es uno e permanente. Así, el ser comprende la necesidad y la universalidad, la unidad y la pluralidad, la inmutabilidad y la mutabilidad, siendo, en consecuencia, el atributo absoluto y último de todo: las cosas son en cuanto son, y ninguna cosa que es puede no ser. Por el ser, la pluralidad y la diversidad de cosas se relacionan en la unidad. Esto tiene dos implicancias: primero, el ser puede predicarse de todas las cosas y, segundo, por el hecho de que las cosas puedan relacionarse en el ser, ellas se nos hacen inteligibles. Para tener una idea de la importancia del concepto del ser, podemos imaginar que su descubrimiento para la filosofía fue análogo al del cero para las matemáticas. El descubrimiento griego de que todas las cosas son, lo cual implica que la aparentemente caótica multiplicidad y mutabilidad del universo es revestida con la perfección de la unidad e inmutabilidad del ser, fue un logro formidable. Desde su mismo descubrimiento el ser pasó a constituir el fundamento del discurso filosófico.

Sin embargo, un primer problema insalvable apareció en este discurso, y es que buscando superar la antinomia de lo uno y lo múltiple y de lo invariable y lo mutable, las soluciones filosóficas propuestas han sido dualistas, entre una razón espiritual y una realidad material, negando la unidad natural del universo. La distancia entre los términos de la polaridad fue creciendo, debido justamente a un desconocimiento básico del funcionamiento de las cosas en el universo. En el transcurso del tiempo ella se ahondó hasta convertirse en la tajante dualidad que incluye los términos irreconciliables de espíritu y materia, llegando a establecer la imposibilidad de conocer las cosas en sí mismas. Tradicionalmente, la filosofía ha supuesto que la unidad y la inmutabilidad están vinculadas con la inmaterialidad de la idea, en tanto que la multiplicidad y la mutabilidad pertenecen a lo caótico del mundo sensible. De ahí se supuso que la idea debe ser concebida por una mente de naturaleza inmaterial y, por tanto, espiritual.
Además, tanto con el racionalismo como con el idealismo, la distancia entre lo caótico e informe del mundo sensible y el orden y eternidad de la idea fue acentuada intencionalmente tras la búsqueda de lo absoluto y lo perfecto.

Un segundo problema insalvable ha sido que la noción del ser presenta una radical limitación a nuestro conocimiento de las relaciones causales. Aunque el ser puede ser predicado de todas las cosas del universo y todas ellas se relacionan por ello en el ser, su afirmación, negación o inclusión no ha logrado generar conocimiento objetivo y confiable ulterior. Por explicar todo, en realidad no explica mucho. La metafísica del ser parte desde la certeza absoluta del ser, pero no tiene certeza alguna de que el camino no conduzca hacia la irrealidad absoluta. Desde este punto de partida no se ha logrado jamás trazar un camino sólido para el conocimiento sin sobrevalorar la capacidad de la razón, que es una facultad eminentemente subjetiva de cada individuo humano.

Ya Roger Bacon (¿1214?-1294) quiso liberar el conocimiento objetivo del vasallaje que imponía una filosofía puramente racionalista. En su Opus maius (1266) escribía: “Hay dos caminos para conocer: la razón y la experiencia. La razón nos permite sacar conclusiones, pero no nos proporciona sensación de certidumbre ni nos quita las dudas de que la mente está en posesión de la verdad, a no ser que la verdad sea descubierta por el camino de la experiencia”. No podemos negar la extraordinaria importancia que ha llegado a tener el método empírico en el conocimiento de la realidad y la obtención de la verdad. La ciencia moderna ha encontrado que la dualidad de la filosofía tradicional es un concepto arti­ficioso y erróneo, pues contradice la realidad que ha ido deve­lando, siendo la unidad del universo lo central de lo que ella ha ido descubriendo y siendo además lo múltiple y mutable su forma de ser que ella aúna en leyes naturales.



La irrupción de la ciencia



Sin duda alguna, el acontecimiento más importante de nuestra época, y que la caracteriza, ha sido, y es, el extraordinario desarrollo experimentado por la ciencia en el conocimiento de la realidad. Esta revolución del conocimiento ha ido sustrayendo importancia en forma creciente a la filosofía, que hasta entonces había ocupado el sitial de la sabiduría, monopolizando la verdad y arbitrando su certeza, por mucho que en el Medioevo la teología hubiera pretendido usurpar tal posición. La naciente y revolucionaria percepción del universo que impulsó la nueva mentalidad surgida con el espíritu del Renacimiento estaba destinada a crecer y fructificar hasta llegar a alcanzar la conflictiva coexistencia entre la ciencia y la filosofía que se puede observar. Mientras la ciencia asciende triunfante, la filosofía decae persistente e irremediablemente. Además, la primera ha llegado a considerarse a sí misma como el único modo relevante del saber y a suponer que el discurso filo­sófico no tiene sentido. La segunda, batida en retirada, ha buscado refugio en algunas ramas secundarias de su otrora frondoso árbol de la sabiduría, tales como la lógica y la filología.

El discurso científico es de factura relativamente reciente. Pero tal como lo fue el discurso filosófico en su inicio, aquél también tuvo un origen más bien modesto y cautelo­so. Como competidor en la explicación de la realidad, debió enfrentar el discurso filosófico que dominaba sin contrapeso en la vida intelectual, de la misma manera como éste debió enfrentar el discurso mitológico que anteriormente dominaba la cultura. El juicio que el poder y la tradición le hicieron a Galileo había tenido su paralelo en el de Sócrates. Tal vez, lo establecido nunca ha sido tolerante con lo nuevo.

Mientras la filosofía ha estado cediendo terreno, estancada dentro de su amurallada y abstracta fortaleza conceptual, la ciencia, mediante una nueva pero simple metodología, ha ido edificando paso a paso de laborioso trabajo experimental, analítico y espe­culativo, de cooperación sin precedentes, un espléndido y luminoso palacio de conocimiento. Además, la segunda se ha ido cimentando sobre numerosas y brillantes intuiciones y descubrimientos aportados a un ritmo creciente desde la revolución de Nicolás Copérnico (1473-1543) y las experimentaciones de Galileo Galilei (1564-1642). Ha ido acumulando un gigan­tesco volumen de conocimientos, fruto de innumerables observacio­nes, investigaciones, hipótesis, experimentaciones, modelos y teorías. Ha caracterizado y modelado nuestra era. En fin, ha ido develando, en su evolución, una realidad tan compleja y maravillosa que no solamente ha opacado la tradicional sabiduría filosófica, sino que ha desnudado sus fundamentos teóricos y los ha encontrado irreales.

La búsqueda del orden racional en una realidad que se presenta caótica por su multiplicidad y mutabilidad ha sido una inquietud humana permanente. Así como las moléculas de un cristal líquido se alinean ordenadamente al ser polarizadas, la cuestión ha sido encontrar la polaridad. La representación del objeto de la metafísica tradicional llegó a convertirse en algo atemporal, sin pasado ni futuro, y puramente nominal, sin referencia a las cosas de la realidad. Ni siquiera Aristóteles, quien estaba profundamente preocupado por explicar el cambio, pudo advertir la íntima relación del ser con su causa, sino sólo de modo tangencial, cuando postuló una causa final, una teleología, como causa del acontecer. Por el contrario, para la edad científica, el ‘ser’ inmutable, atemporal y nominal es perfectamente irreal. La ciencia reconoce las cosas justamente por sus relaciones causales, preocupándose tanto por el origen de ellas como por lo que transforman. Más que andar tras los trascendentales del ser (unidad, verdad, bondad), en su mira están la energía, el cambio, la causa, el efecto, el tiempo y el espacio.

La ciencia ha centrado su interés en la relación entre la causa y su efecto precisamente de lo mutable, llegando a descubrir experimentalmente en las cosas el orden racional con el carácter universal de leyes naturales. No debe extrañar, en consecuencia, que ella haya encontrado irrelevante el ser metafísico y carente de sustento real las categorías puramente de carácter racional y lógico que los diversos sistemas metafísicos tradicionales han construido, deducidos únicamente del contenido conceptual del ser y atados al prejuicio de una realidad sensible caótica y un universo dualista. En consecuencia, desde el auge de la ciencia moderna, mientras los filósofos se empecinaban en mantener vigente el concepto de ser, nuestra cultura iba quedando huérfana de sistemas conceptuales unificadores que dieran racionalidad a una realidad que, para el gusto tradicional, se iba tornando excesivamente compleja, dinámica, macroscópica y microscópica.

En el terreno práctico del hacer, tan propio del homo faber, la ciencia ha brindado el apoyo teórico para la explosión tecnoló­gica desencadenada por la Revolución Industrial, la que ha catapul­tado nuestra civilización a todos los confines de la Tierra, incluso hasta fuera de ella, y a estadios nunca antes imaginados, al menos por la enorme cantidad de fuerza movilizada, poder adquirido, control ejercido y sistemas creados. La ciencia, junto con el mismo proceso de conocimiento teórico de la realidad, genera el conocimiento tecno­lógico. La ciencia teórica, que demuestra la causalidad existente entre las cosas por el método empírico y formula una idea de ello, es la misma de la tecnología que, por medio de la inven­ción, demuestra cómo las innovaciones cambian nuestra existencia. Antes de que una idea pueda ser aplicada en forma práctica, debe ser formulada en forma teórica. Las ideas sobre masa, carga eléctrica, energía, fuerza, movimiento, cam­bio, proceso están en la base del conocimiento tanto de los investigadores como de los inventores. El conocimiento del calor, la fuerza, la energía, la presión, la resistencia, el caudal, el peso, la velocidad, la aceleración, etc. y sus relaciones, expresado además en lenguaje matemático, ha permitido transformar y controlar el medio.

El ser humano es el único ser que actúa según los planes de futuro que continuamente formula; el solo hecho de adquirir la capacidad a través de la ciencia para predecir los acontecimientos ha producido en la civilización una completa revolución en el dominio sobre la naturaleza. La ciencia, en su afán por explicar los acontecimientos que tienen lugar en el universo y por descifrar la causalidad exis­tente en las relaciones entre las cosas, no deja ningún fenómeno a su alcance sin explorar, observar, investigar, probar, exami­nar, estudiar, experimentar y analizar. Solo hasta recientemente en la historia de la humanidad, se ha conseguido de manera com­pleta la estrecha relación mutua entre las hipótesis y las teorías, y la experimentación y la observación. Observando y experimentando las fuerzas existentes dentro y entre objetos tales como partículas nucleares, ADN, sociedades humanas o cúmulos galácticos, y penetrando en sus intrincadas y complejas estructuras y organizaciones, la ciencia no solamente ha hecho surgir el conocimiento de mecanismos y procesos causales que hasta entonces eran desconocidos o no tenían explicación objetiva, resaltando la importancia de estas mismas estructuras y fuerzas, sino que también ha podido predecir los acontecimientos que primeramente intentó explicar.



El ímpetu de la ciencia



Desde siempre el ser humano ha comprendido que las cosas tienen un comienzo, sufren transformación, se manifiestan, subsisten por un mayor o menor tiempo y se acaban. A partir de los antiguos griegos, sabemos que el cambio en una cosa ocurre por la interacción de sus partes o por la acción con otras cosas, y no por el efecto del poder de dioses o del destino. La naturaleza causal del universo y sus cosas ya resultaba evidente en tiempos de Isaac Newton. En los siglos posteriores se percibió con mayor claridad que la realidad consiste fundamentalmente en el cambio producido por las fuerzas existentes en la naturaleza. A comienzos del siglo XX, las dos teorías más revolucionarias de ese siglo, la de la relatividad y la mecánica cuántica, que se basaron en el comportamiento del fotón, la partícula de que se compone la luz, asentaron definitivamente aquella idea. En la actualidad, podemos con­cluir que todas las cosas, como también sus componentes y los sistemas de los cuales forman parte, están organi­zadas estructuralmente y relacionadas causalmente mediante la fuerza. Cambian y se transforman siguiendo, de acuerdo a sus funciones específicas, pautas precisas y establecidas, en una secuencia temporal y abarcando un espacio determinado, de modo que el determinismo de la causalidad puede ser conocido, derivando de aquél leyes naturales.

Mediante su propio método la ciencia logra relacionar un efecto con su verdadera causa, destruyendo contundentemente en este proceso la superstición y la magia. El método científico, forjador de la mentalidad contemporá­nea tan ajena a la mitología, se basa en la secuencia observación-hipótesis-experimentación-verificación-inducción. Somete los resultados al rigor del número y la medida y a construir modelos y teorías, hasta llegar a cono­cer las leyes que gobiernan los acontecimientos. Aunque se trata del conocimiento de la relación de la causa con su efecto, el experimento científico difiere de la expe­riencia cotidiana en que el primero es guiado por una hipótesis o una teoría matemática, que plantea una pregunta y es capaz de interpretar la respuesta. Posibilita comprender los fenómenos de la realidad que de otro modo permanecen inasibles. Enfrentada a la realidad objetiva, la ciencia observa y analiza las estructuras de las cosas, y experimenta con las fuerzas que intervienen en organizarlas; formula hipótesis acerca de la funcionalidad de las cosas que son causas o son efectos; verifica experimentalmente las hipótesis tantas veces como la necesidad de la certeza lo exija; prosigue por describir los mecanismos, y mide los procesos por los cuales las cosas cambian y se transforman e influyen sobre otras cosas; luego continúa por relacionar suceso tras suceso, llegando a descubrir su ley de conexión; termina por construir modelos y teorías para explicar ciertas relaciones invariantes que no se pueden observar directamente en la naturaleza. Así, pues, tanto hipótesis como leyes, tanto modelos como teorías, juegan su parte en la principal función de la ciencia, cual es explicar cómo funciona la naturaleza.

La denominación “experimental” o “empírica” que recibe la ciencia significa que proviene del hecho de que las verdades que enuncia pueden ser sometidas a la verifica­ción experimental. Sin embargo, la ciencia no parte necesariamente a posteriori, por inducción, de pruebas empíricas; también sus hipótesis, modelos y teorías nacen de intuiciones a priori, como a menudo ha sido el caso. Ejemplos de leyes descubiertas y teorías enunciadas hay muchos en los que el científico tuvo la intuición, deduciendo osadas conclusiones de algunos hechos cotidianos, o representando con gran imaginación la realidad posible, y sólo después se realizaron los experimentos que vinieron a confirmar lo primeramente afirmado.

Lo que hace que una verdad tenga validez científica es que pueda ser sometida a la experimentación para verificarla, independientemente de si su origen estuvo antes o después de la experiencia. Una explicación científica no sólo debe ser relevante, también debe poder ser verificable empíricamente. Sin embargo, el marco teórico que unifica los distintos fenómenos no surge de la acumulación de hipótesis verificadas. Nada hay en el conocimiento analítico de hipótesis que posibiliten la elaboración de la teoría. Una teoría científica es una síntesis abstracta que la mente humana efectúa tras considerar una cantidad de fenómenos científicos para llegar a una unidad, que es válida mientras no sea contradicha por otra evidencia científica, que es indemostrable, que es resumida en unos pocos postulados científicos, y que puede ser codificada y descrita matemáticamente. Sus predicciones deben concordar con las observaciones y experimentaciones.

Una hipótesis es una interrogante que surge en el proceso del conocimiento de alguna relación causal, y demanda respuestas que son provistas por el método científico de la experimentación y la observación, entregando mediciones lo más precisas posibles. Un modelo es una descripción a escala antropométrica de fenómenos imposibles de ser observados directamente, como el átomo, el ADN, el interior de la Tierra, pero del que se pueden observar, medir, explicar, analizar y predecir los procesos implicados. Una teoría es una explicación conceptual y lógica de sistemas basada en la conexión causal de sus componentes relevantes.

A pesar de que se ha empeñado en enfrentarse directamente con toda la infinitamente compleja dimensión de la realidad, la ciencia se ha constituido en un instrumento extraordinariamente eficaz para conocerla en forma objetiva. A través del método empírico la ciencia continúa, cada vez con mayor interés y recur­sos, cubriendo mayores espacios de la realidad, penetrando en lo más recóndito de las cosas e investigando sus múltiples e intrincadas relacio­nes de causalidad. Cada nuevo descubrimiento científico es una conquista de lo misterioso. Si la filosofía logró expresar el principio de no-contradicción, por el cual se afirma que una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo, con cada descubrimiento la ciencia esta­blece leyes que van carcomiendo el indeterminismo aparente de la realidad, del que en tiempos pasados resultaba la imagen de caos con la que muchos filósofos la habían identificado. Como van apareciendo a la ciencia, las cosas del universo, no sólo no pueden ser y no ser al mismo tiempo, tampoco pueden ser de alguna u otra manera, pues dependen de relaciones de causa y efecto muy deter­minadas. Ellas son además posibles de conocer, de modo que la realidad ha ido emergiendo como un todo muy organizado y comprensivo, muy lejana de la concepción idealista que la desechaba como caótica.

La ciencia penetra hasta lo más recóndito en cada escala de fenómenos que estudia, descubriendo la individualidad de las cosas de entre la multiplicidad. Así, llega a determinar que todo es discreto y que nada es continuo en la escala que analiza. Lo que analiza son relaciones puramente causales entre entidades dis­cretas. El dinamismo que percibimos corresponde a la multiplici­dad de cambios mecánicos que son apreciados desde una escala superior, donde aparecen como procesos continuos. Puesto que en la reali­dad todo es discreto si se llega al fondo de la escala de inte­rés, todo es cuantificable, y si es cuantificable, todo está sujeto a las operaciones matemáticas. Es por ello que el lenguaje que emplea la ciencia sea justamente las matemáticas. Lo que los conceptos científicos tienen de específicamente científicos es que se relacionan y se definen entre sí de modo matemático. Conocida es por ejemplo la expresión E = m·c².

La ciencia incursiona en la realidad desde el mundo micros­cópico hasta el mundo macroscópico, y en procesos en los cuales no tenemos un acceso directo sin utilizar instrumentos especial­mente confeccionados. Incluso aquello que es observable sale tan lejos de nuestra experiencia cotidiana que resulta difícil imagi­nar y menos describir. Otros fenómenos, en cambio, no pueden ser observados ni medidos directamente, pero la ciencia los supone teóricamente. Por ejemplo, las unidades subatómicas podemos des­cribir como partículas cuando se comportan como tales, y también como ondas cuando tal es el caso, siendo ambas caracte­rísticas contradictorias en nuestra dimensión antropométrica, por lo que nos es inimaginable el aspecto undicorpuscular que aqué­llas puedan tener en realidad. Aún así, la ciencia hace un modelo para la estructura y la función, y lo somete a ecuaciones matemá­ticas, logrando con este modelo interpretar la realidad de un modo adecuadamente objetivo y obtener información certera y precisa.

Cada nueva hipótesis, modelo y teoría que se incorpora al cuerpo del conocimiento científico, pasando a integrarse a éste, supone su aceptación por parte de la comunidad científica, donde el cuerpo del conoci­miento científico es el conjunto de hipótesis y teorías aceptadas hasta el momento presente. Por otra parte, esta sensible y atenta comunidad persigue eliminar cualquier error y contra­dicción que pueda emerger con los nuevos y continuos aportes de conocimiento, pues, siendo su aspiración la construcción de un cuerpo de conocimiento comprehensivo y unitario, y que al mismo tiempo no contenga error, está dispuesta a abandonar o modificar cualquier hipótesis o teoría previamente aceptada si se comprueba contra­dicción con un nuevo aporte que se demuestre cierto.

Sin embargo, no todo nuevo aporte significa recíprocamente algún abandono de algo que había sido aceptado previamente, sino que corresponde al necesario esfuerzo por ser lo más preciso y objetivo posible frente a una realidad en apariencia infinitamen­te compleja. Frecuentemente, los nuevos descubrimientos científi­cos significan perfeccionamiento de anteriores teorías. Conside­remos, por ejemplo, las teorías acerca de las órbitas descritas por los planetas. Copérnico, influenciado probablemente por Aris­tóteles, supuso que éstas son círculos. Más tarde, Juan Kepler (1571-1630), sin rechazar la conclusión de Copérnico, pero precisándolo, dedu­jo que son elipses. Posteriormente, Isaac Newton (1642-1727) determinó, con aún mayor precisión, que las órbitas planetarias son curvas más complejas que derivan de la combinación variable de las fuerzas gravitacionales de los distintos cuerpos celestes que actúan. Mucho después, Albert Einstein (1879-1955) infirió que las trayectorias descritas por los planetas son líneas geodésicas trazadas en el continuo espacio-temporal que se curva a causa de la presencia de masa. La verdad científica no se encuentra en el consenso subjetivo e interesado de algún grupo mayoritario de destacados científicos, sino que en los aportes cada vez más precisos de científicos que describen la realidad, la cual se va haciendo cada vez más compleja en la medida que va siendo devela­da.



Las insuficiencias de la ciencia



A pesar de su devastadora crítica sobre la filosofía la ciencia no ha logrado sustituir el objetivo de este antiguo saber dedicado a dar respuesta a las preguntas más fundamentales de la existencia. Aunque día a día ella devela más trozos de verdad de aquella realidad que nos parece a primera vista tan caótica, en la escala de su quehacer la realidad como totalidad y unidad siempre le permanecerá inasible. Además, su accionar ha corroído en tal grado a la filosofía que nuestra época se encuentra sin un rumbo definido. Comprender la realidad a través del conocimiento racional había sido precisamente el objetivo perenne y principal de la filosofía, y este vacío la ciencia ha pretendido ocuparlo en vano.

El mito de nuestra época es la creencia que la ciencia terminará por darnos las respuestas a las preguntas más fundamentales, como decirnos cuál es el sentido de una vida que termina en la muerte, cuál es la relación entre el ser humano y la naturaleza, qué conocemos, qué hace que la persona sea la finalidad del Estado, qué es el ser y la existencia, la esencia y la realidad. Para ello nuestra época ha puesto todo el empeño en el descubrimiento científico en la suposición que cuando el universo termine por ser develado, se habrá encontrado la luz. Sin embargo, la ciencia es incluso incapaz de entender conceptos que le son afines, como qué es la energía, la materia, el tiempo y el espacio. Es justamente la óptica y la metodología de la vilipendiada filosofía las que nos pueden proporcionar tales respuestas.

El referente filosófico del mito científico es que recopilando y analizando datos y más datos ad infinitum a través de la observación y la experimentación, se podría progresivamente llegar a tener aquel conocimiento universal que buscaba Aristóteles y que Platón daba el carácter de absoluto. Sin embargo, aunque se llenen trillones de trillones de megabytes de información científica en la memoria de supercomputadores y se los haga funcionar interminablemente en análisis de datos, en esta escala, seguiremos sin poder responder a las preguntas fundamentales. La sabiduría se puede alcanzar solo a través de nuestra capacidad de abstracción en el silencio de la reflexión. No es la cantidad de datos, sino su relevancia y significación y lo que nuestra mente consigue entrever lo que resulta importante. El mundo conceptual más universal es necesariamente más abstracto. Es de relaciones ontológicas cada vez más trascendentales. La inteligencia artificial podrá ser extraordinariamente veloz y procesar una infinidad de datos, pero difícilmente podrá suplantar la inteligencia humana en relacionar ontológicamente representaciones para llegar a conceptos más abstractos y universales que den significados penetrantes a la realidad.

Tras la intensa incursión de la ciencia en nuestra cultura, el saber objetivo se enfrenta con un problema. Éste se refiere a la más completa ausencia de un sistema conceptual que unifique la pluralidad de la realidad con el objeto de hallar su racionalidad última. La razón de que este sistema no exista en la actualidad se debe a que el sistema conceptual tradicional basado en el dualismo (léase idealismo, racionalismo, existencialismo, fenomenología, etc.), que ya alcanzaba alturas grandes de conocimiento, terminó por caer desde aquellos mundos ideales y nominales, destruido estrepitosamente por la lógica de la ciencia y la certeza del conocimiento empírico.

Nuestra época, bautizada ya de postmoderna, ha tomado conciencia de dos hechos correlacionados: el derrumbe del saber filosófico a causa de la revolución científica, y el reconocimiento de que el puro saber científico no puede reemplazar el entendimiento filosófico. Los escritores que describen este fenómeno, llamado posmodernista, destacan que la realidad para nuestros contemporáneos ya no se concibe bajo un solo patrón racional, sino que se encuentra desintegrada en múltiples significantes sin explicación unificada posible. La realidad aparece como una multiplicidad de fragmentos de imágenes y emociones carentes de un sentido trascendental. La razón que estos escritores aducen para que el sujeto que conoce haya perdido su relación con la realidad es que el discurso relativista actual no se está refiriendo a objetos reales, sino que a objetos construidos por los medios de comunicación. Sin desmerecer esta explicación de orden comunicacional, pienso que en el fondo se encuentra la histórica destrucción de la tradición filosófica que ha buscado desde su origen la unidad cognoscitiva de una realidad que naturalmente nos aparece desintegrada.

Las teorías científicas construidas no alcanzan a dar racionalidad al conjunto del universo, que no es por lo demás el propósito de la ciencia, sino solamente a aspectos parciales del mismo, aunque aún ronda el mito que en un futuro la ciencia terminará por encontrar la fórmula unificadora del universo, intento que produjo muchas noches de desvelo al mismo Einstein. Además, por mucho que se concilien todas las teorías científicas en una gran teoría general que las englobe, ésta nunca podrá reemplazar a algún principio universal y necesario, propio de la filosofía, que pueda producir un orden racional para todas las cosas.



La complementación



Aunque se podría desprender que la ciencia ha obtenido una merecida victoria sobre la filosofía gracias a su método empírico, el que ha resultado ser más certero que el filosófico en la búsqueda de la verdad objeti­va. Ciertamente, el grado de certeza de una proposición científi­ca llega a ser total a causa de la demostración experimental que permite la emisión de juicios a posteriori válidos. Sin embargo, este mayor grado de certeza en el ámbito de las relaciones de causa-efecto no justifica que la ciencia deba desplazar a la filosofía de su propio campo de acción, ni menos todavía, reemplazarla. No es posible aceptar el enunciado extremo de Bertrand Russell (1872-1970): “lo que la ciencia no puede decirnos, el ser humano no puede saber”. Por el contrario, tanto la ciencia como la filosofía son necesarias para comprender la realidad; cada cual con su propia óptica, su propio método, su propio alcance, sus propias conclusiones.

La ciencia y la filosofía no son muy diferentes entre sí en cuanto al propósito de conocer objetiva­mente la realidad. Ambas tienen el mismo objeto material o campo de estudio, que es todo el universo, y tienden su mirada inqui­sitiva a todo lo que las rodea. Ambas persiguen conocer las cosas como son a través de ellas mismas o de sus causas. Ambas buscan la verdad y tienen una postura permanente de crítica para impe­dir que se deslice el más mínimo error. Ambas aborrecen de los prejuicios y los mitos. Ambas tienen como única perspectiva la realidad. Ambas no temen a lo dramática que pueda llegar a ser la verdad que surge. Ambas tienen un lugar propio en nuestra actividad de conocer objetivamente la realidad. No obstante, podemos observar que desde la aparición de la ciencia ambas se han situado en posiciones tan distintas respecto a la concepción del universo y la metodología empleada para conocer, que el entendimiento mutuo ha llegado a ser aparentemente imposi­ble. Y desde hace algún tiempo atrás, la filosofía ha entrado en deca­dencia, prácticamente aplastada por el peso de tan poderoso adversario, que ha generado un enorme desequilibrio de la relación entre ambas fuentes del saber objetivo.

Mientras la ciencia se construye paso a paso por la labor progresiva de un científico tras otro, involucrando a cientos de miles de ellos, la filosofía es muchas veces la labor solitaria e independiente de alguien que se pregunta por los problemas fundamentales e impere­cederos acerca de la naturaleza, del hombre y de Dios, y sobre la existencia y el sentido de las cosas. Mientras el conoci­miento científico es el resultado de la labor de muchos, el conocimiento filosófico es la recurrente lectura de aquellos que han formulado las preguntas fundamentales y han intentado respon­derlas. Mientras la ciencia penetra en lo complejo, la filosofía busca lo fundamental. Mientras el conocimiento científico es tanto acumulativo como perfeccionado, el conocimiento filosófico es la reflexión efectuada en forma renovada, generación tras generación, a partir de lo que en ese momento se conoce de la realidad para replantearlo todo. Mientras el objeto material tanto de la ciencia como de la filosofía es la totalidad del universo, el objeto formal de la filosofía es todo el universo como un todo que puede explicar sus partes, mientras que el de la ciencia son las partes que pretenden explicar el todo. Mientras la filosofía tiende a estudiar lo permanente, la ciencia estudia lo que cambia. Mientras la filoso­fía busca entender el sentido y la razón de ser de las cosas, la ciencia trata de descubrir las relaciones de causa y efecto que explican los mecanismos del cambio y la transformación de las cosas. Mientras la ciencia busca la certeza, la filosofía persigue la verdad.

Específicamente, como lo expresara Alfred North Whitehead (1861-1847), coautor con el mismo Russell, mientras la filosofía busca justificar la verdad y explicar lo primero y más fundamental de las cosas, la ciencia permanece enteramente ajena a dichos propósitos. De ahí que, en general, el filosofar es algo que en los distintos momentos de la historia todo ser humano puede y llega a efectuar en mayor o menor grado, normalmente en forma parcial, inconsistente y contradictoria, según su propia visión de la realidad. Corrientemente, el filosofar es una actividad que se encuentra relacionada con el esfuerzo personal de algún pensador en particular que no está necesariamente vinculado al mundo académico y que llega a publicar su propia reflexión. Si en nuestra época la labor filosófica ha declinado, se debe al moderno mito que supone que la ciencia tiene la capacidad para dar respuesta a lo primero y más fundamental de las cosas. En menor grado, se debe al vertiginoso desarrollo que ésta está experimentando.

La ciencia centra su atención en conceptos trascendentales como materia, energía, movimiento, velocidad, cambio, causa, efecto, masa, carga, espacio, tiempo, etc., para  alcanzar nuevas y más amplias comprensiones de la realidad. Sin embargo, los principales conceptos científicos son en efecto filosóficos y muchos científicos se han conducido más bien como filósofos en la necesidad de comprender críticamente el significado profundo de la realidad que emerge de la observación y la experimentación. Si los mitos y leyendas de la tradición y las explicaciones acientí­ficas de los fenómenos de la naturaleza terminan por ser arrolla­dos y destruidos por la ciencia, las pre­guntas sobre las últimas cuestiones surgen una y otra vez, bus­cando siempre una renovada y fresca respuesta que la ciencia es incapaz de proveer.



La interdependencia



Mientras el conocimiento filosófico es el resultado del pensamiento humano en un esfuerzo crítico de abstracción, el conocimiento científico resulta de la aplicación de la lógica matemática a la relación causal de los parámetros de la naturaleza que se conocen a través del método empírico de verificación de hipótesis por medio de la experimentación. Es en el sentido que la teoría es una síntesis conceptual que obliga a la ciencia depender del esfuerzo filosófico. En último término, la filosofía da sustento a la ciencia. A pesar de que la ciencia moderna se considera tan autónoma y autosuficiente que reniega de la filosofía, todos sus postulados son filosóficos. Esta complacencia la hace cometer serios errores. Por ejemplo, la cosmología moderna se erige sobre conceptos sobre qué son la materia, la energía, el espacio y el tiempo que merecen una profunda revisión crítica. Una filosofía fundamentada en la ciencia, más que las tenta­tivas interdisciplinarias, debiera constituirse en el punto de encuentro de la multiplicidad de ramas científicas. Hacia esta filosofía debieran concurrir las diversas ramas para reencontrar su quehacer final y su significación, establecer su identidad y subordinar su parcela de conocimiento a la tarea de la compren­sión del todo y de las últimas cuestiones, es decir, de los “por qué de los porqués”. La ciencia debiera encontrar en la filosofía su propia unidad, pues ésta engloba en una escala superior el amplio y variado conocimiento que la ciencia no consigue sinteti­zar.

También la interdependencia fundamental entre la ciencia y la filosofía no reside en el campo de estudio, u objeto mate­rial, puesto que es el mismo para ambas, esto es, el universo entero. Se relacionan entre sí por el respectivo punto de vista, u objeto formal, adoptado sobre ese infinitamente vasto campo de estudio. Cuando la ciencia responde al “cómo son”, se interesa por la morfología, la composición su funcionamiento y su génesis de las cosas. Sus dos primeros objetivos (morfología y composición) consisten en la descripción de las estructuras y sus partes constitutivas, satisfaciendo el humano anhelo por clasificar, relacionar, catalogar y ordenar la pluralidad de cosas. Sus dos últimos (funcionamiento y génesis) analizan las funciones de las estructuras, su origen y su desarrollo, según los mecanismos de su interacción de acuerdo a relaciones causales, para llegar a conocer su comportamiento y los procesos y mecanismos detrás de los cambios operados y efectos generados. Puesto que las cosas pueden agruparse de acuerdo a los parámetros morfología-composición-funcionamiento-génesis, surgen de la ciencia ramas específicas para ocuparse de esos conjuntos de fenómenos y relaciones. Alguien afirmó que la cien­cia es un cuerpo diversificado de conocimientos especializados. A medida que las cosas se analizan con mayor profundidad, deteni­miento y precisión, sus ramas se multiplican sin que se alcance a percibir aún límites prácticos, pues la información científica sigue fluyendo a raudales. Como ya alguien calculó, en la actua­lidad se publica anualmente más material científico y técnico como el que se publicó desde los albores de la civilización hasta la Segunda Guerra Mundial. Estamos siendo sumergidos por torren­tes de información, lo que no significa que estemos ganando en mayor sabiduría. Ocurre que la información puede analizarse y re-analizarse, pero no se convierte en sabiduría en esa escala. La razón es que la ciencia, en su cometido de responder a los infi­nitos “comos” de las cosas, se aproxima a la realidad de modo fragmentario y virtualmente dentro de muy pocas escalas, que son la de las relaciones causales, incluidas las hipótesis, los modelos y las teorías. La finalidad es inferir leyes naturales que son universales, pues podemos comprobar que las cosas se relacionan y cambian de modos muy determinados y uniformes, que son válidos para todo el universo. Formalmente, estas conclusiones universales entran en el terreno de la filosofía.

Adicionalmente, el conocimiento científico posee una completa continuidad en su desarrollo; cada nuevo aporte que algún científico entrega a la comunidad depende del conoci­miento obtenido anteriormente. Además, cada nuevo conocimiento alcanzado condiciona la totalidad del conocimiento científico del momento, pues las distintas ramas son interdependientes; cada nuevo aporte afecta el conjunto. En consecuencia, el conocimiento científico posee unidad en su desarrollo y en su variedad. La unidad del conocimiento científico proviene de la unidad del universo, el que es también materia del conocimiento filosófico. El universo que es conocido por la ciencia en cuanto a sus relacio­nes causales, a sus fuerzas, estructuras y funciones, es conocido por la filosofía en sus relaciones ontológicas, determi­nando su significación y su sentido. Mediante la relación causal, repetible, simétrica entre una causa y su efecto, la ciencia encuentra el orden en el caos aparente del mundo sensible. La filosofía, si no quiere quedarse en un mundo ideal de sólo relaciones ontológicas y sernos, por tanto, irrelevante, debe depender del orden que encuentra la ciencia.

Suplementariamente, como hemos visto, tanto la filosofía como la ciencia tratan de la realidad y sus cosas. Frente a ésta la filosofía se hace la pregunta: “¿qué es?”, intentando averiguar su significado. La ciencia se pregunta: “¿cómo es?”, intentando entender su funcionamiento. En este ejercicio cada una posee un criterio particular. La filosofía busca la verdad. En cambio, la ciencia necesita que exista certeza. En cuanto a la filosofía, ocurre que la distancia entre la realidad del objeto y la universalidad de la idea es tan grande en virtud de la abstracción que el pensamiento puede perder su sustento en la realidad. Ella necesita que siempre exista verdad entre la cosa concreta y su representación aunque sea muy abstracta. La verdad, que es la correspondencia entre la realidad concreta y la idea abstracta, se obtiene tras la crítica. La crítica es recorrer el camino inverso a la abstracción. Este camino implica definir la idea en términos de la realidad concreta. Primero, allí surge la relación ontológica. La idea de algo siempre está referida a otra idea o cosa; si es idea, se puede relacionar a través de múltiples escalas hasta llegar a la cosa concreta. Segundo, en la realidad concreta todas las cosas se relacionan naturalmente a través de la estructura y la fuerza y nuestra mente, surgida adaptativamente para entender esta realidad, se encarga de comprenderlas ontológicamente. A su vez, la certeza en la ciencia se obtiene, no inductivamente, sino entendiendo el mecanismo causal. No basta inducir que cada vez que se gatilla un revólver se dispara un tiro, pues a la octava vez, puede que no dispare. Necesita entender también que el sistema del revólver posee una nuez que tiene capacidad para siete balas. Por parte de la filosofía, como su objeto formal es pregun­tarse por el qué son las cosas, la respuesta no tiende a la disgregación de especializaciones tan característico de la cien­cia como resultado del análisis. La filosofía debe intentar descubrir la unidad sintética a partir de la diversidad, para llegar al sentido, la significación y la esencia última de las cosas y dar también racionalidad tanto a la multiplicidad y la mutabilidad inhe­rente de la realidad como al progresivamente gigantesco tejido de teorías científicas que persiguen dicha racionalidad. Su legiti­midad es evidente si asciende para observar, desde una escala de mayor amplitud, nuestro universo múltiple y mutable regido por las leyes universales que la ciencia ha venido descubriendo.

En fin, aunque el cada vez más complejo entramado de teorías científicas responde con mayor precisión y certeza al “cómo son” las cosas, es decir, cómo están compuestas y formadas, cómo se comportan y funcionan, y al “por qué del cómo”, esto es, por qué las cosas subsisten e interac­túan, apuntando hacia las relaciones causales, no nos puede explicar­ el “por qué de los porqués”, qué finalidades, sentidos, significaciones y valores tienen, y, en último término, por qué existen. Y si respondiera a estas preguntas, evidentemente ya no sería una conclusión científica. Para conocer esas “cuestiones últimas”, que confieren racionalidad a la realidad, a las cosas del universo, al mismo universo y especialmente al ser humano, ser que busca en forma perenne el sentido de su vida, no sirve la pura experimentación. Se hace necesario, en primer lugar, un esfuerzo analítico para entender la multiplicidad y la mutabilidad de las cosas, para pasar, en segundo término, a una comprensión sintética e integradora, en una escala superior de abstracción, a partir de la diversidad de la misma realidad que, tradicionalmente, la experiencia y, últimamente, la ciencia van relacionando causalmente en el curso de su quehacer. La comprensión sintética se efectúa a través de las relaciones ontológicas, comenzando desde lo más individual hasta lo más universal.

Por último, en esta nueva reformulación de su quehacer la filosofía podría generar una nueva metafísica estructurada a partir del entramado de teorías y desde una perspectiva ubicada en una escala más amplia, hasta llegar a formulaciones acerca de la totalidad del universo que respondan al “por qué de los porqués”. La relación metafísica es la máxima expresión de las rela­ciones ontológicas que son generadas precisamente por el pensa­miento filosófico y de las relaciones causales que proveen la ciencia. Pero mientras la ciencia, empleando las relaciones causal y lógica, trata de generalizaciones de casos particulares experimentables y/u observables, la metafísica trata de la uni­versalización de las conclusiones generales de la ciencia que ella toma naturalmente como casos individuales o más o menos universales. Estas diferen­tes funciones es lo que distingue en el fondo a una nueva filosofía o más propiamente una nueva metafísica.




19. EL LENGUAJE




El lenguaje humano es un código estructurado de signos cuya función es el pensar y la comunicación. Como referente de las ideas sirve para pensar mejor. Como vehículo comu­nicacional colectivo sirve para compartir el conocimiento y las experiencias, estructurando culturas. Como vehículo comunicacio­nal social sirve para significar ideas, enseñar, dirigir acciones, expresar intenciones y llegar a acuer­dos. El lenguaje sirve también para otorgar una modulación metafórica a la expresión poética.



Lo humano del lenguaje



El interés especula­tivo y el esfuerzo experimental por responder al “qué es”, al “por qué es”, y al “cómo es” ha conducido a la filosofía y la ciencia a averiguar qué, por qué y cómo conoce­mos, pensamos y nos comunicamos. En esta empresa el análisis del sistema de la lengua surge como una clave esencial para comprender el mecanismo del conoci­miento cuando relaciona el pensamiento con la comunicación e interviene en la experiencia y la acumulación y estructuración del conocimiento colectivamente compartido. El len­guaje humano es también una estructura comunicacional que relaciona a los seres humanos en una estructura cultural, a diferencia del len­guaje de otras especies animales que no consigue estructurar culturas, al menos en forma muy incipiente.

El lenguaje es un sistema o estructura que describe, traduce o explica la realidad de cosas individuales en ideas, que son entidades universales. Es natural para el ser humano dar nombres a las cosas mediante la creación de signos verbales para designar ideas. Estos signos pueden ser pensados y compartidos con otros individuos para poder comunicarse, constituyendo un pilar fundamental de la cultura. Las ideas se originan en la mente de los seres humanos individuales, que son a su vez los individuos de una comunidad. Las ideas verbalizadas tienen una doble función: sirve a los individuos para pensar lógica y abstractamente a partir de la experiencia, y hacerlo de este modo con mayor claridad, orden y propósito; también sirve a los individuos de una comunidad para comunicarse entre sí y construir conocimiento compartido.

En contra de algunas escuelas filosóficas platónicas de análisis de la lengua, se puede afirmar que el lenguaje es esencialmente una expresión del pensamiento abs­tracto y racional, y no que el pensamiento sea una expresión del lenguaje. El pensamiento es naturalmente anterior al lenguaje. El pensamiento no viene a la mente porque la persona sea capaz de hablar, sino que el lenguaje existe porque la persona piensa. Además, muchas veces el pensamiento es inexpresable por el lenguaje. Aunque ambos manejan ideas, se diferencian en que el pensamiento es un productor de relaciones ontológicas y lógicas, en tanto el lenguaje es un traductor de las ideas producidas por la mente, remitiéndose a unir estas relaciones o conceptos a signos convencionales.

            Una mínima parte de lo que un ser humano piensa lo comunica, y lo que comunica es mayormente intencionado, buscando complacer, manipular, dominar y también describir, explicar, educar, acordar. Por otra parte, puesto que desde que nace el individuo es sujeto al lenguaje de su madre y de la comunidad donde nace, él adquiere el lenguaje de su comunidad y, en especial, el de sus pares cuando se hace mayor. A través del lenguaje que adquiere, él recibe los valores, mitos, prejuicios, comportamientos, conocimientos y valores de su comunidad, de manera que su pensamiento es en gran medida afectado por el leguaje. Durante su vida la persona deberá hacer un gran esfuerzo crítico para despojarse de tantas valoraciones impuestas por el lenguaje si desea encontrar la verdad objetiva.

Mientras el pensamiento como actividad intelectual e intencional es dinámico, el lenguaje es una estructura significativa tan estática que hasta puede ser grabada en mármol. Sin embargo, su significado puede ser comprendido por nuestro intelecto para explicarnos, instruirnos, informarnos o educarnos; también puede tocar nuestros sentimientos y hacernos reír o llorar, alegrarnos o entristecernos, motivarnos o inmovilizarnos; en fin, puede intervenir en nuestra deliberación intencional y afectar nuestro libre accionar.

El lenguaje facilita a un individuo reflexionar en forma conceptual y lógica sobre sí mismo, su medio y su relación con el medio, ya que exterioriza el pensamiento a través de signos, los que pueden adquirir formas más concretas y permanentes que la fugaz idea en el pensamiento. Con la ayuda del lenguaje las ideas pueden relacionarse más fácilmente en proposiciones, y éstas pueden ser ordenadas lógicamente con igual facilidad.

Las lenguas de todas las culturas humanas, por muy primiti­vas que nos parezcan, son igualmente funcionales. La capacidad para compartir el significado de signos es básica para la existencia de un lenguaje. Pero la capacidad de pensamiento abstracto y lógico, que caracteriza a los seres humanos, se destaca como el fundamento principal de un lenguaje conformador de cultura. El hecho de que el lenguaje tenga una dimensión cultural se debe a tres factores: 1º la sociabi­lidad tan característica de los primates que buscan compartir experiencias, cooperar, sentirse incluidos y ser considerados por los demás, 2º la capacidad para estructurar ideas y relacionarlas con signos lingüísticos convencionales, y 3º la necesidad de coordinar acciones.

Además, el lenguaje tiene una dimensión particularmente única. Jean Piaget (1896-1980) ha señalado que, como contacto con el exterior, aquél abre la compuerta al caudaloso torrente de la cultura dentro del conocimiento del individuo que queda capacitado así para entrar a formar parte de la comunidad cultural, que es la misma estructura social a la que pertenece y que comparte una determinada estructura cultural. Por parte del individuo, éste queda con una capacidad para extender y hacer real a otros indi­viduos su propio y personal mundo y comunicar sus experiencias e intenciones.


El origen del lenguaje


Parece correcto sostener que el lenguaje fue surgiendo en la especie homo sapiens en la misma medida que sus individuos adquirían mayor capacidad cerebral para el pensamiento abstracto y lógico. Es imposible saber cuándo precisamente el homo sapiens se diferenció de su discutido predecesor, el homo erectus. Probablemente, los artefactos hechos por nuestros ante­pasados son un reflejo de nuestra capacidad para pensar y comunicarnos y nos pueden dar una medida de nuestra locuacidad. Existen registros arqueológicos de toscos utensilios desde entre dos y medio y dos millones de años, pertenecientes a la cultura olduvayense, propios del homo habilis. En el paleolítico inferior, hace 1,65 millones de años, aparecen utensilios más simétricos y funcionales, que se comprenden en la cultura acheulense que dura hasta hace entre 200.000 y 100.000 años. En el paleolítico medio, desde hace 125.000 años hasta hace 40.000 años, surge una nueva cultura, conocida como musteriense, que es la del hombre de neandertal. Sus registros pétreos nos presenta instrumentos mejorados, pero la gama no se amplía significativamente. Es ilustrativo observar que el progre­so registrado haya sido tan extraordinariamente parsimonioso, observado desde nuestra vertiginosa cultura tecnológica.

Sin embargo, con la aparición plena del homo sapiens, hace unos 80.000 años, el registro de utensilios no sólo muestra un acelerado progreso, sino que es posible advertir que las formas manufacturadas fueron concebidas previa e intencionalmente me­diante reflexión, imaginación y planificación, como es nuestra forma caracte­rística de hacer las cosas. En el cerebro humano los centros del pensamiento y del lenguaje son mayores que los destinados al control de movimientos. El crecimiento de estas zonas fue propor­cional al desarrollo del lenguaje y de la capacidad para concebir ideas y forjar proyectos.

El lenguaje articulado, que es el utilizado por los seres humanos, fue posible cuando en nuestros antepasados, en algún momento de la evolución, a partir de hace unos 200.000 años, a causa de alguna ventajosa mutación genética, probablemente más beneficiosa para una vida desarrollada en un medio acuático que obligaba a permanecer por largos minutos bajo el agua pescando y mariscando, la laringe adquirió una posición más baja en el cuello, lo que permitía nadar y sumergirse más fácilmente. Esto produjo un aumento del tamaño de la faringe, que es el espacio situado entre el fondo de la cavidad nasal y la laringe y que constituye una cámara inexistente en los otros primates conocidos. Esta amplia­ción estructural de la faringe nos permite emitir justamente los sonidos vocales que requiere el lenguaje articulado.

No obstante, podríamos observar que si no se hubiera produ­cido esta transformación estructural en nuestro tracto respirato­rio, no estaríamos evidentemente hablando en forma articulada, pero habríamos, sin duda, encontrado otro medio de comunicar nuestros pensamientos, pues la capacidad de comunicación simbóli­ca no depende de la estructura de la faringe, sino de la estruc­tura del cerebro. Desde la aparición de la escritura podemos comunicar nuestros pensamientos sin necesidad de la voz articulada. Ahora, a través del internet podemos presionar nuestros dedos sobre el teclado y comunicarnos en tiempo real a través del ciberespacio.

El lenguaje, hablado o no, no surgió por la necesidad de planificar una cacería ni tampoco para transmitir instrucciones para confeccionar artefactos y recolectar frutos, como algunos han sostenido. El antropólogo Richard Leakey (1944-) ha observado que en la caza rara vez se habla para no espantar la presa, y que las especies que cazan en grupos muy coordinados, como los perros salvajes, no necesitan naturalmente hablar, y tampoco ladran. El propósito del lenguaje fue para comunicar mejor los pensamientos y los sentimientos, las experiencias y los proyectos, las propo­siciones y los acuerdos.

A la inversa, sólo cuando fue posible estructurar ideas y producir el pensamiento apareció plenamente el lenguaje. Tanto el contenido del pensamiento como el del lenguaje son las ideas. El pensamiento se exterioriza a través del lenguaje. El lenguaje transmite ideas pero no es capaz de transmitir directamente percepciones ni imágenes, sino a través de descripciones que emplean ideas. Recíprocamente, las imágenes de la cultura persi­guen comunicar ideas. Así se dice que una imagen vale 100 palabras, resaltando la distancia que existe entre imagen e idea.


La naturaleza del lenguaje


El lenguaje no tiene existencia propia. Se origina en los seres humanos. Por tanto existe porque existen seres que piensan y se comunican. Sin embargo, se diferencia del pensamiento. El pensamiento y el lenguaje tienen como sus unidades discretas las ideas, pero mientras el pensamiento genera, a partir de las imágenes, relaciones ontológicas significativas, universales y abstractas, que son las ideas y los conceptos, y produce relaciones lógicas con éstos, el lenguaje une estos conceptos generados a signos convencionales compartidos. El pensamiento salta de un punto a otro del espacio tridimensio­nal representado en su universo abstracto, mientras que el len­guaje avanza siguiendo una secuencia estrictamente lineal. El pensamiento es un proceso rápido y hasta simultáneo, en tanto que el lenguaje es un proceso penosamente lento e intrincado. No obstante, el lingüista estadounidense, Noam Chomsky (1928-), fue justo en señalar que para una buena parte del pensamiento necesitamos de la mediación del lenguaje.

La estructura del conoci­miento aparece compuesta por una infinidad muy fluida y variada de unidades discretas de imágenes y estructuras más complejas de ideas y conceptos. Estas unidades son representaciones mentales de la realidad sensible. El conjunto de asociaciones duales de unidades significativas con unidades significantes conforman la estructura del lenguaje. Esto es, la asociación dual interdependiente de la estructura del lenguaje consiste en la unión de dos unida­des de distinta índole: un concepto (el significado) con una imagen acústica, visual o táctil (el significante). En cuanto a la imagen acústica, el sonido le posibilita ser emitida y escuchada, permitiendo que el lenguaje sea un reflejo del pensamiento de un individuo que se exterioriza mediante signos, primariamente auditivos, y secundariamente de otros modos, los que son captados y entendidos por otros individuos.

Los animales no hablan ni son capaces de crear cultura, simplemente porque no tienen capacidad para sintetizar ideas ni conceptos a partir de imágenes, sino que de una manera muy rudimentaria. El lenguaje animal está constituido por señales sonoras, visuales, olfativas, táctiles, a modo de signos, para señalar un significado diferente a dichas señales. Pueden señalizar peligro, alimen­to, deseo sexual, agresividad, bienestar y una cantidad de imáge­nes concretas semejantes, mediante conductas básicamente innatas. Loros y tordos pueden aprender hasta nombrar objetos; chimpancés y delfines pueden señalar símbolos que representan imágenes y pueden aprender determi­nados comportamientos de sus semejantes; muchos animales pueden obedecer a domadores y entrenadores. Pero ningún animal es capaz de elaborar ideas abstractas, ni menos de relacionarlas lógicamente. Lo interesante del experi­mento del fisiólogo ruso, Iván Pavlov (1849-1936) no fue comprobar que un perro salive al escuchar una campanilla que ya había asociado con comida, sino que demostrar que el animal es capaz de asociar una imagen acústica significante (la campanilla) con una imagen muy concreta que produce deseo (la comida). Pero esto está muy lejos de la capacidad para relacionar la imagen significante con la idea abstracta de comida.



El sistema de la lengua



Fonética y gramática


La ciencia busca conceptos teóricos más amplios que permitan englobar los problemas lingüísticos. A partir de la observación del hecho de que cualquier hablante de una lengua es capaz de emitir mensajes que nunca se han producido antes y es entendido por los oyentes el erudito prusiano Wilhem von Humbolt (1767-1935) concluía que la lengua es una estruc­tura compuesta por unidades discretas finitas capaces de generar infinidades de mensajes.

Las uni­dades discretas de los mensajes son las palabras. Estas contienen un doble valor: como significante, o imagen acústica o forma fonéti­ca, y como significado, que es la idea o concepto; ambos valores se unen en la palabra. En cuanto forma fonética, las palabras están compuestas por un conjunto limitado de sonidos, que son aquellos que pueden ser emitidos por la boca humana. A través de la adecuada estructura­ción de estas unidades discretas, que son los sonidos, un loro puede pronunciar palabras. Que éstas sean significantes depende que estén unidas a sus respectivos significados, y esta unión la pueden realizar seres dotados de bastante mayor inteligencia que el verde plumífero. No obstante, es posible entrenar un loro para que una la palabra que emita, o significante, con un significado tan concreto como una imagen, y poder comunicarse con éste.

A causa del doble valor de la palabra, es decir, como signi­ficante y como forma fonética, la escritura fonética aventajó a la ideográfica y la jeroglífica, en las que cada palabra completa está representada por una figura o un símbolo, en cuanto logró determinar sus unidades discretas sonoras y representarlas por letras, de modo que con un alfabeto limitado a más o menos 27 caracteres se puede escribir cualquier palabra. Es una lástima para los chinos que sus dialectos no puedan aprovechar las ventajas del alfabeto, pues sus palabras son monosilábicas, con lo que se reduce apreciablemente la posibilidad de utilizar 27 caracteres para cubrir la totalidad de sus monosílabos. El len­guaje hablado chino debe recurrir a diferentes tonos de voz para distinguir los múltiples homónimos. En consecuencia, para pasar del sistema de ideogramas a uno alfabético cada sílaba debiera estar acompañada de una nota de la escala musical de tonos que ellos usan.

El lenguaje une palabras, sus unidades discretas, según reglas sintácticas para estructurar oraciones. A partir de los 27 caracteres o letras del alfabeto se pueden formar las cien mil palabras, o más, que aparecen en un completo diccionario. Con dichas palabras se pueden escribir infinitos libros, cada uno conteniendo decenas de miles de oraciones distintas y completa­mente significativas.


La teoría del significado


El lógico alemán, Gottlob Frege (1848-1925), en defensa del realismo, contradijo la tesis de John Locke (1632-1704), expuesta en su Ensayo sobre el entendimiento humano, que las palabras son signos, no de imagen e imagen acústica, sino de los objetos de la realidad sensible y están contenidos en la mente humana. La mente asignaría significados a las palabras, siendo el lenguaje una herramienta que sirve para comunicar ideas. Entre el lenguaje y la realidad no habría relación directa, por lo que la verdad es un asunto de palabras.

En contra del psicologismo de Locke, la teoría del significado de Frege afirma que nuestras palabras se refieren directamente a objetos. Los signos significan los modos de darse los objetos a los que nos referimos con nuestras palabras. Frege distingue entre el objeto que designamos con un signo (la referencia) y el sentido que expresa el modo de darse el objeto. El sentido de una expresión no es una representación subjetiva, pues de la referencia y del sentido del signo hay que distinguir la representación a él asociada. La referencia de un signo es un objeto. Si el objeto es sensible, la representación es una imagen interna, producto del recuerdo de las sensaciones causadas por dicho objeto. Tampoco el sentido de una expresión de un signo es una representación subjetiva y se entiende en la medida en que se tiene un cierto conocimiento del referente. Los sentidos, que son los significados de las palabras, pertenecen a comunidades de hablantes y no a las mentes de los individuos y lo que es exclusivo de los sujetos son sus representaciones subjetivas, de las que las palabras no son signos.


El significante y el significado


En el ser humano el lenguaje ha alcanzado un desarrollo extraordinario gracias a la gran capacidad y funcionalidad de su cerebro. Estas mismas características permiten al ser humano evocar y relacionar una imagen o una figura, un concepto o una idea, que representan un objeto o una realidad percibidos mediante los sentidos de sensación. La investigación lingüística se ha centrado específicamente en la relación entre la palabra como combinación de elementos fonéticos y el objeto de la realidad a la que se refiere y representa. El lingüista suizo, Ferdinand de Saussure (1857-1913), fue el primero en señalar que el signo lingüístico no une una cosa con un nom­bre, sino un concepto con una imagen acústica, es decir, la palabra no transmite la cosa, sino la idea de la cosa.

Para de Saussure el lenguaje es un sistema de signos que nos sirve para comunicar nuestras ideas y conceptos, evocando en la mente de otro las ideas y los conceptos de las cosas que se forman en nuestra propia mente. Tanto la cosa ARBOL como la forma fonética ¡árbol! no pertenecen al sistema de la lengua. En cambio, el signo lingüístico es una asociación psíquica de una imagen con una idea: el significante o imagen acústica, que es la huella psíquica que se produce en nuestro cerebro al oír la palabra “árbol”, y el significado, que es la idea que cada uno tiene de lo que es un árbol. Ambos elementos están íntimamente unidos en nuestra mente de modo bipolar y recíproco, componiendo en conjunto una entidad lingüística de dos caras interdependientes, ya que el nombre evoca el sentido y el sentido evoca el nombre.

Solamente el lenguaje abstracto es específicamente humano. En cambio, muchas especies de animales avanzados han desarrollado lenguajes para comunicar imágenes concretas, y sus signos son en parte instin­tivos y en parte aprendidos, como algunos etólogos han logrado demostrar, por ejemplo, el austriaco Konrad Lorenz (1903-1989). Experimentadores han conseguido, por ejemplo, que loros, chimpancés, etc., lleguen a relacionar elementos fonéticos con objetos de la realidad y darse a entender tanto como entender lo que el experimentador le comunica cuando le habla. Pero estos significados son imágenes concretas que evocan imágenes similares. La palabra “azul” que emite un loro amaestrado está evocando en su mente la imagen del color azul. Un significado más abstracto y universal, como el concepto “color”, sale de la capacidad de comprensión de un animal.

De Saussure señalaba también que la unión imagen-idea del lenguaje humano está dominada por una serie de leyes. Primero, el carácter arbitrario de sus relaciones, es decir, la asociación significante es convencional y resulta de un acuerdo entre los que emplean la lengua, pues nada hay en la combinación de sonidos que componen ¡árbol! que la una con el significado árbol. Segun­do, el carácter lineal del significante es un principio basado en la imposibilidad de que en un mismo mensaje puedan aparecer de modo simultáneo dos significados, pues necesariamente uno tiene que seguir al otro. Por una parte, el medio de comunicación no tiene la capacidad práctica de transmitir más de un significado a la vez y, por la otra, la posición del significado respecto al resto le otorga un significado adicional (sería interesante la posibilidad de un lenguaje holístico, que es como funciona nues­tro cerebro). Tercero, la lengua es un conjunto de signos mutua­mente relacionados y recíprocamente unidos. Los signos no están aislados, sino que forman un sistema o conjunto de relaciones que son las que definen los signos.

Podemos apreciar en consecuencia que el sistema general de la lengua contiene varias escalas sucesivas e incluyentes. En la escala inferior existen imágenes acústicas o significantes y también ideas o significados. La relación de estas unidades estructura uniones convencionales de imagen (significado)-imagen (significante), usadas tanto por animales como por humanos. En una escala superior la relación es de una imagen acústica con una idea, que constituye el signo lingüístico o palabra y que requiere la capacidad humana de abstracción. Estas estructuras se definen por otras, de modo que se estructuran en la escala siguiente, tornándose en unidades dis­cretas de las estructuras conceptuales, que requieren secuencias de unidades que se ordenan o subordinan entre sí en forma cuali­tativa y cuantitativa. Este es el caso del orden existente en las sentencias de sujeto-verbo-predicado. Por último, en la escala superior del sistema de la lengua, las estructuras conceptuales se constituyen en las unidades discretas de la estructura lógica y que forma parte de los raciocinios.


La sintaxis y la semántica


La teoría generativa, que fue concebida por el citado Chomsky, es particularmen­te interesante para comprender el lenguaje como función de la estructuración cerebral adquirida en el curso de la evolución, pues presenta un notable descubrimiento. Procurando obtener el conjunto de reglas que el hablante posee para construir y enten­der correctamente todos los mensajes que son emitidos, Chomsky observó que existe una profunda relación entre sintaxis y semán­tica cuando intentó dar respuesta al problema de cómo una persona es capaz de adquirir el conocimiento de la lengua.

Por una parte, el sistema de reglas de una lengua es extraordinariamente rico y abstracto; por la otra, la experiencia de datos inmediatos que tiene un niño es muy limitada y fragmentaria. Sin embargo, un niño, independientemente de su inteligencia y sin aprendizaje especial, asimila sin dificultad alguna y con gran rapidez precisamente ese complejo sistema. Chomsky hizo la comparación entre la fácil asimilación de dicho sistema con la enorme dificultad que tiene cualquier persona para asimilar otro sistema tanto o menos complejo que el de una lengua como, por ejemplo, el de la química. Concluyó que un sistema de conocimiento, como el de la química del ejemplo u otro cualquiera, se ha desarrollado como un tipo de producto cultural a través de muchas generaciones de individuos y mediante la intervención de muchos genios. En cambio, el sistema de cono­cimiento del lenguaje, o del conocimiento del comportamiento de los objetos en el espacio físico, es una propiedad innata del organismo humano. Este asimila aquél tipo de sistema de conocimiento porque ya lo “conoce”, de la misma manera como adquiere la facultad para alimen­tarse o caminar. Un ser humano posee esa capacidad en el cerebro por su constitución genética desarrollada en el curso de la evolución biológica.

En su teoría la gramática generativa es el conjunto de principios o reglas innatas y fijas, que son parámetros programados en el cerebro y que permite traducir combinaciones de ideas a combinaciones de palabras. La gramática formal, que es un sistema combinatorio discreto que permite construir infinitas frases a partir de un número finito de elementos mediante reglas diversas que pueden formalizarse, caracteriza la sintaxis que tienen las secuencias de palabras.



La estructura del lenguaje (realidad, representación y signo)



Para que el sistema de la lengua quedara firmemente asentado en nuestra genética, no solo requirió de tiempo evolutivo, sino que represen­tó una ventaja adaptativa. La ventaja consistió, no tanto en facilitar la sociabilidad de los individuos, como en representar las representaciones psíquicas de la realidad de estructuras y fuerzas, que es lo que define el ser, en símbolos cognoscitivos y comunicables. El lenguaje es una representación simbóli­ca de nuestra estructura de pensamiento, y éste es una representación psíquica de la realidad. Si Chomsky relacionó la semántica con la sintaxis a través del lenguaje, es posible relacionar también esta relación con la realidad misma con el objeto de ser necesaria. Las unidades discretas del pensamiento son las ideas; en el lenguaje las ideas, que se refieren a cosas, son representadas por palabras; las cosas de la realidad son o estruc­turas o fuerzas; las palabras tienen un valor sintáctico; la sintaxis estudia las reglas y principios que gobiernan la formación de las oraciones gramaticales; la gramática es el estudio de las reglas y principios que gobiernan el uso del lenguaje y la organización de las palabras dentro de las oraciones. Veremos que en la gramática las palabras representan estructuras o fuerzas.

Nuestros contenidos de conciencia (sensaciones, percepciones, imágenes e ideas o conceptos) son representaciones psíquicas de la realidad sensible (ref.: Una metafísica del universo y Una teoría del conocimiento). En la realidad las cosas son estructuras que se relacionan entre sí porque son funcionales, y son funcionales porque están dotadas de fuerzas. La relación sujeto-verbo-predicado resume el modo de que una estructura se relacione causalmente con otra estructura a través de la fuerza. Nuestra mente, que busca entender y expresar la realidad lo más precisamente posible, estructura sus representaciones conceptuales según cómo se da efectivamente en la realidad. La gramática distingue lo más característico de la realidad, que es la diferencia entre estructura y fuerza. El innatismo de Chomsky no debe comprenderse como que el sistema de la lengua se transmite genéticamente, sino como que nuestro intelecto evolucionó hacia una enorme capacidad para relacionar y asociar, y es esta capacidad la que reside en nuestro material hereditario. De este modo, desde nuestra tierna infancia podemos comprender la diferencia entre estructura y fuerza, relacionar a partir del material sensible contenidos de conciencia de mayores escalas de estructuración hasta obtener relaciones ontológicas y lógicas, llegando a ontologizar las relaciones causales que observamos en la realidad y, por último, asociar dichos contenidos con signos lingüísticos.

En gramática la palabra es un sustantivo o un adjetivo cuando la idea representa directamente una estructura, y es una preposición, una conjunción o un artículo cuando representa rela­ciones de estructuras. En cambio, las palabras que representan fuerzas se agrupan en lo que en gramática se designa como verbo, y aquellas referidas a modificaciones de fuerzas, que corresponden al adverbio. Podemos advertir que sólo el verbo tiene tiempo; ello se explica porque sólo la fuerza actúa en el tiempo. Igualmente, sólo los sustantivos, juntos a sus adjetivos y artículos corres­pondientes, tienen número, pues las estructuras pueden ser singulares o plurales. También podemos notar que las diferencias entre las accio­nes expresadas por los distintos verbos se refieren al modo de ser funcional específico de cada estructura particular. Cuando no es una simple identificación o definición de una cosa, toda oración se refiere a una acción e interpreta siempre un proceso mecánico desarrollado dentro de los parámetros espacio-tempora­les. El lenguaje siempre está referido a nuestra realidad sensible, aunque sea el fruto de la imaginación más descabellada, pues procede de nuestra experiencia.



El lenguaje y el pensamiento



Signos verbales


En la evolución de la especie humana el lenguaje y el pensamiento se han ido desarrollando simultánea­mente en la misma medida que ha crecido y desarrollado la capacidad cerebral. Sin embargo, el segundo es naturalmente anterior al primero. Primero tenemos en nuestra conciencia una idea representativa de un objeto, que es el conocimiento, antes de unir aquella idea con una imagen acústica o gráfica en un signo lingüístico. El conocimiento consiste en un flujo de representaciones de distintas escalas de magnitud de la realidad sensible que son procesadas progresivamente por la mente, cuyo soporte es el cerebro. Comienza con las sensaciones que nos llegan a través de los sentidos. Éstas se constituyen en unidades discretas de la percepción. En una escala superior las percepciones se estructuran como unidades discretas de la imagen. Y en una escala aún superior las imágenes se estructuran en la idea o concepto. Tanto las percepciones, las imágenes y las ideas son contenidos de conciencia subjetivos y también representaciones de la realidad objetiva, pero en escalas sucesivas de complejidad.

La mente humana es capaz de estructurar las ideas desde lo individual a lo más universal en lo que se llama pensamiento abstracto. También ella es capaz de estructurar ideas para conformar proposiciones o juicios, y relacionarlas de manera lógica, en lo que se llama pensamiento lógico. La mente puede realizar esta actividad sin necesidad de recurrir a signos lingüísticos, pero su uso hace el pensamiento más ágil y preciso. En el pensa­miento los signos lingüísticos omiten los procesos mentales reestructuradores, sustituyéndolos con gran economía de esfuerzo. Ahorra tiempo omitir volver repetidamente hacia atrás cuando puede valerse de elementos que son síntesis de laboriosos procesos mentales y ocupan funciones determinadas en la estructura de las representaciones como estructuras y fuerzas.

Sin embargo, las representaciones que generaron los conceptos productos de la abstracción y la lógica, y que se mantienen presente en el pensamiento, evocando todas las riquezas y la gama de matices que fueron considerados para representar con mayor fidelidad la realidad, están ausentes en las proposiciones de la lógica, la que se caracteriza porque es fría y mecánica y porque considera solo el aspecto de la certeza de la proposición con el objeto de obtener conclusiones también ciertas. Al abstraer de un concepto toda la representación de la realidad para reducirlo a una unidad discreta de la lógica, estamos obteniendo mayor conocimiento de ella por las nuevas relaciones que inferimos. Para que el lenguaje pueda trans­mitir la sutileza de matices que el pensamiento elabora debe recurrir a adjetivaciones y analogías.

Desde el punto de vista de la lógica, nuestro pensamiento tiene mayores posibilidades que el lenguaje para relacionar las ideas en proposiciones, y relacionar las proposiciones en argu­mentos para inferir conclusiones correctas. La creencia de que el lenguaje posee una flexibilidad de significado tan amplia que puede reproducir cualquier contenido de conciencia proviene de Aristóteles, y ha sido perpetuada hasta nuestros días por el excesivo respeto a su filosofía. Sin embargo, el lenguaje verbal de proposiciones compuestas por sujeto, verbo o cópula y predica­do no siempre tiene precisión. Su naturaleza es equívoca, su construcción es ambigua, presenta vaguedades, contiene dichos desconcertantes y metáforas engañosas. Además, a menudo queda corto para expresar la complejidad de la realidad que se comprende y las enormes posibilidades del pensamiento.

Debemos tener en cuenta que el lenguaje no es  primaria ni necesariamente un sistema de comunicación; principalmente, es un medio para alcanzar objetivos relacionados con la supervivencia y la reproducción. En este sentido, los seres humanos tenemos la capacidad para verba­lizar una gran parte de los contenidos de conciencia. Pero cuando superamos los cuatro años de vida no los articularemos si no responden a intenciones que se relacionan con intere­ses individuales muy específicos. Protegido por el impermeable y duro cráneo, siempre existirá un abismo entre lo que pensamos y lo que decimos. Cada cual apren­de desde temprano que el otro puede ser inducido a actuar según la propia conveniencia mediante el empleo adecuado de la lengua. También a través de una adecuada comprensión de la lengua podemos frecuentemente comprender las ocultas intenciones del otro. Corrientemente, el valor real de las palabras está oculto en su contexto.


El lenguaje simbólico


Con el propósito de superar el equívoco formal del lenguaje verbal la ciencia y la lógica han tenido que inventar lenguajes simbólicos. Algunos son de simbología muy compleja y sirven para satisfacer las necesidades de conceptualización, información y procesamiento lógico que el pensamiento humano ha ido creando en su confrontación con la realidad objetiva. La ciencia emplea el lenguaje matemático para describir simbólicamente la realidad y lo que contiene. Ya Galileo había observado que “el libro de la naturaleza está escrito en símbolos matemáticos”. Esto ocurre así porque nuestro universo, consti­tuido por estructuras funcionales, es esencialmente cuantitativo. Nosotros podemos abstraer la cantidad de la multiplicidad de entes y comprobar que los números están sujetos intrínsecamente a la lógica.

El valor principal del lenguaje matemático es suministrar un sistema universal de símbolos cuantitativos. La cantidad es sim­bolizable por números, que son las unidades discretas del sistema matemático. Así, si las cosas del universo se reducen a cantidad, ya sea porque son extensas o intensas, y por tanto cuantificables, también se pueden simbolizar. Además de los espacios y los tiempos de las estructuras, la ciencia mide las magnitudes, intensidades, direcciones, sentidos, duraciones, alcances y velocidades de sus funciones. Combina las propiedades espacio-temporales con la naturaleza de las estruc­turas y las fuerzas. Esto quiere decir que, si la cantidad puede explicar la realidad, ésta puede traducirse a valores numéricos.

La ciencia se ocupa de la realidad y sus cosas relacionando o uniendo las características de las fuerzas y estructuras con los parámetros de espacio y tiempo mediante símbolos numéricos y combinando estos símbolos en forma lógica, que es precisamente en lo que consisten las matemáticas en tanto disciplina formal, y que es el contenido de la famosa obra de Bertrand Russell y Alfred N. Whitehead, Principia Mathematica (1913). De este modo, de una reali­dad aparentemente caótica, surge el orden y la unidad del movi­miento, la causalidad, los procesos y los mecanismos, las hipótesis, las leyes, los modelos y las teorías. El orden y la unidad propios de la realidad se reflejan en el lenguaje matemático, el que ha sido posible gra­cias a Pitágoras, para quien permite rebasar el lenguaje corrien­te en la interpretación de la realidad.

Gracias al lenguaje matemático, el hecho cualitativo, subje­tivo y privado se convierte en un hecho cuantitativo, objetivo y comunicable. Las sensaciones de calor y humedad pueden ser con­vertidas en cantidades precisas y universalmente comprensibles, tales como 40° C, 99% de humedad relativa, color anaranjado de 640 nanómetros de longitud de onda. Toda sensación que puede ser medida puede convertirse en un concepto que es ontológicamente definido por sus funciones. Toda definición puramente verbal y cualitativa puede ser eventualmente descrita en términos preci­sos y cuantitativos.

No obstante la objetividad y precisión del lenguaje matemá­tico, la metáfora y la analogía en general son los modos usual­mente empleados en el lenguaje articulado (como también en el pensamiento) para mejor sintetizar los hechos, describirlos y ubicarlos en su propia realidad. Es mucho más sencillo y útil en el diario vivir relacionar las representaciones de las cosas en forma metafórica que cuantificarlas y relacionarlas numéricamente. Así decimos calor infernal, humedad sofocante, o anaranjado intenso. El hecho es que los seres humanos no somos afortunadamente exactas y precisas computadoras con lenguaje binario, sino que somos esencialmente seres con emociones y sentimientos, con proyectos y deseos, siendo las metáforas y las analogías más significativas que los fríos números, pues involucran todo nues­tro ser y nos coloca en una dimensión más antropométrica. Tal como se dice que una imagen ahorra mil palabras, podemos decir en este contexto que una metáfora ahorraría millones de fórmulas y ecuaciones matemáticas existencialmente irrelevantes.

Si bien las matemáticas, por su exactitud, es el lenguaje más preciso para referirse a las estructuras y las fuerzas, tienen una limitante esencial. La formulación matemática no puede traspasar la barrera de las escalas. Un físico puede llenar un pizarrón con fórmulas y ecuaciones para referirse a un fenómeno físico, pero no podrá saltar de escala para incluir, por decir, fenómenos históricos, políticos o religiosos. El salto de una escala a otra puede realizarse mediante la analogía, pero ahí cesamos ya de ser deductivos, y nuevamente debemos recurrir al lenguaje descriptivo y analógico.



El lenguaje y la cultura



Platón nos hizo creer en su mito de la caverna que antes de vivir en el mundo terrenal, habíamos existido en el perfecto y absoluto mundo de las Ideas. Dos mil años después, Rousseau nos reafirmó la idea de que la cultura y sus instituciones de la civilización venían a empañar nuestro prístino pensamiento y modo de ser propios del mítico hombre natural. Después de Darwin no es correcto pensar que el origen de los seres humanos estuvo en Paraíso Terrenal, tras lo cual, por el Pecado Original, existió un castigo divino, sino que nuestro origen es biológico y que la misma biología nos ha entregado una mente que tiene la propiedad de permitir un comienzo de observar la realidad desde un punto de vista abstracto y racional. A pesar de nuestra innata inmadurez intelectual, propia de los primates que verdaderamente somos y por el cual nuestro pensamiento es susceptible de ser hipnotizado, distorsionado por las emociones e insumido en la ignorancia, podemos no obstante pensar.

Anteriormente vimos que la estructura del conocimiento, que es psíquica, es una producción de nuestra estructura cerebral y se asienta allí. Ahora veremos que la estructura del conocimiento colectivo es producto de muchos cerebros y se asienta también en la cultura y sus manifestaciones. En forma análoga a como el pensamiento individual produce el lenguaje, el pensamiento colectivo produce la cultura.  Culturalmente, el lenguaje no es solamente el vehículo de comunicación del pensamiento colectivo; también el lenguaje contiene implícitamente el pensamiento so­cial. A través de la adquisición del lenguaje un individuo adquiere también la estructura cultural del grupo del que forma parte, ya que el lenguaje, además de significados conceptuales, contiene contendidos valóricos. A partir de Piaget, ya citado, un individuo se va insertando en el sistema del pensamiento de su grupo social en la misma medida que va aprendien­do su lengua, pues, junto con la adquisición del lenguaje va absorbiendo tal sistema, de manera que su propio pensamiento se verá moldeado y reforzado con el pensamiento colectivo en el mismo acto de posesión del sistema. La adquisición del sistema le posibilita participar de lleno en la estructura social como miembro completo suya, y a un extranjero le será muy difícil ingresar como un igual en la colectividad. La sociabilidad característica del orden de los primates se ve reforzada, en el ser humano, por el lenguaje, el cual los liga culturalmente.

Existe un pensamiento social que toda comunidad llega a estructurar en una cultura. Esto nos lleva a afirmar que una cultura consiste en el pensamiento que surge de los individuos de grupos humanos determinados, que es comunicado, socializado y compartido colectiva­mente de una manera determinada y duradera, confiriendo una impronta al comportamiento social. En la cultura, el término pensamiento social es tan amplio como para cubrir desde los modos de pensar y actuar y las formas de expresarse y sentir, hasta la conformación de los valores compartidos y las costumbres aceptadas. En el pensamiento liberal se habla mucho de la importancia de la libertad individual. En realidad, la verdadera libertad se ejerce principalmente, no para decidir qué comprar o vender según los precios más convenientes del mercado, sino para pensar independientemente del pensamiento social en búsqueda del conocimiento y la verdad.

El sistema del pensamiento social, que es la cultura, es el conjunto de las concepciones colectivas del modo de entender la realidad y de adaptarse según esta concepción. Ella está conformada por los sentimientos, comportamientos, prejuicios, ideologías, tecnologías, escala de valores, arte, etc., compartidos. La cultura comprende el conocimiento compartido, los significados comunicados, los valores éticos y estéticos, las normas y los comportamientos prescritos y los ritos y mitos. En este sentido, el lenguaje no es sólo una estructura compuesta por significados y relaciones de significados sin notación, color ni resonancias especiales, como el frío listado de palabras de un diccionario. Por el contrario, el lenguaje social contiene una forma muy particular de apreciar la realidad y a veces poco comprensible para individuos de otras colectividades. La cultura surgió en el curso de la evolución humana cuando fue intelectualmente posible transformar una estructura, ya sea un artefacto, una estratagema de caza o un cultivo, para que cumpliera una función concebida previamente y comunicara la manera de repetir esta nueva relación estructura-función.

La cultura es un artificio humano que es acumulado y trans­mitido por el lenguaje y no genéticamente. Las experiencias y conocimientos de los individuos van engrosando y modificando el caudal de experiencias y conocimientos de la colectividad. Cuando la memo­ria se escribe, adquiere mejores posibilidades de perpetuarse y decantar lo valioso, aumentando significativamente la eficiencia de la cultura para comunicarse, transmitirse e interactuar con el medio. Si consideramos el hecho de que hace 120.000 años, a principios del paleolítico superior, la especie humana incluía ya individuos cuya capacidad innata era semejante a la de un Aristóteles, un Mozart o un Einstein, es sólo por el fondo común de conocimientos y de experiencia acumu­lada por generaciones lo que nos permite hoy hacer uso más com­pleto de nuestra herencia genética. Newton decía: “si pude ver más lejos que mis predecesores, fue porque ellos, gigantes de talla, me levantaron sobre sus hombros”. Nos agigantamos cuando nos empinamos sobre el lomo de la cultura; y la cultura occiden­tal tiene un elevado lomo gracias a que sus orígenes remotos se mezclan con la invención del lenguaje escrito y la incorporación de la ciencia y la tecnología.

El crecimiento cultural es no sólo progresiva­mente acumulativo, sino exponencialmente acumulativo a causa de la actividad científica. Decenas de miles de generaciones de nuestros antiguos antepasados del género homo apenas si conocieron algún desarrollo cultural en el curso de sus vidas, a juzgar por el registro arqueológico de decenas de miles de años, el que nos muestra la existencia de escaso progreso tecnológico. Con el desarrollo de la agricultura y la domesticación de animales, hace unos diez mil años, se produjo un avance cultural considerablemente mayor. En la actualidad nos hemos acostumbrado tanto al desarrollo tecnológico como al cambio cultural que éste trae aparejado.

La función primordial de la cultura es la de conformar un instrumento eficiente de subsistencia colectiva. Necesaria pero secundariamente, la función de aquella es la de constituir el fundamento de la identidad de una comunidad. Esta identidad social comprende otros factores, como el territorio, la sangre, la historia, etc. Los valores compartidos permi­ten corrientemente una convivencia armónica y pacífica. Naturalmente, la cultura posee también funciones que sirven para unificar y cohesionar al grupo social con relación a otros grupos. Es corriente que un grupo social se valga de la cultura, aquello que los individuos comparten y con lo que se llegan a identificar, como medio de defensa frente a la amenaza de grupos sociales competidores y de dominio sobre grupos más débiles. La superación de los antagonismos socio-culturales no es materia de una estructuración multicultural, sino que de la capacidad para estructurar una cultura de una escala superior que sea funcional y englobe esta multiculturalidad.

Al mismo tiempo de adquirir toda la riqueza del sistema de pensamiento colectivo, un individuo hace suyo, inconscientemente y sin crítica alguna, las limitacio­nes, pobrezas y prejuicios que este mismo contiene. Este sistema está en gran medida lleno de prejuicios. No toca el fondo de las cosas, ni es crítico, sino que se mueve en un nivel de ensueño y frecuente­mente de hipocresía. Nadie desea encontrar conflictos sociales o existenciales, prefiriendo ocultar la cruda realidad en un len­guaje anodino, eufemístico, pero por todos comprendido, siendo de mal gusto salirse de los cánones establecidos y la ética aceptada.

Sin embargo, todo lo anterior no significa que la totalidad del pensamiento del individuo se sumerja, por decirlo así, dentro del pensamiento social. Aunque de amplio espectro y muy envolvente, este pensamiento no posee el alcance ni la sutileza que muchos individuos suelen requerir en su pensamiento crítico. El pensamiento social es aquél de la masa; aunque utilitario, es insuficiente para aquéllos que buscan una mayor profundidad de pensamiento como los poetas, los místicos, los científicos, los filósofos; aunque sirve para interactuar con la colectividad, es insuficiente para interactuar consigo mismo. El pensamiento social no determina el pensamiento individual al grado que lo reemplace, siendo que, para que una lengua sea viva, requiere de sujetos parlantes vivos que piensen por sí mismos. El pensamiento siempre tendrá una nota personal, puesto que es la persona quien muchas veces piensa por sí misma y no se remite a repetir opiniones que flotan en el ambiente. Desde luego, la estructura cultural no es capaz de producir relaciones ontológicas y lógicas, ni de ontologizar las relaciones causales, pues esta capacidad pertenece exclusivamente a cada ser humano individual.


El lenguaje y la percepción


A este mecanismo de participación cultural, el que se efec­túa mediante la adquisición del lenguaje, debe añadirse lo seña­lado por el filósofo canadiense, Marshall McLuhan (1911-1980), para quien cualquier medio de comuni­cación particular impone una correlación sensorial tan específica en la apreciación que los individuos tienen de la realidad que determina el mensaje, independientemente de su contenido. Su frase, “el medio es el mensaje”, resume la importancia del sentido de percepción que un medio de comunicación un particular resalte sobre los otros sentidos. Por ejemplo, la radio es un medio de comunicación “auditivo” y “caliente”, mientras que la escritura es “táctil”. La tecnología de las comunicaciones –la misma palabra oral, la escritura alfabética, la imprenta y los modernos medios electrónicos– afectan la organización cognitiva, lo que tiene profundas repercusiones en la organización social. Si una nueva tecnología acentúa uno o más de nuestros sentidos –el visual, el auditivo, el táctil– y se extiende a toda la colectividad, entonces las nuevas relaciones generadas entre nuestros sentidos afectan toda una cultura particular. Es comparable a lo que ocurre cuando se cambia el tono a una melodía. Y cuando las relaciones de los sentidos se modifican en cualquier cultura, entonces lo que antes parecía lúcido, de repente puede llegar a ser opaco, y lo que había sido vago u opaco se convertirá en transparente. La idea macluhaniana de que el medio es el mensaje es importante en los complejos procesos de la comunicación. Sin duda se trata de un elemento muy significativo de los tantos de carácter general que acompañan al mensaje y que le confieren un sello tan distintivo que dificulta el reconocimiento de otras dimensiones de la realidad. El medio de comunicación produce un modo particular de conciencia y una escala distintiva de pensamiento.

La invención de la imprenta y el del tipo móvil intercambiable intensificó significativamente y, finalmente, permitió los cambios culturales y cognitivos que ya se habían realizado desde la invención y la aplicación del alfabeto. La cultura del libro, introducida por la imprenta de Gutenberg a mediados del siglo XV, trajo consigo el predominio cultural de lo visual sobre lo auditivo-oral. El advenimiento de la tecnología de la imprenta generó la mayoría de las tendencias más destacadas en la época moderna en el mundo occidental: el capitalismo, el individualismo, la democracia, el protestantismo, y el nacionalismo. Fueron consecuencias de esta tecnología que se basa en la segmentación de las acciones y funciones y en el principio de la cuantificación visual. La cultura del libro produjo en los lectores una forma distintiva de apreciar la realidad. No sólo las palabras se aprecian como compuestas por letras homogéneas intercambiables, sino que existe una cierta estructuración lógica en un texto, ya que éste está dividido en párrafos, y los párrafos están divididos en sentencias ordenadas según la lógica para llegar a conclusiones, también las sentencias están divididas ordenadamente en las ideas correlacionadas de sujeto, verbo y predicado. Unas veintitantas letras codifican la infinidad de palabras, nos permite barajarlas y ordenarlas para expresar nues­tros pensamientos. Por este mecanismo las palabras se nos hacen homogéneas, y con ellas podemos estructurar oraciones, párrafos, capítulos, secciones, tomos y libros. Pero además de poder escribir y leer lo escrito, en el pensamiento se realzan sus funciones más lógicas y abstractas. Un lector estructurará una mente más racional y abstracta que un analfabeto.

La escritura enfatiza el sentido de la vista por sobre el sentido del oído, como sería el caso en una cultura auditivo-oral. La realidad percibida por la vista es muy distinta de la realidad percibida por el oído. Cualquier medio de comunicación de que se trate enfatiza algún sentido de percepción por sobre los restantes, produciendo un cierto equilibrio particular, el cual resulta en una especificidad a lo comunicado tan marcada que, para este pensador de las comunicaciones, el medio de comunicación mismo llega a ser el propio mensaje, independientemente del contenido del mensaje comunicado.

Ya en la década de 1960, McLuhan preveía que la cultura visual e individualista del libro sería reemplazada por “la interdependencia electrónica”: cuando los medios electrónicos reemplacen la cultura visual por la cultura auditiva-oral. En esta nueva era, la humanidad se moverá desde el individualismo y la fragmentación hacia una identidad colectiva, con una “base de la tribu.” McLuhan acuñó la idea de la “aldea global” para esta nueva organización social que se intercomunica masivamente y en tiempo real. La cultura del libro está siendo rápidamente desplazada por medios de comunicación audiovisuales y electrónicos. Además, como contraste, la televisión no transmite ideas, sino que imágenes. Y las imágenes aparecen en una desordenada secuencia sin determinar su valor real dentro de un marco de referencia axiológico. Las imágenes se relacionan metafóricamente para transmitir mensajes que no se explicitan verbalmente. Un individuo expuesto predominantemente a la televisión podrá difícilmente comunicarse con otro individuo que es un consumado lector. Sus cosmovisiones son muy distintas en ámbitos cruciales del pensamiento.


Acción social


La acción social se coordina mediante el lenguaje. Esta idea ha sido, en la actualidad, desarrollada por un distinguido grupo de expertos en la mecánica de la comunicación. A pesar de la preten­sión de algunos de ellos de reducir toda la realidad a esta mecánica, lo que verdaderamente han descubierto ha sido la mecá­nica de preguntas y respuestas por la cual se estructuran compromisos. Éstos tienen por propósito coordinar la acción para la producción y el consumo modernos, caracterizados por la enorme competencia, para inser­tarse exitosamente en la individualista estructura social contemporánea, y para ser reconocidos por ésta.

Sin embargo, no debemos pasar por alto el hecho primordial, que he venido destacando, que el lenguaje cotidiano no intenta directamente la acción ni el compromiso individual, como formas de subsistencia de la organización social, sino la manifestación emotiva de participar de un grupo que tiene propósitos colecti­vos, tal como un sustituto de la ancestral costumbre del despioje en los primates. No es corrientemente argumentativo, sino que expre­sa las posiciones aceptadas por el grupo. No pretende ser lógico, sino que las proposiciones que se afirman o niegan tienen por función reforzar el pensamiento social, al cual uno adhiere y dentro del cual uno encuentra seguridad. Tampoco pretende ser muy fluido, a juzgar por los escasos monosílabos con que comunican su sociabilidad los adolescentes. Pareciera que en nuestro actual mundo tan impersonal e individualista, este sentir colectivo se alcan­zaría supuesta e indirectamente por el compromiso para la acción obtenido por el lenguaje.



Lenguaje y tecnología



Toda tecnología es una extensión del ser humano. El estado de la tecnología en un momento y lugar dado determina en parte la cultura en cuanto modo de vivir y percibir la realidad y, por tanto, de comunicarla. Existen medios más apropiados para comunicar contenidos en deter­minadas escalas. A través de un libro es posible comunicar una idea de gran abstracción, y mediante una obra pictórica se hace mucho más fácil comunicar una imagen. Como quiera que sea la influencia del medio de comunicación en el contenido del mensaje comunicado, se puede agregar que en general existe una correlación entre la complejidad y el alcance de los medios de comunicación y la complejidad del contenido y, por consiguiente, de la riqueza de cultura. La adquisición de conciencia de nuevas y más profundas dimensiones de la realidad requiere, como contrapartida, de medios de comunicación más hete­rogéneos, más masivos, más instantáneos, más intensos. Las civi­lizaciones se construyen tras las invenciones de medios de comu­nicación. La invención de la escritura revolucionó el mundo antiguo. La invención de la imprenta hizo lo propio con el mundo moderno.

Nuestro mundo contemporáneo, ya tildado de posmoderno, está sufriendo una transformación profunda, de consecuencias insospechadas, a causa de la invención de los medios electrónicos de comunicación y de las técnicas de procesamiento electrónico de la información que producen gran volumen, rapidez, significa­ción, accesibilidad, disponibilidad, acumulación, globalización y almacenaje informático. También nuestra cultura está cambiando radicalmente a causa de que estas invenciones que son productos del desarrollo de la electrónica. Estos medios están reemplazando al libro que, con su estructura de capítulos, párrafos y oraciones, permite ordenar las represen­taciones de la realidad en escalas incluyentes de enorme compren­sión y sentido. En cambio, estas nuevas invenciones están suministrando información unidimensional que reemplaza la certeza de las verdades por el escep­ticismo, un orden secuencial verbal y lógico por una holística indiferenciada y un conocimiento mal fundamentado y mal digerido por el relativismo.

Adicionalmente, la cultura contemporánea, beneficiaria del enorme desarrollo de medios de comunicación principalmente de imágenes visuales y auditivas, tiende a mantenerse en la escala de las emociones, las imágenes y el pensamiento práctico y concreto. Un pensamiento abs­tracto, probablemente más vinculado con la escritura y el libro, está perdiendo terreno en una rápida transformación cultural. Además, los medios masivos de comunicación, cuya programación depende de la mayor sintonía o audiencia, procuran adaptarse al gusto masivo pero ordinario para satisfacer las necesidades de publicidad de los comerciantes que los financian. El lenguaje social se vuelve utilitario en cuanto se transforma en lenguaje comercial, estableciendo re­glas claras de comportamiento económico para los actores sociales, quienes aprenden los ritos de la comunicación sin arriesgarse a la pérdida económica.

Las comunicaciones son afectadas profundamente por la tecno­logía. El avance tecnológico nos restringe proporcionalmente los espacios abiertos. Cada vez hay un mayor número de límites, cercos, prohibiciones, normas que restringen la posibilidad de vagabundear libremente y contemplar el panorama más allá del horizonte. Sin embargo, el avance tecnológico nos ha abierto espacios cada vez más amplios y variados. Si nuestra vida en nada se parece al deambular de nuestros antepasados cazadores-recolectores por grandes extensiones de territorio, en nuestros pequeños espacios libres priva­dos disponemos de sistemas de comunicación e información inimaginables anteriormente. Gran parte del día, un ser humano contemporáneo se encuentra solo y sentado mirando la pantalla electrónica de su tablet, TV o celular, observando un caudal de infinitas imágenes que provienen de las redes sociales del ciberespacio.

Pero más que la consecuente revolución tecnológica que la acompaña, que ha transformado nuestro entorno material, haciéndonos supuestamente más civilizados, la revolución científica que se ha desencadenado con inusitada fuerza en la historia humana contemporánea, principalmente a partir de la segunda mitad del siglo pasado, ha sido la principal causa del cambio cultural que nos es posible observar ahora. La causa del énfasis puesto en el discurso científico y tecnológico no se encuentra únicamente en el humano anhelo por el conocimiento, sino que principalmente en constatar que conocimiento significa poder. Todos podemos constatar que las sociedades que dedican gran esfuerzo a la educación científica y tecnológica de su juventud tienen extraordinario desarrollo y progreso material. La educación se ha volcado en producir individuos funcionales para este desarrollo tecnológico. Generaciones y multitudes de estudiantes no hacen otra cosa que prepararse para manejar y controlar el entorno natural y artificial para el provecho económico de cada vez menos y más poderosos.

Pero si hay claridad que conocimiento es poder, el problema cultural tiene una dimensión principalmente epistemológica por dar énfasis al poder del conocimiento. Por la necesidad de conocer cómo funcionan las cosas del universo, hemos omitido entender los otros significados que tradicionalmente tenían las palabras y la misma realidad. Si comparamos el discurso normal que se usa en la actualidad en cualquier conversación o texto con el de hace unos cincuenta años atrás, podemos observar ciertas características que los diferencian. Por ejemplo, en la actualidad se usan menos palabras, empobreciendo el lenguaje; éstas se refieren invariablemente a cosas muy concretas; el discurso es muy directo, pero también muy plano y poco profundo; el discurso concreto es intercambiable con imágenes. Por su parte el discurso de la ciencia y la tecnología depende de circunscribir el significado de las palabras, pues busca describir lo más precisamente posible los fenómenos causales de la naturaleza. El ideal del discurso son las matemáticas. La palabra ha quedado desprovista de otros contenidos. La palabra apreciada es la concreta, la que pueda referirse a cosas tangibles, observables, medibles. Al parecer, en el pasado ha quedado el lenguaje que usaban la filosofía y la poesía.



Lenguaje y arte



Lo bello


La estética se ocupa de lo bello. Lo bello es aquello que, desde nuestro especial punto de vista de seres humanos, posee armonía, equilibrio y unidad. Para nosotros, la creación divina es bella, aunque allí lo propio es que se den permanentemente conflictos causados por la ocurrencia continua de infinitos procesos, que algunos de los cuales pueden ser tan violentos que causen caos y devastación, y que en el reino animal producen vida y muerte. También bella lo puede ser la fabricación humana. En este caso hablamos de arte. Es más, un artista puede crear cosas puramente estéticas, sin un ápice de utilidad, sólo para el deleite espiritual de los demás. Estas cosas que el artista crea pueden ser de cualquier material y forma, para ser sentida por cualquier sentido de percepción, ser móvil o estático, duradero o perecedero, ser estéticamente puro o contener alguna significación o uso. Respecto a lo último, la belleza intrínseca de lo creado por el artista puede contener o no un significado intencional transcendente y misterioso que puede ser intuido según la mayor o menor sensibilidad del sujeto a quien está dirigida la obra de arte.

En la filosofía tradicional lo bello ha sido íntimamente ligado a lo bueno. Lo bello ha sido considerado como una cualidad del ser al igual que la unidad, la verdad y la bondad, denomina­dos “trascendentales del ser” por la escolástica. Como trascendental, se piensa que la be­lleza es objetiva en la medida que pertenece al ser en cuanto tal. Por el contrario, nosotros podemos pensar que la belleza está más bien asociada con la estética además de con la potencia, el atractivo, y otras cualidades propias de las condiciones favorables para la supervivencia y la reproducción, pero no precisamente con el ser. La armonía es una cualidad del equilibrio, y lo que se encuentra en equilibrio no representa en general una amenaza para nuestro anhelo de supervivencia. Una cosa que además satisface nuestras necesidades de seguridad, afecto o conocimiento nos parece más atractiva y naturalmente más bella. Una combinación de colores nos puede parecer subjetivamente bella, lo mismo que una forma o una melodía determinada. Un cuerpo humano no es objetivamente bello, pero la imagen de uno joven y femenino (en edad fértil), o su reflejo en, por ejemplo, una graciosa cara o unos cariñosos ojos, será siem­pre bella para nosotros, hombres que se sienten poderosamente atraídos por el sexo opuesto. De este modo, lo bello es una valoración psicológica y, por lo tanto, subjetiva, que está además culturalmente condicionada en el sentido de que valoramos diver­sas cosas más que otras, dependiendo de su funcionalidad respecto a nuestra supervivencia y reproducción. Por lo que puede satisfacer nuestros instintos, podemos identificar lo que es bueno para nosotros con lo que es bello.

En las manifestaciones artísticas lo bello es a veces tan potente que se representa por cosas que no nos pueden amenazar o agredir. En el teatro, la platea es un refugio que está protegido por la oscuridad y el anonimato del escenario donde se expone un relato con toda su fuerza dramática y expresiva. Una tela está circunscrita por un robusto y llamativo marco que impone una separación con nosotros para no ser involucrados en la acción que describe. Las vívidas páginas de un escrito las podemos encerrar entre dos gruesas tapas a voluntad. Habitualmente, un pedestal nos separa del drama representado por una escultura. Lo bello es una cualidad de las cosas móviles, e intentamos conferirle perma­nencia y duración cuando, por ejemplo, el escultor le representa en formas que obtiene del granito, del mármol o del bronce, materiales reputados de eternos.

Nuestra cultura valora correctamente el arte literario como expresión válida de nuestras emociones y sentimientos. Sin embar­go, existen escuelas de pensamiento que identifican la literatura y su lectura con la cultura y que pretenden encontrar las verda­des más vitales tras los contenidos ficticios por el sólo hecho de contener expresiones metafóricas de la realidad, en la suposi­ción de que la realidad es inasible si no es a través de la analogía y la poesía. Esta tendencia, que identifica la cultura con la ficción y la poesía, nos conduce a existir en un mundo confuso y equívoco, que poco o nada aporta a la compren­sión del ser humano y el universo, y que el placer de la lectura no se remite únicamente a los géneros de la novela, el cuento, la poesía o el teatro si no buscamos únicamente emociones y senti­mientos, sino que ampliar el conocimiento.


La imagen y la idea


La mente humana tiene la capacidad para sintetizar imágenes y estructurar conceptos. Esa es la manera que nuestro pensamiento abstracto y racional tiene para conceptualizar la realidad. El arte es un medio para, a partir de una imagen, llegar también a un concepto, como amor, valor, felicidad, sufrimiento, etc. La diferencia entre nuestra mente y el arte es que nuestra mente emplea la abstracción y el artista emplea la metáfora. El objeto de arte, que lo percibimos y lo establecemos en nuestra mente como imagen, es también un concepto en sí mismo. Lo mismo se puede decir de la poesía. En el léxico del arte se hace la distinción entre forma y contenido. Lo que estas palabras significan en realidad son respectivamente imagen e idea. No obstante, tal como la imagen es de lo bello, la idea, que pertenece al intelecto, puede conducir al sentimiento, que pertenece a la afectividad.

El lenguaje del artista, por el cual a través de una imagen evoca en nuestra mente un concepto, es la metáfora. La metáfora es una especie de analogía y se produce directamente por la asociación de dos términos que no están relacionados ontológicamente, pero que al hacerlos equivalentes se tornan significativos. En su estruc­tura formal los términos de la relación son unidos por el adver­bio como en los ejemplos: "dientes como perlas", "atrevido como león". Pero una obra de arte es mucho más que el medio para obtener un concepto de una imagen. El contenido que se obtiene de una forma es mucho más que un concepto que se puede lograr a través del esfuerzo de abstracción. El contenido que se puede conseguir a través de una obra de arte es un contenido de conciencia difícilmente conceptualizable, que está más relacionado con lo misterioso, lo dramático o lo sutil de la realidad y, por sobre todo, con el sentimiento.

Desde el punto de vista del poeta o del artista éste consigue llegar a la mente de otro con un mensaje codificado en su obra de arte, la que apela a nuestro sentido estético. Este mensaje es acerca de cosas que no son directamente comunicables por el lenguaje conceptual ordinario. El poeta o el artista, con mayor o menor técnica sobre su objeto, logra asociar en forma metafórica imágenes auditivas, táctiles o visuales para conseguir un concepto imposible de describir verbalmente y que resalte algún carácter difícilmente perceptible. A veces, la imagen poco o nada tiene que ver con un objeto de conocimiento, aunque mucho con ideas difícilmente comprensi­bles por los medios corrientes y, principalmente, tiene que ver con sentimientos. Dicho poeta o artista apela no tanto a nuestro pensamiento conceptual-lógico, que sería el objetivo de un pensador, sino que a nuestros sentimientos y emociones. Estos contenidos de nuestra afectividad no son directamente comunicables, sino que por sus manifestaciones externas. Ellos gatillan estados de conocimiento que no necesitan ser verbalizados. La comprensión de una metáfora no la procesa normalmen­te la parte verbal-lógica de nuestro cerebro, sino más bien su hemisferio derecho, de funciones más propiamente espacio-intuiti­vas. Estas relaciones no siguen mecánicamente los procesos verbales y lógicos, sino que son síntesis poco expresables de relaciones ontológicas.




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